Obra de Banksy. Museo Banksy en Barcelona.
Parejas en conflicto:
¿En qué nos equivocamos?
Hugo Betancur
Si las relaciones afectivas entre dos personas son
establecidas sobre los atractivos de belleza de una o de otra, o sobre los
rasgos de personalidad, o sobre intereses, es posible que con el transcurso del
tiempo se conviertan en nexos frágiles e insostenibles.
Me refiero a las ‘relaciones especiales’ que
habitualmente llamamos ‘de pareja’, o de ‘enamorados’ o de cónyuges, donde uno
de los participantes –o ambos- han establecido su vínculo por cualidades físicas
o materiales, o por condiciones psicológicas que atribuyen al otro. Quizá la
persistencia de esas características previstas mantenga el enlace conformado
durante un lapso de tiempo, con el requisito de que se cumplan los planes
trazados.
Llega un momento en que esas relaciones están
agotadas, han sido consumidas, ya no pueden seguir como antes.
Como todos los eventos de la vida, son sólo
relaciones pasajeras. Las diferencias que antes pasaron desapercibidas aparecen
ahora como demasiado notorias y perturbadoras. Los miembros de la pareja han
llegado a la tormentosa circunstancia de la crisis. Esas relaciones dispares
tienen un exaltado período de inicio, un intervalo de esplendor aparente
y un momento en que ya han cumplido su propósito -y cada uno de los
participantes debe seguir su propio camino.
Ese momento de transición lo hemos llamado momento
de ruptura. Quizá asumimos que algo que estaba entero se rompe, o que algo que
parecía unido se desune.
Tendemos a sentirnos culpables o a culpar; aparecen
los reproches, las quejas, las dolidas expresiones de impotencia y desdicha, o
las justificaciones para respaldar nuestra decisión de separarnos.
Sin embargo, esas relaciones han atravesado el
período de tiempo que les corresponde. Ya no son vigentes.
Podemos enfocar nuestra atención en lamentarnos y
sentirnos víctimas de las circunstancias. O podemos abrirnos a un entendimiento
de las vivencias que compartimos: valorar lo que hayamos recibido, agradecer el
acompañamiento en ese trayecto recorrido y quitar los amarres o levantar las
anclas para poder seguir el viaje.
Porque ocurre frecuentemente que nos atamos a otros
seres humanos en algunas relaciones o los atamos a ellos a nuestras vidas.
Nuestras acciones representan de alguna manera una pérdida de autonomía y de
libertad: recordemos que tanto el carcelero como el prisionero tienen que
permanecer en el mismo lugar de encierro.
A veces, cercamos a las personas que se relacionan
con nosotros, les marcamos horarios o pautas a las que deben someterse, les
establecemos comportamientos ideales a los que deben acogerse. Parece que les
diéramos un decreto de obligatorio cumplimiento: “Quiero que seas y actúes así
como he decidido que te comportes”.
Lo que no es posible. ¿Cómo podemos ser lo que no
somos? ¿Fingiéndolo, sacrificándonos, anulando nuestras personalidades para
agradar a otros? Al cabo del tiempo nos sentimos violentos representando esa
farsa y de alguna manera nos rebelamos contra quien pretende cambiar nuestras
manifestaciones acomodándolas a los moldes particulares de sus preferencias.
Bajo esas condiciones, no nos es posible manifestar
un sentimiento que parezca amoroso sino todo lo contrario: reacciones
conflictivas y hostiles. Muchas personas interpretan el control sobre su pareja
como algo que les garantiza su fidelidad y sumisión. ¿Podemos tener
certeza de que alguien no cambie en un mundo siempre cambiante? ¿Podemos
tener la certeza de su perpetua compañía “hasta que la muerte nos separe”?
Otras personas seguirán a nuestro lado durante un
largo trecho del camino solo si se sienten a gusto junto a nosotros: cuando los
sentimientos de unidad son sólidos y no hacen falta las palabras ni las
exigencias de compromisos férreos; cuando fluimos como iguales o pares en una
relación mutua de confianza, valoración e integración.
Quienes nos aman sinceramente están cerca de
nosotros aunque se encuentren a un continente de distancia. No hacen falta las
promesas, ni los reclamos, ni los reportes regulares de nuestra ubicación o
nuestras actividades. No hacen falta tampoco los interrogatorios ni los celos -una vigilancia estricta y permanente basada en temores de que nuestra pareja elija otra u otras personas con el
propósito de establecer una relación afectiva que podría desplazarnos.
El amor, como una expresión de acercamiento y de
armonía tiene varias cualidades básicas que lo definen plenamente: respeto a
otro ser humano –o a otros- y a su autonomía y libertad, valoración
positiva, comprensión y entendimiento recíprocos, disposición de servicio desinteresado y
apoyo incondicional.
