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domingo, 22 de diciembre de 2013

SOLO LAS MENTES CAMBIANTES PUEDEN SER CREATIVAS

CELEBRACION. Fotografía por Elízabeth Betancur

SOLO LAS MENTES CAMBIANTES

PUEDEN SER CREATIVAS


Hugo Betancur


La creatividad es una cualidad de los seres vivos. En los humanos, es posible que surja de una intención que nos lleva infaliblemente hacia la acción realizadora. Conformamos aquello que hemos decidido hacer tangible como resultado de modificaciones en nuestros procesos mentales. 

Los ritmos y relaciones de la existencia son completamente interactivos, aunque pretendamos muchas veces enfocarlos como un conjunto de manifestaciones producto de casualidades o azar. 

Como niños, somos pequeños actores ingresando a los escenarios donde vamos asumiendo papeles en el drama humano que ya está montado. Inicialmente, tanteamos nuestra relación con los demás expresando los atributos de las personalidades en evolución que ya están caracterizadas en nuestras mentes: vamos paulatinamente mostrando nuestros dones y nuestras limitaciones que permiten a quienes nos rodean formarse una imagen sobre nuestro acervo psicológico particular. 

Aunque actuamos espontáneamente en esas etapas tempranas, estamos condicionados por nuestras personalidades y los mayores pueden hacer un retrato de nosotros resumido en la frase habitual: "el (o ella) tenía esa tendencia desde su niñez". 

Como niños, vamos conformando nuestros roles en nuestros juegos espontáneos con los elementos disponibles en nuestro entorno. Nuestra creatividad proviene del estado alcanzado por nuestras mentes y no de las instrucciones o exigencias de los adultos que nos rodean, aunque haya sido establecido como uno de los paradigmas predominantes que somos una copia de nuestros padres o que somos el producto del ambiente en que crecemos -podemos desvirtuarlo cuando observamos que miembros de una misma familia tienen cualidades y comportamientos diferentes y que no son una imitación o continuidad de los rasgos de sus progenitores. 

Nuestros juegos infantiles pueden sugerir a otros indicios de nuestras personalidades en evolución. Sin embargo, mientras vamos creciendo, somos presionados a someternos  a la programación de la educación tradicional masiva que  nos instruye sobre la importancia de ascender en jerarquía sobre otros, de adquirir posesiones, de imponernos como individuos aislados, disgregados y prepotentes para dominar en algún sector de la sociedad humana -pero no autónomos porque tenemos el yugo de las instituciones seculares parasitarias con su prontuario de normas y leyes de obligatorio cumplimiento y porque estamos restringidos por los poderes establecidos con su ejercito de ejecutores y guardianes que obtienen una renta vitalicia por avasallarnos y obligarnos a  cumplir los mandatos vigentes. 

Como adultos, representamos nuestros roles según el entrenamiento que hayamos asimilado, según las enseñanzas y experiencias que hayamos superado y según la posición que hayamos alcanzado -externa e internamente y según la percepción que logremos elaborar sobre nosotros mismos y sobre el entorno donde interactuamos-. Nuestros actos están supeditados a las condiciones de nuestra personalidad y a las opciones de elección disponibles para nuestra mentalidad del momento. 

No es posible que podamos adoptar roles que no se ajusten a nuestras capacidades del ahora, el momento presente. La energía que aplicamos a la acción nos permite plasmar nuestra creatividad o nuestras obras en un momentum que requiere ímpetu y movimiento. Sin embargo, en las relaciones humanas la renuencia o negación a realizar algunas acciones es también una acción que revela el movimiento de nuestras mentes rehusándonos a participar en situaciones o eventos posibles.

Cuando otros seres humanos no tienen la capacidad de actuar, cometemos errores cuando los juzgamos negativamente porque no logran hacer cambios o realizar acciones que promuevan su propio progreso y el de sus relacionados, quizá porque carecen en el momento de una conciencia y un propósito que impulse sus mentes. Podemos entender que la triada conciencia-propósito-acción es requerida para realizar cambios en el panorama de la vida y que cada uno es lo que es según el momento que atraviesa su personalidad en evolución, según su mentalidad y según las realizaciones alcanzadas.

