EL
PLACER QUE NO PERDURA
Hugo Betancur
El placer alcanzado siempre es insuficiente. Cada
uno de nosotros valoramos nuestras experiencias según la manera como las hemos
percibido, según el significado que le dimos o según las
expectativas que tuvimos. La conformidad o inconformidad que expresemos
dependerá de un resultado previsto.
El placer es una sensación y una percepción que
nuestras mentes interpretan según nuestra subjetividad. Cada uno de nosotros
aplicamos enfoques y archivos de memoria diferentes para evaluar nuestras
vivencias. Como observadores vemos lo que podemos ver y lo juzgamos desde
nuestras posiciones. No podemos ver más allá de lo que alcanza nuestra visión y
nuestra comprensión.
El placer y el sufrimiento son afines. Cuando
pretendemos conservar o mantener el placer encontramos la limitación para
experimentarlo como lo concebimos inicialmente, con el esplendor con que lo
imaginamos, con la emotividad exultante con que nos dispusimos a vivirlo. Es
entonces cuando el sufrimiento empieza a manifestarse en nuestras mentes,
porque los objetos de placer o los personajes a quienes dimos la función de
proveérnoslo aparecen brevemente en el panorama que podemos tener ante nosotros
para luego disiparse, como nuestras palabras de cada instante a pesar de
nuestra elocuencia, etéreos, insustanciales, escurridizos.
Las vivencias de placer atrapan nuestras mentes
mientras experimentamos las sensaciones pertinentes, para quedar solo como un
recuerdo después, cada vez que el movimiento de la vida nos impulsó
hacia otras acciones y relaciones. Esas vivencias ocurren súbitamente y se
hacen ineludibles para cada uno porque nos sentimos forzados a participar en su
realización: estamos inmersos en el juego de la vida y nos toca replicar a
nuestros semejantes para que las escenas tengan sentido y los actores hagamos
nuestras representaciones según nuestros atributos y nuestra versatilidad.
A veces desempeñamos nuestros papeles con una
teatralidad excesiva, tal vez memorable por el énfasis que ponemos; en otras
ocasiones somos actores precarios con un discurso plano e insuficiente. Podemos
quedar atrapados en la trampa del placer porque lo alcanzamos en alguna medida
o porque sólo sigue siendo un objetivo de nuestras mentes. Se nos convierte en
una obsesión, evidente o disimulada, que nos llena de avidez o de frustración.
Todo lo que puede proveernos de placer está sujeto
a los cambios contundentes de la vida. Todas las filosofías humanistas han
destacado la impermanencia como una ley de la existencia: la transformación del
observador y de lo observado en todo momento. Y el placer es demasiado volátil,
inconsistente, inestable. El placer que derivamos de nuestras relaciones con la
vida es algo así como el néctar que toman los colibríes picoteando velozmente
cada flor, sin saborearlo y llevándoselo consigo –tal vez puedan repetir una
acción parecida miles de veces y quizá sea el néctar lo que los atraiga; sin
embargo, el ritual es efímero y corresponde a la energía del momento y a los
recursos disponibles que cambian continuamente.
“Sólo nos pertenece o permanece con nosotros
aquello que no puede sernos arrebatado”. La experimentación exhaustiva de las
situaciones placenteras nos lleva al agotamiento o a la monotonía, al hastío o
al desdén, lo que significa sufrimiento para nosotros. También lo que consideramos
la pérdida del objeto de placer o de la posibilidad de repetir los eventos
placenteros nos produce sufrimiento: nos sentimos despojados de una pertenencia
que asumíamos como permanente y nos mostramos desdichados volviendo a la
condición de niños necesitados y dependientes.
En ocasiones, empeñados en obtener las experiencias
de placer quizá nos comportamos como los animales que persiguen a su presa sin
percatarse del cazador que los acecha desde su escondite con su arma preparada
(porque a veces las circunstancias de placer parecen algo así como una trampa
montada por quien corre tras el placer o por quien lo ofrece esperando una
retribución –y a veces me parece que la misma naturaleza de la vida ha
posibilitado la trampa del placer para lograr la perpetuación de la especie
humana valiéndose de los acercamientos y contactos sexuales que culminan en la
procreación.
Cuando entramos en conflicto, el placer –o, más
explícitamente, la ilusión del placer- es lo que consideramos haber perdido, lo
que se fue. El sufrimiento es lo que queda a cambio, lo que permanece como
rezago o consecuencia del placer que ya no está más.
En nuestras mentes, entramos en choque y olvidamos
agradecer las circunstancias y relaciones que nos han sido placenteras y
amables. Como contraste, nos embelesamos en nuestros lamentos y nuestras
crónicas tristonas y con eso le quitamos la calidez y el valor a las vivencias
positivas que nos animaron y nos motivaron.
El juego de la vida nos invita a participar
resueltamente apropiándonos de las situaciones y sintiéndonos parte de cada
secuencia de la trama en ejecución. Cada uno de nosotros puede decidir qué
impresión deja de su paso por esos ambientes donde recreamos los personajes que
nos son permitidos y las historias que nos permitirán progresar en los
aprendizajes de nuestro ser.
Hugo Betancur (Colombia)
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