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domingo, 18 de diciembre de 2011

Enfermedades de mentes


Los “enfermos mentales*"

que no logran sanarse

 

Hugo Betancur

 

Los fármacos utilizados para tratar

trastornos psicológicos de comportamiento

no pueden modificar las mentes de los pacientes

ni cambiar la información negativa o conflictiva

que ellos asumieron y mantienen.

 

 

Los médicos encontramos con frecuencia personas aquejadas por lo que llamamos enfermedades mentales (según las clasificaciones para diagnóstico establecidas para la profesión), que son trastornos en sus comportamientos, y que atribuimos a disfunciones biológicas -representadas en el cuerpo o en algún área cerebral-, o a disfunciones psicológicas –representadas en manifestaciones de su personalidad que no asociamos con anormalidades orgánicas evidenciables.  

 

Cuando avanzamos en la interacción de médico y paciente respecto a quienes muestran comportamientos psicológicos perturbadores, algunos vislumbramos eventos en sus historias particulares y sus relaciones que les causaron impresiones devastadoras que no han logrado trascender. Están fijados en el conflicto creado en sus mentes y las situaciones representativas siguen latentes allí. Estos seres humanos nos parecen impotentes en esos momentos para cambiar sus interpretaciones sobre el pasado, que para ellos fueron infortunadas y traumáticas. Persiste en sus mentes la imagen subjetiva de víctimas por las acciones u omisiones de otros que los afectaron.

 

A los pacientes que tratamos por esos trastornos, les prescribimos las equívocamente llamadas drogas psiquiátricas –fármacos con mecanismos de acción sobre el sistema nervioso central o cerebro neuronal. Estas sustancias químicas solo les controlan o inhiben parcial y transitoriamente las áreas del cerebro que les sirven de puente para expresar sus desajustes con sus comportamientos y acciones.

 

Un sector progresista de nuestra medicina alopática reconoce ahora que la mayoría de los trastornos de comportamiento son consecuencia de la interacción de factores biológicos, ambientales y socio-familiares, que las drogas no resuelven adecuadamente.

 

Los fármacos utilizados para tratar trastornos de comportamiento no pueden modificar las mentes de los pacientes ni cambiar la información negativa o conflictiva que ellos asumieron y mantienen. Esos medicamentos solo atenúan su reactividad, su impulsividad y su agresividad o su apatía, produciéndoles sensaciones pasajeras de alivio, por lo que deben tomarlos regularmente. Son drogas que alteran bioquímicamente el cerebro, con efectos secundarios de deterioro acumulativo en las funciones y los tejidos.

 

Otras terapias y terapeutas deben participar también en la asistencia a los pacientes diagnosticados como enfermos con trastornos psicológicos -sin alteraciones orgánicas evidenciables-. Posiblemente el enfoque y evaluación deba remontarse al entorno psicosocial y familiar y a las características propias de la personalidad de los pacientes. Estos podrán lograr progresos significativos de bienestar cuando comprendan la información adversa y reiterada que precipita sus estados de hostilidad o aplanamiento anímico. Una vez reconocida la causa pueden realizar acciones para liberar las cargas de sus mentes.

 

El cerebro es la base de datos neuronal, pero cada operador es quien debe dirigir sus procesos mentales no neuronales –su psiquis- y es quien debe afrontar sus interacciones en su acto de vivir.

 

Las afecciones que definimos como psicológicas o psiquiátricas tienen demasiados nexos causales con los sistemas de creencias o cultura, con las relaciones y con los hábitos de vida de quienes las representan. Cuando no existe la disposición ni la conciencia suficiente para cambiarlos, estos trastornos progresan hacia estados patológicos con síntomas orgánicos que perturban los ritmos del cuerpo. Los remedios materiales que provienen de afuera son insuficientes para resolverlos. El enfermo debe volver hacia sí mismo, hacia la complejidad de sus vivencias y relaciones cumplidas, para des-cubrir cómo conformó su desequilibrio. Si no lo hace, permanecerá en la oscuridad y no podrá ver con claridad cuál es su responsabilidad en la enfermedad. El mejor ciego es el que asume que no puede ver y el tullido más ejemplar es aquel que no está interesado en caminar.