Sólo las mentes que cambian pueden ser creativas. Las mentes estancadas o cerradas ejecutan acciones repetitivas, mecánicas, previsibles. La creatividad conlleva cambios, modificaciones. Es probable que ocurra primero un cambio en la mentalidad y que ese cambio nos impulse hacia acciones diferentes a las habituales. 

Para poder cambiar es adecuado que contemplemos el espacio interior en un estado de calma que nos permita observar las ideas de nuestras mentes: ¿Qué falta por hacer para alcanzar nuestra autonomía y nuestra paz?, ¿Qué cargas, rutinas y creencias podemos liberar para alcanzar nuestra autonomía y nuestra paz? 

Para ejercer nuestra creatividad, emprendemos aprendizajes que nos permitan transformar nuestras mentes en las acciones y relaciones. Aprender es cambiar también. Nuestra mentalidad que cambia proyecta esa realización hacia el conjunto de la vida para que ocurra un progreso, lo que incentiva que otras mentes cambien. 

En una relación equitativa con los demás, nuestras motivaciones fundamentales son: “¿Qué puedo aportar a la vida? ¿Cómo puedo retribuir lo que he recibido? ¿Cómo puedo trascender la monotonía de mi historia particular para alcanzar la triada conciencia-propósito-acción que me permita interactuar creativa y constructivamente en el escenario de la vida?

  

Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 24 de noviembre de 2013

¡HASTA QUE LA VIDA NOS SEPARE!

Foto por Hugo Betancur


¡HASTA QUE LA VIDA NOS SEPARE!

Hugo Betancur

 

Los patrones culturales de nuestros padres y ancestros, y de la sociedad en que hemos crecido, tienen influencia en nuestras mentes desde que estamos en el vientre materno hasta que llegamos a la culminación de nuestras biografías particulares. Somos influidos paulatinamente por los mayores en nuestros aprendizajes o imitaciones de esos comportamientos y nos los vamos apropiando. Llegamos a ser adultos, y al relacionarnos con otros seres humanos, esa programación y esa memoria van guiando nuestros comportamientos en las relaciones que entablamos.

Las tradiciones de nuestros grupos familiares parecen procedimientos de obligatorio cumplimiento para nosotros: repetimos los hábitos de nuestros padres y parientes más cercanos y nos basamos en sus creencias –que provienen de las creencias de sus padres, que provienen de las creencias de los abuelos, que provienen de las creencias antiguas. El pasado muerto revive a través de nosotros cuando ejecutamos nuestros rituales psicológicos cotidianos.

Cuando enfocamos nuestra atención y nuestra disposición de aprender y cambiar en relaciones con seres humanos que provienen de otras culturas y que tienen conocimientos trascendentes y compatibles con el flujo cambiante de la vida, o también en relaciones locales que nos llevan a dudar de la utilidad y validez de nuestras creencias heredadas, podemos modificar esa memoria de conductas reiteradas que muchas veces son disociadoras, estresantes y propiciadoras de rivalidades y contiendas.

Toda esa historia generacional de confrontaciones ha conformado la matriz ideológica de lucha y competencia y los razonamientos de dominio  y de despojo violento que predominan en las crónicas humanas.

Y todo ese caudal de información reverberante repercute en las relaciones tempranas de padres e hijos y en las imposiciones y dogmas con que hemos crecido: “Eso no se hace”, “Eso no se dice”, “Esto es lo que tienes que hacer”.

En las relaciones de pareja, el modelo de comportamiento impuesto por las tradiciones sociales y familiares establece también unos modos de acción que mantienen generacionalmente las divergencias y la separación tras una fachada artificiosa de conformidad mutua.

Nos sermonearon desde la cuna sobre el entendimiento de la vida como una lucha, donde las conquistas son adecuadas y necesarias y donde unos seres humanos deben dominar y otros deben ser dominados. Nos enseñaron las estrategias para destacar sobre otros y para establecer alianzas convenientes que nos permitieran escalar posiciones

Esa pobre filosofía es lo que pretendimos aplicar en nuestros nexos sentimentales o de pareja representados en el significado pleno de los verbos “conquistar”, “dominar”, “poseer”, “vencer”, “obtener” –y si fuera necesario, “engañar”- para lograr nuestros objetivos de éxito y control donde nuestro liderazgo y autoridad fueran incuestionables, aun a costa del bienestar y la independencia de otros seres humanos.

