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jueves, 30 de octubre de 2025

Los conflictos son reacciones de nuestros egos.


Sin embargo, los conflictos son reacciones de nuestros egos: somos parte del problema creado.


Hugo Betancur

 

Cada vez que reaccionamos conflictivamente, percibimos que algo o alguien nos afectó. Nuestra reacción es subjetiva y corresponde a esta interpretación: “Algo que viene de afuera me está causando esto que siento”.

¿Quién o qué siente o experimenta esa emoción de afectación? ¿Quién o qué afecta? ¿Cómo somos afectados?

Cuando nuestras expectativas o planes son satisfechos, nos mostramos complacidos, exitosos y conformes –no aparece ninguna manifestación de conflictividad. Nuestras personalidades fluyen aparentemente armoniosas con los eventos o relaciones que nos han posibilitado la experiencia placentera.

Cuando nuestras expectativas o planes no son satisfechos, nos mostramos molestos, frustrados, inconformes –aparecen las manifestaciones de conflictividad: hostilidad, mal humor, tristeza o rabia, malestar. Nuestras personalidades entran en pugna con los eventos o relaciones que han propiciado la experiencia que consideramos negativa. Otros no han cumplido la función de agradarnos o de representar los papeles que les hemos asignado. En nuestras mentes, volvemos a ser niños que dependen de las acciones de otros para ser agradados y servidos y reaccionamos agresiva o rabiosamente contra quienes no nos proporcionan ese trato que ansiamos.

Obviamente, nos relacionamos como seres humanos con personas o situaciones que nos afectan en nuestras mentes o en nuestros cuerpos. Vivimos en  un mundo inequitativo donde participamos de los problemas no resueltos y de las cargas culturales heredadas de nuestros ancestros. Somos conmocionados por los fanatismos provenientes de las religiones, las culturas y los sistemas políticos. Recibimos un legado de creencias represadas, atiborrado de sentimientos de venganza, de odios, de discriminación racial y de nacionalismos divisionistas. La violencia de otros puede causarnos daños físicos o psicológicos; otros pueden afectar nuestras existencias y podemos considerar legítimas nuestras reacciones o protestas –nuestra economía, nuestros recursos materiales, nuestra supervivencia pueden ser afectados por las acciones de otros (personajes aislados o colectivos humanos, autoridades o instituciones).

En nuestras relaciones afectivas particulares se refleja todo ese cúmulo de influencias del entorno y del pasado. Muchas veces seguimos comportamientos de nuestros grupos sociales y familiares que son habituales y considerados como correctos aunque nos atraigan disociación y pugnas cuando interactuamos con nuestros allegados y nuestras parejas.

Al actuar guiados por nuestros egos ventajosos, o ambiciosos, o con una mentalidad infantil de ganancia y dependencia o condicionamiento respecto a otros, entramos fácilmente en terrenos de conflicto y agresividad. Nos declaramos conquistadores y amos de las mentes y cuerpos de otros o en adversarios porque no logramos conciliar con ellos y porque esperamos su sujeción y obediencia a nuestros proyectos y a la programación que les hemos asignado.

La libertad de otros que aceptamos es la libertad que establecemos en nuestras vidas, considerando que ellos sólo se ajustarán a nuestros planes si lo sienten como adecuado o como espontáneamente factible y que todos tenemos la opción de ejercer la autonomía como una responsabilidad y como un pilar del libre albedrío.

Y es lógico que entendamos que la paz y el equilibrio de nuestras mentes proviene de relaciones cordiales y constructivas, y que nuestro bienestar y nuestra tranquilidad reflejan lo que obtenemos en esa interacción. Y por contraste, igualmente podemos deducir que, si experimentamos estados de malestar y desasosiego, eso evidencia que nuestra relación con eventos y seres humanos no es gratificante y que los nexos transitorios parecen desiguales y ambiguos.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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UNAS REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA DE BUDDHA*


Podemos imaginar la existencia de Buda. Primero como el príncipe Siddharta Gautama, habitando en un palacio, bajo la protección de su padre. En la tercera década de su vida mostró una notable tendencia a apartarse de los mandatos tradicionales y a emprender su propio aprendizaje. Las historias relatan que salía furtivamente hacia las afueras de la ciudad acompañado por un cochero con el propósito de  enterarse cómo era la vida de los demás. En esas incursiones tuvo cuatro encuentros que lo conmovieron como espectador: al salir por la puerta oriental del palacio pudo observar a un anciano, decrepito y frágil; al salir por la puerta meridional vio a un enfermo grave; al salir por la puerta occidental vio un cadáver; al salir por la puerta septentrional vio a un religioso mendicante.