 

Además, vemos a pacientes que utilizan su enfermedad diagnosticada o su desvalidez para manejar eventos y relaciones desde su condición dolorosa o desde su limitación funcional, lo que muchas personas han definido como "la ganancia secundaria". ¿Qué intención de liberarse de la enfermedad podría tener quien la utiliza como un modo de vida? ¿Qué cambio podría lograr quien no ha decidido cambiar o quien está conforme con lo que vive?

 

Y aquí es donde la medicina oficial, o institucional, o alopática, no tiene campo de acción, y donde los especialistas, con su arsenal terapéutico fragmentario, no logran incentivar una transformación sustancial sobre los seres humanos que tratan. El trabajo que provenga de aquellos -las instituciones y los especialistas- será solo de diagnóstico, de atención médica interdisciplinaria, de prescripción farmacológica y de cuidadores providenciales, sin lograr restablecer la salud de sus pacientes sin los cambios que les corresponde asumir a ellos, y tendrá manifestaciones muy contradictorias y restrictivas -algo así como poder administrarle solo analgésicos a quien experimenta una grave y dolorosa infección.

 

Las enfermedades llamadas mentales psicológicas –sin alteraciones en el organismo- son propiciadas por los sistemas de creencias, las rutinas, las relaciones, y los hábitos de vida de quienes las manifiestan. Estos seres humanos que son afectados por esas circunstancias, muchas veces esperan que otros les den sustancias milagrosas que los sanen mientras persisten en las rutinas que los aprisionan.

 

Reconozco que una masa estadísticamente importante del personal médico adhirió a unos  dogmas que adjudican al cuerpo físico la vulnerabilidad a las "enfermedades mentales" -esta colectividad médica asume que la mente es el cerebro neuronal y que esos procesos de distorsión que los pacientes padecen deben tener algún antecedente bioquímico u orgánico.  Los seguidores de esa corriente presumen que lo que aparece como un desequilibrio catalogable en una lista de diagnósticos con manifestaciones psicológicas de perturbación es una condición física y que debe ser tratado con los llamados psicofármacos.

 

Lo evidente en nuestra práctica clínica es que observamos unas circunstancias explosivas iniciales que viven nuestros pacientes. A partir de esas vivencias, sus síntomas de enfermedad van siendo conformados. Esas perturbaciones arrancan por eventos de crisis o de conflicto con algo o alguien que las personalidades experimentan -pérdidas, rupturas, cambios no previstos o temidos o rechazados.

 

Y esas personalidades se quedan desorientadas, en pugna con aquello que las ha llevado a sentirse heridas o afectadas. Los psicofármacos producen entonces, bioquímicamente,  una tranquilidad artificial durante el día y un sueño limitado durante algunas horas de la noche para que la mente no ocupe las áreas de pensamiento del cerebro que agitan al paciente, o producen un aplanamiento afectivo o una aparente calma al interferir con las funciones del sistema nervioso (según eso, los locos se tornan menos locos  y los deprimidos menos deprimidos cuando están "drogados", aunque las causa y los efectos de la enfermedad no hayan sido resueltos. La pregunta clave sigue siendo ¿qué falta por hacer?

 

Nuestro estado de malestar no cambia si persistimos en las justificaciones y retraimiento con que lo estructuramos.

 

La dualidad de querer sanarse habiendo decidido -o aceptado- seguir enfermos, es lo que impide esos cambios. Y ninguno puede ser sanado contra su voluntad ni con su abierta oposición.

 

Y claro, algunos pacientes tratados como siquiátricos, llegan a un momento de sus vidas en que muestran mejoría significativa y pueden prescindir de las drogas que les administraban y de las que parecían depender. Yendo plenamente a la historia de sus vidas podemos darnos cuenta que las relaciones, eventos, rutinas y sistemas de creencias que producían malestar y graves conflictos en sus personalidades han sido modificados para satisfacción de ellos y que su posición desventajosa u oprimida se ha vuelto equilibrada y positivamente motivadora: desparecida la causa, el efecto deja de producirse y ellos logran ese estado de liberación y autonomía que es puerta franca hacia su salud. Las drogas, el personal médico y las instituciones les sirvieron como soporte adecuado pero insuficiente en esa transición que vivieron y que pudieron superar.



Hugo Betancur (Colombia)

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