No es raro que muchas de esas relaciones sólo fueran intentos fútiles de materialización de aquellos supuestos que nos trasmitieron. Esas relaciones en su inicio tal vez parecieron motivadoras o inspiradoras y luego se volvieron insostenibles cuando alguno de los participantes, ateniéndose a su culto al pasado, se replegó hacia su “zona de confort” donde el otro no encajaba.

Bajo esa programación ajena, la instauración de nuestros vínculos de pareja no podía ser sólida, y la pretensión de que fueran duraderos por toda nuestra existencia sólo fue una ambición desmesurada: allí solo podíamos manifestar nuestros papeles de amos o de sirvientes en una relación desigual donde tratamos infructuosamente de alcanzar una felicidad basada en ficciones. Nadie puede mostrarse sinceramente tierno siendo esclavo ni tampoco considerándose superior a otro. Y donde alguien se traza el objetivo de constituirse en una autoridad y otros se someten secundándolo, los conflictos cíclicos están asegurados entre los cortos períodos de calma y conciliación y está confirmada como una traba de comunicación permanente la disparidad –condición de desigualdad y de jerarquías implícitas.

Normalmente, los encuentros iniciales no son de seres humanos libres que nos relacionamos en el presente de nuestras vidas sino de personalidades que traemos nuestro archivo mental de situaciones dolorosas o abrumadoras del pasado no resueltas ni entendidas -y, por lo tanto, no aceptadas ni liberadas.

Tras la apariencia agradable que nos atrae recíprocamente, están los atributos negativos que guardamos solapados o temerosos –en ocasiones, encubrimos nuestra mentalidad de sufrientes y nuestros  padecimientos con actuaciones complacientes.

A medida que avanzamos como viajeros que compartimos trechos de la jornada, todos esos desastres psicológicos van apareciendo con toda su apabullante desarmonía y divergencia. Inevitablemente, las imágenes de bondad y simpatía son desplazadas por las de hostilidad y desasosiego porque no es posible una relación ecuánime entre seres humanos que contemplan la vida con una visión opuesta –el contraste entre quienes fluyen y quienes se mantienen represados tras una barrera que impide la asociación amable y los acuerdos venturosos.

Surgen las preguntas no resueltas: ¿Podemos liberar las devastaciones y experiencias amargas que atravesamos? ¿Podemos relacionarnos con libertad, afirmando nuestra confianza en la abundancia y provisionalidad de la vida y no en las carencias y percepciones tristes del pasado que otros deberán redimir?

¿Cómo queremos ser recordados?


Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 10 de noviembre de 2013

LAS CARGAS Y LOS LASTRES MENTALES

Lavandera. ANTONI GAUDI. Fotografía por Diana Valderrama B.

LAS  CARGAS  Y  LOS  LASTRES  MENTALES

 

Hugo Betancur

 

En nuestras vidas, vamos paulatinamente amontonando datos de todo lo que experimentamos: son nuestras memorias del pasado, una asociación de episodios históricos particulares emparentados con los sentimientos, emociones, recuerdos, anhelos y deseos con que los hemos revestido… Todas esas memorias o archivos imaginarios crean un lastre mental que con los años se va tornando muy pesado y que nos estanca morbosamente mientras observamos, paradójicamente, que otros progresan.

Soltar esos lastres o cargas significa liberarnos de todas esas memorias, para poder manifestarnos sanos y fortalecidos en el “ahora”. Esta es la única opción que tenemos para alcanzar la madurez fluidamente, avanzando a través de los años con nuestras mentes y nuestras emociones renovadas y no fosilizadas, no empeñados terca y erróneamente en actuar como los eternos adolescentes que no evolucionan hacia etapas de crecimiento emocional y que sacan mil disculpas ante sus parientes y allegados para no adoptar sus roles de adultos y los cambios requeridos.