El príncipe Siddharta Gautama se dio cuenta que la vejez, la enfermedad y la muerte eran los símbolos más evidentes del sufrimiento humano, y que la inclinación religiosa representaba un emprendimiento particular de pesquisa sobre la vida y sobre sí mismo que cada uno podía asumir o dejar de lado según el estado de su consciencia.

Siddharta abandonó el palacio de su padre y se desligó de toda la parafernalia inherente a su condición de príncipe. Incursionó en lo que llamamos “la búsqueda de la verdad”, su inquisición esencial sobre cómo establecer la armonía y la paz como un ser humano autónomo.

 

Una vez alcanzado el estado de consciencia plena sobre sí y sobre la vida, el principe Siddharta fue llamado Buddha -"el Iluminado".

Desde esa condición de su mente, descubrió las “Cuatro Nobles Verdades”:

1.    La noble verdad de la manifestación  de “duhkha”** (el sufrimiento): la desilusión o sufrimiento representados en el nacimiento, la  vejez, la tristeza, los lamentos, el dolor, la pena y el desespero, la desesperanza, la asociación con lo que no amamos o la separación de lo que lo que amamos o decimos amar, no conseguir lo que deseamos.

2.    El origen de “duhkha” (el sufrimiento): el apego hacia aquello con lo que nos relacionamos y las pasiones que nos sacuden pretendiendo obtener placer a través  de  los sentidos: la obsesión   porque algo suceda o la obsesión porque algo no suceda.

3.    La noble verdad del cese de “duhkha” (el sufrimiento): atenuar y des-hacer el apego, la renuncia, el abandono y la liberación de su yugo, liberar ese apego y esas expectativas porque algo aparezca o porque algo no aparezca.

4.    La noble verdad de las acciones o comportamientos que nos permiten el cese de “duhkha” (el sufrimiento) por medio de la práctica del “Óctuple noble sendero”:

El Óctuple Sendero contemplaba realizar estos atributos:

    -Comprensión correcta

    -Pensamiento correcto

    -Palabra correcta

    -Acción correcta

    -Ocupación correcta

    -Esfuerzo correcto

    -Atención correcta

    -Concentración correcta

*En idioma sánscrito, el término buddha (बुद्ध) significa ‘despierto, iluminado, inteligente’.

**Duhkha. En lengua pāi, Dukkha, significa: Descontento. Desilusión. Insatisfacción. Sufrimiento. Incomodidad. Dolor. Intranquilidad. Imperfección. Malestar. Fricción. Pesar. Frustración. Irritación, Presión. Ir contra corriente. Agonía. Vacío. Tensión. Angustia existencial, "la carga o peso existencial inherente a la condición samsárica (humana)".

Dukha es un término de difícil traducción. No existe un término equivalente exacto en las lenguas europeas ya que Dukha tiene un significado muy amplio y abierto en el idioma original, que engloba diversos significados. Un ejemplo de Dukha dado por Buda es el estar con alguien que no te gusta y el no-estar con alguien que te gusta. Históricamente, la traducción más común en occidente ha sido sufrimiento, lo que ha generado una visión pesimista del Budismo. Sin embargo, descontento o insatisfactorio están más cerca al sentido de esta palabra en los textos originales.

https://es.wikipedia.org/wiki/Buda_Gautama

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domingo, 19 de octubre de 2025

Hasta que las des-ilusiones nos des-engañen.

                                                             Obra de Banksy. Museo Banksy en Barcelona.

Parejas en conflicto:

¿En qué nos equivocamos?

 

Hugo Betancur

 

 

Si las relaciones afectivas entre dos personas son establecidas sobre los atractivos de belleza de una o de otra, o sobre los rasgos de personalidad, o sobre intereses, es posible que con el transcurso del tiempo se conviertan en nexos frágiles e insostenibles.

 

Me refiero a las ‘relaciones especiales’ que habitualmente llamamos ‘de pareja’, o de ‘enamorados’ o de cónyuges, donde uno de los participantes –o ambos- han establecido su vínculo por cualidades físicas o materiales, o por condiciones psicológicas que atribuyen al otro. Quizá la persistencia de esas características previstas mantenga el enlace conformado durante un lapso de tiempo, con el requisito de que se cumplan los planes trazados.

 

Llega un momento en que esas relaciones están agotadas, han sido consumidas, ya no pueden seguir como antes.

