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domingo, 27 de octubre de 2013

Permitamos que todo suceda.

                                                                                  Fotografía por Juan David Castillo.

PERMITAMOS  QUE  TODO  SUCEDA

 

Hugo Betancur

 

Las culturas y filosofías orientales nos instruyeron sobre la sensatez de fluir con las situaciones y relaciones de nuestras vidas sin resistirnos, sin entrar en conflicto, sin protagonizar dramas o tragedias personales de apego y posesión con nuestras manifestaciones psicológicas reactivas de ataque o defensa.

 

Se propusieron enseñarnos sobre la violencia y negatividad que representan para cada ser humano todos esos comportamientos egocéntricos basados en nuestros planes particulares y en resultados que favorecieran nuestras expectativas o que fueran convenientes a nuestros proyectos de éxito.

 

Nos aleccionaron sobre nuestra aceptación de lo sucedido dándonos la imagen de “fluir como las aguas de los ríos”, y nos exhortaron a que avanzáramos confiadamente a través del espacio y el tiempo, sin quedarnos represados ni en situaciones ni en relaciones.

 

En la cultura occidental nos advirtieron reiteradamente que “cada día trae su afán” y que era insensato que nos desveláramos por las dificultades de ayer y las conjeturas sobre un mañana inexplorable.

 

Es justo y pertinente que realicemos las acciones que nos corresponden para evitar que muchos sucesos en que podemos intervenir se tornen destructivos contra nosotros y los demás. Todo lo que hacemos se proyecta sobre el conjunto de la vida.

 

Nuestro sufrimiento por lo que pasó o por lo que no pudo pasar es una disposición inútil, es un error, es un estancamiento. Esa actitud tristona y patética nos atrae incertidumbre, nos desgasta y consume nuestra energía. Es una carga psicológica para quien asume el sufrimiento como su guión a interpretar y es una carga para sus allegados.

 

Nuestro sufrimiento no revive a los que cumplieron ya sus ciclos de existencias, no deshace nuestras culpas ni nuestros desaciertos, no trae de nuevo a los que se fueron abruptamente, no nos lleva de vuelta a las experiencias de complacencia que ya pasaron. Nuestro sufrimiento es una obsesión demente, un capricho de nuestros egos enganchándonos tercamente a seres humanos que ya no están o que percibimos conflictivamente o a circunstancias consumadas.

 

Solo nuestra aceptación de lo que fue nos puede liberar del sufrimiento y anclarnos en el presente.

 

Cuando nos hacemos uno con otros seres humanos o con las situaciones que vivimos, nos manifestamos en la sabiduría del amor.

 

Nos hacemos uno sin perder nuestra identidad ni nuestra autonomía, no fragmentándonos sino integrándonos, sin apegos, sin apropiaciones, afirmando nuestra libertad y no condicionándola a la vigilancia de quienes se pudieran considerar con una mentalidad distorsionada nuestros amos o nuestros dueños.

 

Aunque sólo sea por un momento, acogemos a esos seres humanos, o los eventos en que participamos, con una disposición cálida de aceptación y correspondencia.

 

En esa acción amorosa somos serios, sinceros, cordiales, respetuosos, protectores, confiables.

 

Nos comunicamos y honramos lo que otros representan para nosotros. Y nos honramos a nosotros mismos. Participamos con una mentalidad desinteresada y ecuánime.

 

Nuestras creencias pierden importancia porque predominan nuestros sentimientos de integración y de comprensión-compasión, intensos, vitales, espontáneos.

 

Nos movemos en un paisaje de lleno de luz y de colores fulgurantes, poblado por plantas fértiles, por árboles vigorosos con sus follajes densos  y sus frutos abundantes, por seres vivos expresando su magnificencia recíproca y prodigiosa. Todos los actos de amor son un presente en esa coreografía ejecutada.

 

Cuando no logramos hacernos uno con aquello que percibimos como externo a nosotros, solo establecemos relaciones fundamentadas en intereses, en sensaciones o placeres ocasionales que se repiten previsiblemente, en planes de vida, en intercambios afectivos o de acompañamiento mutuo, muchas veces desganado y competitivo, en carencias propias que esperamos sean suplidas por otros y que toleramos pasivamente con una mentalidad resignada de pobreza y desvalimiento. Otros gobiernan, o dirigen, o condicionan nuestras vidas –o nosotros nos condicionamos a lo que satisface o conforma a otros-, y entramos en la dimensión del control recíproco, lo que solo posible en la dimensión del ego, con sus axiomas predilectos y contradictorios “Busca pero no halles; acércate pero permanece lejos; intenta cambiar pero permanece en la rutina; busca la felicidad pero evita alcanzarla…”

 

Algo que distingue esas relaciones no amorosas es la alternatividad en los sentimientos de los implicados -altibajos de la alegría a la tristeza, de la conformidad a la pugna, de la risa a los gestos de desagrado, de la cordialidad a la hostilidad-, y el señalamiento de culpas -soy infeliz por lo que haces o por lo que no haces; no te preocupas por mí sino por tí: sólo estás conmigo cuando te conviene... y otra serie profusa de reclamos y quejas verbalizadas o actuadas 

 

Posiblemente el amor permanezca ausente en esos nexos -muy efímeros o extendidos precariamente a lo largo del tiempo-, y quizá algo llamado afecto, o cariño agradecido, o complacencia, o dependencia, o necesidad, mantenga a los relacionados en una cercanía obligada parecida a rutina o compromiso, donde la alegría y la satisfacción aparecen de cuando en cuando para dar la ilusión de integración y trascendencia, mientras la existencia va pasando…

 

Allí nos movemos en un paisaje gris y brumoso, de árboles secos solo avivados por el canto de pájaros solitarios que revolotean o se posan sobre sus ramas desnudas, y poblado por seres vivos lánguidos y taciturnos que ambulan desorientados. En ese espacio podemos inquirir para nuestro autoconocimiento: ¿Cómo son las relaciones que tenemos? ¿Qué sentimientos constantes nos inspiran? ¿Qué predomina en nuestras interacciones utilitarias -pasajeras o sostenidas a través de un largo tiempo-? ¿Qué aportamos a otros en las experiencias compartidas? ¿Son nuestra rutina obligada o nuestra libre asociación esas relaciones en que participamos?

 

Hugo Betancur (Colombia)

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