Muchos seres humanos que han ido envejeciendo más allá de los 21 –la edad aceptada como límite de la adolescencia- se empecinan en comportarse como niños que apenas empiezan a experimentar sus cambios hormonales de los 10 a los 15 años, manifestándose con sus mentes conflictivas y reacias  a los aprendizajes y al comportamiento serio y negándose a asumir la responsabilidad sobre sus acciones. 

Estos adultos no hacen caso a las señales de alerta que sus familiares y relacionados les dan repetidamente “deja de actuar como un niño y asume la autonomía sobre tu vida”. Ellos –y ellas- se justifican astutamente para omitir sus acciones de cambio –como recurso de manipulación, simplemente argumentan que los demás son muy intolerantes y que no los apoyan. 

Todo adulto que se niega a crecer es una carga para sí mismo y una carga para quienes le rodean. Sus emociones trastornadas y problemáticas se desbordan continuamente para dramatizar choques psicológicos en que se auto-rotulan como víctimas o como incomprendidos. En sus mentes y en sus emociones  se empeñan en contradecir o polemizar cuando otros les requieren temperancia –moderación, temperamento calmado y prudente.  Han estado respondiendo con rabietas o con enojo y engañan o ahuyentan a quienes los aleccionan refugiándose en los pretextos de la mentalidad infantil irreflexiva y explosiva, con las mismas evasivas y argumentos propios de esa temprana edad. Para ellos y para quienes los sustentan, sus patrones mentales se vuelven un lastre, cada día más pesado.  

En la actualidad podemos reciclar la mayoría de las cosas que ya no nos sirven o los residuos orgánicos; sin embargo, no hemos inventado los recursos psicológicos ni los instrumentos externos que nos permitan reciclar la basura recogida por nuestras mentes –comprobamos, además, que las numerosas drogas que nos prescriben y que tomamos a diarios no producen cambios significativos en nuestra comprensión de la vida ni en nuestras relaciones insatisfactorias subordinadas a necesidades.

Nos corresponde desechar lo acumulado, lo que ya no nos es útil, lo inservible, lo perturbador, para poder seguir avanzando con nuestras mentes despejadas, livianas y renovadas.

Muchas de las enfermedades que padecemos, mentales, emocionales y físicas –anímicas, en general-, tienen que ver con la acumulación de basura psíquica (interacciones conflictivas, situaciones que fueron o son dolorosas para nosotros, celos, envidia, resentimientos, odios o frustraciones, temores, incertidumbre, adicciones, manías).  Lo considerado culturalmente como normal es que las mentes humanas apilan toda esa información sin resolverla, lo que interpretamos como la naturaleza de lo colectivo, de lo masivo. Lo que podemos instaurar como excepcional es la liberación de todas esas cargas. Sólo requerimos inconformidad con nuestros hábitos de vida, y luego consciencia sobre el malestar y las dificultades que aquellos nos atraen, y finalmente acciones de cambio y de aprendizaje que nos lleven a la autonomía y a la tranquilidad. 

Muchas personas aseguran tajante y desafiantemente que son felices y que sus vidas son muy armoniosas. Nos enteramos que no son reales sus afirmaciones porque dependen habitualmente de sustancias farmacológicas para aliviar o suprimir los síntomas de sus enfermedades y porque se ven obligadas a acudir regularmente a la consulta médica para reforzar sus diagnósticos y tratamientos.

Lo esencial para que podamos soltar nuestros lastres es “darnos cuenta” de lo que nos ocurre, observar cómo experimentamos nuestras relaciones y nuestros procesos de vida. Si no nos “damos cuenta”, no podemos ejecutar las acciones de “soltar lastres”, porque nos falta la consciencia, porque no logramos razonar sobre nuestro desequilibrio y nuestra falta de paz.

Para “darnos cuenta” debemos enfocarnos en la auto observación de nuestros estados de ánimo y de nuestras vivencias.  Podemos aplicar el axioma antiguo socrático de “Conocernos a nosotros mismos”, pues lo que vemos es un espejo de lo que somos –recuerdo el dicho popular “Cuando Juan habla de Pedro, sabemos más sobre Juan que sobre Pedro”. 

Nos corresponde hacer una pesquisa sobre nuestra personalidad y nuestros archivos mentales: qué vemos, qué sentimientos suscitan en nosotros los eventos en que participamos, qué recuerdos guardamos de lo vivido, qué fantasías hemos armado que nos limitan, qué culpas atribuimos a otras personas o qué resentimientos esgrimimos contra ellas. 