 

Como todos los eventos de la vida, son sólo relaciones pasajeras. Las diferencias que antes pasaron desapercibidas aparecen ahora como demasiado notorias y perturbadoras. Los miembros de la pareja han llegado a la tormentosa circunstancia de la crisis. Esas relaciones dispares tienen un exaltado  período de inicio, un intervalo de esplendor aparente y un momento en que ya han cumplido su propósito -y cada uno de los participantes debe seguir su propio camino.

 

Ese momento de transición lo hemos llamado momento de ruptura. Quizá asumimos que algo que estaba entero se rompe, o que algo que parecía unido se desune.

 

Tendemos a sentirnos culpables o a culpar; aparecen los reproches, las quejas, las dolidas expresiones de impotencia y desdicha, o las justificaciones para respaldar nuestra decisión de separarnos.  

 

Sin embargo, esas relaciones han atravesado el período de tiempo que les corresponde. Ya no son vigentes.

 

Podemos enfocar nuestra atención en lamentarnos y sentirnos víctimas de las circunstancias. O podemos abrirnos a un entendimiento de las vivencias que compartimos: valorar lo que hayamos recibido, agradecer el acompañamiento en ese trayecto recorrido y quitar los amarres o levantar las anclas para poder seguir el viaje.

 

Porque ocurre frecuentemente que nos atamos a otros seres humanos en algunas relaciones o los atamos a ellos a nuestras vidas. Nuestras acciones representan de alguna manera una pérdida de autonomía y de libertad: recordemos que tanto el carcelero como el prisionero tienen que permanecer en el mismo lugar de encierro.

 

A veces, cercamos a las personas que se relacionan con nosotros, les marcamos horarios o pautas a las que deben someterse, les establecemos comportamientos ideales a los que deben acogerse. Parece que les diéramos un decreto de obligatorio cumplimiento: “Quiero que seas y actúes así como he decidido que te comportes”.

 

Lo que no es posible. ¿Cómo podemos ser lo que no somos? ¿Fingiéndolo, sacrificándonos, anulando nuestras personalidades para agradar a otros? Al cabo del tiempo nos sentimos violentos representando esa farsa y de alguna manera nos rebelamos contra quien pretende cambiar nuestras manifestaciones acomodándolas a los moldes particulares de sus preferencias.

 

Bajo esas condiciones, no nos es posible manifestar un sentimiento que parezca amoroso sino todo lo contrario: reacciones conflictivas y hostiles. Muchas personas interpretan el control sobre su pareja como algo que les garantiza su fidelidad y sumisión. ¿Podemos tener certeza de que alguien no cambie en un mundo siempre cambiante? ¿Podemos tener la certeza de su perpetua compañía “hasta que la muerte nos separe”?

 

Otras personas seguirán a nuestro lado durante un largo trecho del camino solo si se sienten a gusto junto a nosotros: cuando los sentimientos de unidad son sólidos y no hacen falta las palabras ni las exigencias de compromisos férreos; cuando fluimos como iguales o pares en una relación mutua de confianza, valoración e integración.

 

Quienes nos aman sinceramente están cerca de nosotros aunque se encuentren a un continente de distancia. No hacen falta las promesas, ni los reclamos, ni los reportes regulares de nuestra ubicación o nuestras actividades. No hacen falta tampoco los interrogatorios ni los celos -una vigilancia estricta y permanente basada en temores de que nuestra pareja elija otra u otras personas con el propósito de establecer una relación afectiva que podría desplazarnos.

 

El amor, como una expresión de acercamiento y de armonía tiene varias cualidades básicas que lo definen plenamente: respeto a otro ser humano –o a otros-  y a su autonomía y libertad, valoración positiva, comprensión y entendimiento recíprocos, disposición de servicio desinteresado y apoyo incondicional.

 

En la elección de cónyuge, muchas personas se guían por las características negativas del padre o de la madre y escogen a alguien similar creyendo erróneamente que ellas si podrán cambiar y dominar a su pareja como sus padres no pudieron hacerlo. Claro, ellas son distintas y también es distinta la relación que emprenden; sin embargo, se han trazado el objetivo de demostrar que aquella forma de convivir de sus progenitores sí podía ser modificada. Obviamente, fracasan en esta transferencia o superposición del pasado hacia el momento que viven. Ninguno puede ser cambiado en su personalidad si él mismo no ha decidido hacerlo y si no ha encontrado como necesarias e imperativas otras actitudes y acciones. Cada uno cambia por sí mismo cuando despierta a la consciencia de su vida y puede aprender, cuando logra desprenderse de algo que ya no quiere y  se apropia de algo que considera adecuado.