En la elección de cónyuge, muchas personas se guían
por las características negativas del padre o de la madre y escogen a alguien
similar creyendo erróneamente que ellas si podrán cambiar y dominar a su pareja
como sus padres no pudieron hacerlo. Claro, ellas son distintas y también es
distinta la relación que emprenden; sin embargo, se han trazado el objetivo de
demostrar que aquella forma de convivir de sus progenitores sí podía ser
modificada. Obviamente, fracasan en esta transferencia o superposición del
pasado hacia el momento que viven. Ninguno puede ser cambiado en su
personalidad si él mismo no ha decidido hacerlo y si no ha encontrado como
necesarias e imperativas otras actitudes y acciones. Cada uno cambia por sí
mismo cuando despierta a la consciencia de su vida y puede aprender, cuando
logra desprenderse de algo que ya no quiere y se apropia de algo que
considera adecuado.
Dos aspectos nos revelan que tan acertadas son
nuestras relaciones y acciones: la satisfacción o percepción de bienestar que
sentimos al vivirlas y la apreciación posterior de que no nos han causado daño
a nosotros ni a los demás.
En otras ocasiones, nuestra elección de pareja está
condicionada por la forma como nuestros padres interactuaron. Nos sentimos
marcados por nuestro pasado si alguno de ellos fue déspota, opresivo,
desconsiderado; o si alguno asumió papeles dramáticos de super protector, o de
guía dominador o de controlador aferrado a las normas y a las tradiciones; o si
alguno se sintió opacado por el otro y dedicó su vida a perfeccionar y
representar el papel de víctima llenándose de autocompasión y amargura.
Por el contrario, podemos sentirnos confiados y optimistas si
nuestros padres nos mostraban con el ejemplo una sociedad conyugal de respeto e
igualdad que proyectaba actitudes semejantes hacia su familia.
Podemos disponernos a la comprensión de las
limitaciones y errores de nuestros padres, parientes y allegados para lograr
liberar las cargas que nos echamos encima a partir de situaciones conflictivas
y violentas.
Todos elegimos según la opción que consideramos más
conveniente. Y podemos cometer errores. O podemos acertar –lo que
significa realizar la acción correcta, la que no nos cause daño a nosotros
mismos ni a otros.
Si cometemos errores, si afectamos negativamente o
destructivamente a otros, nos exponemos a su resentimiento, a su malestar y
rechazo, a sus intenciones o sentimientos de venganza y de odio en el peor de
los casos.
Si alcanzamos alguna consciencia sobre esto,
podemos reparar nuestros errores y los perjuicios causados a otros. Todo lo que
reparamos puede ser útil de nuevo, o al menos puede recuperar un estado de
normalidad gracias a nuestra intervención.
Si no alcanzamos esa conciencia, aquellas personas
afectadas deberán solucionar por si mismas las impresiones que dejaron en sus
mentes: de maltrato sintiéndose impotentes; de percibir engaño habiendo
confiado; de menosprecio y discriminación habiendo esperado reconocimiento y
valoración.
Para dejar de juzgar y condenar a otros podemos
entender que cada uno es lo que es y no lo que debería ser. Así como
ellos, en cada situación que enfrentamos tenemos unas condiciones particulares
de nuestra personalidad y unas condiciones externas. En cada vivencia, en cada
momento actuamos siguiendo un impulso propio, a veces buscando satisfacer
alguna expectativa o a veces siguiendo nuestros sistemas de creencias. Ocurre
igual con todos los seres humanos.
Un aforismo antiguo
enseña: "Debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes
pretendes juzgar para que puedas comprender las acciones de sus
vidas".
Crecemos considerando a nuestros padres bondadosos
o considerándolos crueles; sintiéndonos estimulados y apoyados por ellos o
sintiéndonos atropellados. Según los recuerdos y la apreciación que conservemos
tendremos un lazo de amor con ellos o un lazo de adversidad –también viéndolos
como adversarios más que como aliados o amigos.
Como resultado, las impresiones que hayamos grabado
en nuestras mentes determinarán si esa presencia de nuestros padres –aunque ya
se hayan ido- y sus actos, son una bendición para nosotros o si son una carga.
Nos es imposible modificar los actos del pasado. Ya
transcurrieron. Y el propósito de aprendizaje que traían asociado ya se
cumplió. Lo asumimos y resolvemos las contradicciones o nos resistimos a ello;
lo aceptamos o nos evadimos.
Si alcanzamos el privilegio y la lucidez de
comprender seguimos nuestro trayecto livianos, esperanzados, confiados. Si nos
sentimos víctimas, nos cargamos de dolor y frustración, nos confundimos con
nuestros propios juicios, ponemos raíces de infelicidad en nuestros corazones.
En todo momento tenemos la posibilidad de cambiar,
de aceptar que otros tienen grandes limitaciones como las tenemos nosotros, de
absolverlos de culpas y perdonar sus errores como esperamos que los demás lo
hagan con nosotros.
Podemos obrar así ahora, o dentro de unos días, o
dentro de unos años. Mientras mayor sea la demora en hacerlo mayor será la
carga de sufrimiento que tengamos que soportar. Tenemos la solución. Según
nuestro propósito y voluntad podremos aplicarla, si no, la tarea no realizada
queda pendiente.
Hugo Betancur (Colombia)
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