Creemos que la lectura de los libros del momento o la recitación de ciertas frases con que nos describimos o la pertenencia a ciertos grupos nos permitirá conquistar posiciones respetables o de aceptación social –lo externo: el prestigio, la funcionalidad, el reconocimiento como exitosos o superados-. 

La auto-indagación como un proceso mental constante nos permite descubrirnos y descubrir nuestros resguardos, las barreras que ponemos para no afrontar nuestros cambios. 

La meditación es un instrumento de reflexión, de superación, de transformación. En esa quietud voluntaria de nuestras mentes, podemos conformar  o desconformar imágenes, podemos definir la realidad transitoria que estamos percibiendo o experimentando.

En la meditación “nos damos cuenta” y podemos suspender nuestros juicios, nuestras resistencias, nuestras ataduras. Podemos elaborar ideas que nos permitan modificar los hábitos y programaciones de nuestras mentes.

 Recordemos la llamada “Oración de la Gestalt” de Fritz Perls :

“Yo soy Yo. Tú eres Tú.

“Yo no estoy en este mundo para cumplir tus expectativas.

“Tú no estás en este mundo para cumplir las mías.

“Tú eres Tú. Yo soy Yo.

“Si en algún momento o en algún punto nos encontramos, será maravilloso, si no, no puede remediarse.

“Falto de amor a Mí mismo cuando en el intento de complacerte me traiciono.

“Falto de amor a Ti, Cuando intento que seas como yo quiero, en vez de aceptarte como realmente eres.

“Tú eres Tú y Yo soy Yo.”

Las enfermedades son señales de nuestros cuerpos que nos informan sobre los desajustes y distorsiones de nuestras mentes. Cuando persisten o muestran indicios de agravamiento en nuestro estado físico nos advierten que nuestras acciones cotidianas no son adecuadas y que no hemos logrado afianzar nuestra autonomía.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 27 de octubre de 2013

Permitamos que todo suceda.

                                                                                  Fotografía por Juan David Castillo.

PERMITAMOS  QUE  TODO  SUCEDA

 

Hugo Betancur

 

Las culturas y filosofías orientales nos instruyeron sobre la sensatez de fluir con las situaciones y relaciones de nuestras vidas sin resistirnos, sin entrar en conflicto, sin protagonizar dramas o tragedias personales de apego y posesión con nuestras manifestaciones psicológicas reactivas de ataque o defensa.

 

Se propusieron enseñarnos sobre la violencia y negatividad que representan para cada ser humano todos esos comportamientos egocéntricos basados en nuestros planes particulares y en resultados que favorecieran nuestras expectativas o que fueran convenientes a nuestros proyectos de éxito.

 

Nos aleccionaron sobre nuestra aceptación de lo sucedido dándonos la imagen de “fluir como las aguas de los ríos”, y nos exhortaron a que avanzáramos confiadamente a través del espacio y el tiempo, sin quedarnos represados ni en situaciones ni en relaciones.

 

En la cultura occidental nos advirtieron reiteradamente que “cada día trae su afán” y que era insensato que nos desveláramos por las dificultades de ayer y las conjeturas sobre un mañana inexplorable.

 

Es justo y pertinente que realicemos las acciones que nos corresponden para evitar que muchos sucesos en que podemos intervenir se tornen destructivos contra nosotros y los demás. Todo lo que hacemos se proyecta sobre el conjunto de la vida.

 

Nuestro sufrimiento por lo que pasó o por lo que no pudo pasar es una disposición inútil, es un error, es un estancamiento. Esa actitud tristona y patética nos atrae incertidumbre, nos desgasta y consume nuestra energía. Es una carga psicológica para quien asume el sufrimiento como su guión a interpretar y es una carga para sus allegados.

 

Nuestro sufrimiento no revive a los que cumplieron ya sus ciclos de existencias, no deshace nuestras culpas ni nuestros desaciertos, no trae de nuevo a los que se fueron abruptamente, no nos lleva de vuelta a las experiencias de complacencia que ya pasaron. Nuestro sufrimiento es una obsesión demente, un capricho de nuestros egos enganchándonos tercamente a seres humanos que ya no están o que percibimos conflictivamente o a circunstancias consumadas.