 

Dos aspectos nos revelan que tan acertadas son nuestras relaciones y acciones: la satisfacción o percepción de bienestar que sentimos al vivirlas y la apreciación posterior de que no nos han causado daño a nosotros ni a los demás.

 

En otras ocasiones, nuestra elección de pareja está condicionada por la forma como nuestros padres interactuaron. Nos sentimos marcados por nuestro pasado si alguno de ellos fue déspota, opresivo, desconsiderado; o si alguno asumió papeles dramáticos de super protector, o de guía dominador o de controlador aferrado a las normas y a las tradiciones; o si alguno se sintió opacado por el otro y dedicó su vida a perfeccionar y representar el papel de víctima llenándose de autocompasión y amargura.   Por el contrario, podemos sentirnos confiados y optimistas si nuestros padres nos mostraban con el ejemplo una sociedad conyugal de respeto e igualdad que proyectaba  actitudes semejantes hacia su familia.

 

Podemos disponernos a la comprensión de las limitaciones y errores de nuestros padres, parientes y allegados para lograr liberar las cargas que nos echamos encima a partir de situaciones conflictivas y violentas.

 

Todos elegimos según la opción que consideramos más conveniente. Y podemos cometer errores.  O podemos acertar –lo que significa realizar la acción correcta, la que no nos cause daño a nosotros mismos ni a otros.

 

Si cometemos errores, si afectamos negativamente o destructivamente a otros, nos exponemos a su resentimiento, a su malestar y rechazo, a sus intenciones o sentimientos de venganza y de odio en el peor de los casos.

 

Si alcanzamos alguna consciencia sobre esto, podemos reparar nuestros errores y los perjuicios causados a otros. Todo lo que reparamos puede ser útil de nuevo, o al menos puede recuperar un estado de normalidad gracias a nuestra intervención.

 

Si no alcanzamos esa conciencia, aquellas personas afectadas deberán solucionar por si mismas las impresiones que dejaron en sus mentes: de maltrato sintiéndose impotentes; de percibir engaño habiendo confiado; de menosprecio y discriminación habiendo esperado reconocimiento y valoración.

 

Para dejar de juzgar y condenar a otros podemos entender que cada uno es lo que es y no lo que debería ser. Así como ellos, en cada situación que enfrentamos tenemos unas condiciones particulares de nuestra personalidad y unas condiciones externas. En cada vivencia, en cada momento actuamos siguiendo un impulso propio, a veces buscando satisfacer alguna expectativa o a veces siguiendo nuestros sistemas de creencias. Ocurre igual con todos los seres humanos.

 

Un aforismo antiguo enseña: "Debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes pretendes juzgar para que puedas comprender las acciones de sus vidas".

 

Crecemos considerando a nuestros padres bondadosos o considerándolos crueles; sintiéndonos estimulados y apoyados por ellos o sintiéndonos atropellados. Según los recuerdos y la apreciación que conservemos tendremos un lazo de amor con ellos o un lazo de adversidad –también viéndolos como adversarios más que como aliados o amigos.

 

Como resultado, las impresiones que hayamos grabado en nuestras mentes determinarán si esa presencia de nuestros padres –aunque ya se hayan ido- y sus actos, son una bendición para nosotros o si son una carga.

 

Nos es imposible modificar los actos del pasado. Ya transcurrieron. Y el propósito de aprendizaje que traían asociado ya se cumplió. Lo asumimos y resolvemos las contradicciones o nos resistimos a ello; lo aceptamos o nos evadimos.

 

Si alcanzamos el privilegio y la lucidez de comprender seguimos nuestro trayecto livianos, esperanzados, confiados. Si nos sentimos víctimas, nos cargamos de dolor y frustración, nos confundimos con nuestros propios juicios, ponemos raíces de infelicidad en nuestros corazones.

 

En todo momento tenemos la posibilidad de cambiar, de aceptar que otros tienen grandes limitaciones como las tenemos nosotros, de absolverlos de culpas y perdonar sus errores como esperamos que los demás lo hagan con nosotros.

 

Podemos obrar así ahora, o dentro de unos días, o dentro de unos años. Mientras mayor sea la demora en hacerlo mayor será la carga de sufrimiento que tengamos que soportar. Tenemos la solución. Según nuestro propósito y voluntad podremos aplicarla, si no, la tarea no realizada queda pendiente.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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