PERMITAMOS
QUE TODO SUCEDA
Hugo
Betancur
Cuando alcanzamos
el entendimiento sobre las condiciones de lo que percibimos como real, nos
damos cuenta que los eventos suceden por una concordancia de causas y efectos -acciones
desencadenantes y consecuencias- lo que ha sido definido con el término
causalidad.
En tiempo
presente podemos abarcar los hechos como “lo que es” con sus condiciones y su conformación
eventuales que cada uno de nosotros interpretamos según las posibilidades de racionalización
y comprensión de nuestras mentes.
Si nuestra
actitud es “permitir que todo suceda”, posiblemente logremos contemplar y
percibir lo que ocurre con una mente estoica -aplacada y flexible ante los
acontecimientos.
Las
culturas y filosofías orientales nos instruyeron sobre la sensatez de fluir con
las situaciones y relaciones de nuestras vidas sin resistirnos, sin entrar en
conflicto, sin protagonizar dramas o tragedias personales de apego-posesión,
inculpación o victimización, sin aferrarnos a nuestras manifestaciones
psicológicas reactivas de ataque o defensa.
Se
propusieron enseñarnos sobre la violencia y negatividad que representan para
cada ser humano todos esos comportamientos egocéntricos basados en nuestros
planes particulares y en resultados que favorecieran nuestras expectativas o
que fueran convenientes a nuestros proyectos de éxito.
Nos
aleccionaron sobre nuestra aceptación de lo sucedido dándonos la imagen de
fluir como las aguas de los ríos o como el viento bordeando obstáculos y
avanzando hasta agotar su ímpetu. Nos exhortaron a que afrontáramos
confiadamente nuestros destinos deshaciendo pacientemente las relaciones y el
tiempo de nuestras existencias, sin quedarnos represados ni en situaciones ni
en guiones de sufrientes.
En la
cultura occidental nos advirtieron reiteradamente que “cada día trae su afán” y
que era insensato que nos desveláramos por las dificultades de ayer y las
conjeturas sobre un mañana inexplorable y evanescente.
Es justo y
pertinente que realicemos las acciones que nos corresponden para evitar que
muchos sucesos en que podemos intervenir se tornen destructivos contra nosotros
y los demás. Todo lo que hacemos se proyecta sobre el conjunto de la vida.
Nuestro
sufrimiento por lo que pasó o por lo que no pudo pasar es una disposición
inútil, es un error, es un estancamiento. Esa actitud tristona y patética nos
atrae incertidumbre, nos desgasta y consume nuestra energía. Es una carga
psicológica para quien asume el sufrimiento como su guion a interpretar y es
una carga para sus allegados.
Nuestro
sufrimiento no revive a los que cumplieron ya sus ciclos de existencias, no
deshace nuestras culpas ni nuestros desaciertos, no trae de nuevo a los que se
fueron abruptamente, no nos lleva de vuelta a las experiencias de complacencia
que ya pasaron. Nuestro sufrimiento es una obsesión demente, un capricho de
nuestros egos enganchándonos tercamente a seres humanos que ya no están o que
percibimos conflictivamente o a circunstancias consumadas.
Solo
nuestra aceptación de lo que fue nos puede liberar del sufrimiento y anclarnos
en el presente.
Cuando nos
hacemos uno con otros seres humanos o con las situaciones que vivimos, nos
manifestamos en la sabiduría del amor.
Nos hacemos
uno sin perder nuestra identidad ni nuestra autonomía, no fragmentándonos sino
integrándonos, sin apegos, sin apropiaciones, afirmando nuestra libertad y no
condicionándola a la vigilancia de quienes se pudieran considerar con una
mentalidad distorsionada nuestros amos o nuestros dueños.
Aunque sólo
sea por un momento, acogemos a esos seres humanos, o los eventos en que
participamos, con una disposición indulgente de aceptación y conciliación.
En esa
acción amorosa somos serios, sinceros, cordiales, respetuosos, protectores,
confiables.
Nos
comunicamos y honramos lo que otros representan para nosotros. Y nos honramos a
nosotros mismos. Participamos con una mentalidad desinteresada y ecuánime.
Nuestras
creencias pierden importancia porque predominan nuestros sentimientos de
integración y de comprensión-compasión, intensos, vitales, espontáneos.
Nos movemos
en un paisaje de lleno de luz y de colores fulgurantes, poblado por plantas
fértiles, por árboles vigorosos con sus follajes densos y sus frutos
abundantes, por seres vivos expresando su magnificencia recíproca y prodigiosa.
Todos los actos de amor son un presente en esa coreografía ejecutada.
Cuando no
logramos hacernos uno con aquello que percibimos como externo a nosotros, solo
establecemos relaciones fundamentadas en intereses, en sensaciones o placeres
ocasionales que se repiten previsiblemente, en planes de vida, en intercambios
afectivos o de acompañamiento mutuo, muchas veces desganado y competitivo, en
carencias propias que esperamos sean suplidas por otros y que toleramos
pasivamente con una mentalidad resignada de pobreza y desvalimiento. Otros
gobiernan, o dirigen, o condicionan nuestras vidas –o nosotros nos
condicionamos a lo que satisface o conforma a otros-, y entramos en la
dimensión del control recíproco, lo que es habitual en la dimensión del ego,
con sus axiomas predilectos y contradictorios “Busca, pero no halles; acércate,
pero permanece lejos; intenta cambiar pero permanece en la rutina; busca la
felicidad pero evita alcanzarla…”
Algo que
distingue esas relaciones no amorosas es la alternatividad en los sentimientos
de los implicados -altibajos de la alegría a la tristeza, de la conformidad a
la pugna, de la risa a los gestos de desagrado, de la cordialidad a la
hostilidad-, y el señalamiento de culpas –“soy infeliz por lo que haces o por
lo que no haces; no te preocupas por mí sino por ti; sólo me satisfaces cuando
te conviene...” y otra serie profusa de reclamos y quejas verbalizadas o
actuadas
Posiblemente
el amor permanezca ausente en esos nexos -muy efímeros o extendidos
precariamente a lo largo del tiempo-, y quizá algo llamado afecto, o cariño
agradecido, o complacencia, o dependencia, o necesidad, mantenga a los
relacionados en una cercanía obligada parecida a rutina o compromiso, donde la
alegría y la satisfacción aparecen de cuando en cuando para dar la ilusión de
integración y trascendencia, mientras la existencia va pasando…
Allí nos
movemos en un paisaje gris y brumoso, de árboles secos solo avivados por el
canto de pájaros solitarios que revolotean o se posan sobre sus ramas desnudas,
y poblado por seres vivos lánguidos y taciturnos que ambulan desorientados. En
ese espacio podemos inquirir para nuestro autoconocimiento: ¿Cómo son las
relaciones que tenemos? ¿Qué sentimientos y emociones constantes nos inspiran?
¿Qué predomina en nuestras interacciones utilitarias -pasajeras o sostenidas a
través de un largo tiempo? ¿Qué aportamos a otros en las experiencias
compartidas? ¿Son nuestra rutina obligada o nuestra libre asociación esas
relaciones en que participamos?
Hugo
Betancur (Colombia)
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