 

Solo nuestra aceptación de lo que fue nos puede liberar del sufrimiento y anclarnos en el presente.

 

Cuando nos hacemos uno con otros seres humanos o con las situaciones que vivimos, nos manifestamos en la sabiduría del amor.

 

Nos hacemos uno sin perder nuestra identidad ni nuestra autonomía, no fragmentándonos sino integrándonos, sin apegos, sin apropiaciones, afirmando nuestra libertad y no condicionándola a la vigilancia de quienes se pudieran considerar con una mentalidad distorsionada nuestros amos o nuestros dueños.

 

Aunque sólo sea por un momento, acogemos a esos seres humanos, o los eventos en que participamos, con una disposición cálida de aceptación y correspondencia.

 

En esa acción amorosa somos serios, sinceros, cordiales, respetuosos, protectores, confiables.

 

Nos comunicamos y honramos lo que otros representan para nosotros. Y nos honramos a nosotros mismos. Participamos con una mentalidad desinteresada y ecuánime.

 

Nuestras creencias pierden importancia porque predominan nuestros sentimientos de integración y de comprensión-compasión, intensos, vitales, espontáneos.

 

Nos movemos en un paisaje de lleno de luz y de colores fulgurantes, poblado por plantas fértiles, por árboles vigorosos con sus follajes densos  y sus frutos abundantes, por seres vivos expresando su magnificencia recíproca y prodigiosa. Todos los actos de amor son un presente en esa coreografía ejecutada.

 

Cuando no logramos hacernos uno con aquello que percibimos como externo a nosotros, solo establecemos relaciones fundamentadas en intereses, en sensaciones o placeres ocasionales que se repiten previsiblemente, en planes de vida, en intercambios afectivos o de acompañamiento mutuo, muchas veces desganado y competitivo, en carencias propias que esperamos sean suplidas por otros y que toleramos pasivamente con una mentalidad resignada de pobreza y desvalimiento. Otros gobiernan, o dirigen, o condicionan nuestras vidas –o nosotros nos condicionamos a lo que satisface o conforma a otros-, y entramos en la dimensión del control recíproco, lo que solo posible en la dimensión del ego, con sus axiomas predilectos y contradictorios “Busca pero no halles; acércate pero permanece lejos; intenta cambiar pero permanece en la rutina; busca la felicidad pero evita alcanzarla…”

 

Algo que distingue esas relaciones no amorosas es la alternatividad en los sentimientos de los implicados -altibajos de la alegría a la tristeza, de la conformidad a la pugna, de la risa a los gestos de desagrado, de la cordialidad a la hostilidad-, y el señalamiento de culpas -soy infeliz por lo que haces o por lo que no haces; no te preocupas por mí sino por tí: sólo estás conmigo cuando te conviene... y otra serie profusa de reclamos y quejas verbalizadas o actuadas 

 

Posiblemente el amor permanezca ausente en esos nexos -muy efímeros o extendidos precariamente a lo largo del tiempo-, y quizá algo llamado afecto, o cariño agradecido, o complacencia, o dependencia, o necesidad, mantenga a los relacionados en una cercanía obligada parecida a rutina o compromiso, donde la alegría y la satisfacción aparecen de cuando en cuando para dar la ilusión de integración y trascendencia, mientras la existencia va pasando…

 

Allí nos movemos en un paisaje gris y brumoso, de árboles secos solo avivados por el canto de pájaros solitarios que revolotean o se posan sobre sus ramas desnudas, y poblado por seres vivos lánguidos y taciturnos que ambulan desorientados. En ese espacio podemos inquirir para nuestro autoconocimiento: ¿Cómo son las relaciones que tenemos? ¿Qué sentimientos constantes nos inspiran? ¿Qué predomina en nuestras interacciones utilitarias -pasajeras o sostenidas a través de un largo tiempo-? ¿Qué aportamos a otros en las experiencias compartidas? ¿Son nuestra rutina obligada o nuestra libre asociación esas relaciones en que participamos?

 

Hugo Betancur (Colombia)

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