Lo que llamamos ilusión es
todo aquello que no está presente. Decimos “Tengo la ilusión de conseguir, o de
alcanzar, o de realizar esto…” –y enunciamos la oración gramatical
que contiene nuestra idea o nuestro proyecto respecto a lo que esperamos
lograr.
Cuando expresamos nuestras
ilusiones, nombramos las cosas materiales que pretendemos adquirir, o las
relaciones que nos proponemos establecer, o los planes que hemos imaginado. Nos
referimos al pasado caducado: “Tuve esta ilusión…” -nombramos el objetivo de
nuestra fantasía y relatamos si pudimos obtenerlo o si nos desilusionamos-; o
nos referimos al futuro diciendo en tiempo presente: “Tengo esta ilusión…” -y destacamos
lo que debería suceder para nuestra complacencia.
Habitualmente nos
comportamos como seres humanos plantados en nuestra subjetividad y esperanzados
en que otros le den sentido a nuestras existencias. Por eso volcamos nuestra
ansiedad hacia afuera y hacia los demás. Les asignamos funciones y acciones que
no correspondemos o no estamos dispuestos a corresponder equitativamente. Si
los demás se ajustan a nuestros requisitos, manifestamos que los queremos y que
nos quieren, lo que es más un reconocimiento a su entrega y a nuestro provecho
que la consolidación de una relación amorosa fluida y recíprocamente generosa.
Esas ofrendas que nos hacen
otros al someterse a nuestras solicitudes se convierten en nuestras dosis
diarias de adicción: ellos nos proveen y nosotros somos sus consumidores; sin
ellos, y sin lo que nos dan, nuestras existencias parecen conflictivas y
depresivas –vamos a la deriva buscando nuestros complementos y nuestras
quimeras exclusivas, siempre oteando el horizonte lejano y siempre disociados
porque todo aquello que ansiamos obtener deberá sernos dado sin nuestra aptitud
sincera y responsable de reciprocidad.
Como niños grandes que no
hemos madurado ni asumido nuestros dones de autonomía y responsabilidad, nos
planteamos la ilusión de felicidad como algo proveniente de afuera, del vasto
mundo: nos desempeñamos en esos roles de necesitados y aprovechados en una
relación desigual y vulnerable a los desastres emocionales.
Entonces, en esa obsesiva
búsqueda de nuestra felicidad exclusiva, fijamos en quienes hemos elegido como
nuestros proveedores la tarea de darnos atenciones, cuidados, cosas materiales,
sumisión y obediencia a nuestros designios. Bajo esa programación nos convertimos
en acompañantes dispuestos al conflicto, a la frustración o a la depresión
cuando no obtenemos los trofeos que otros debían prodigarnos según nuestros
planes. Cuando avanzamos en la jornada, en algún momento vamos a
reaccionar como víctimas si los otros no halagan nuestros
requerimientos de adultos niños, improductivos, ansiosos y abruptamente
explosivos en nuestras emociones negativas cuando nuestros tutores nos
defraudan.
Eso que llamamos amor en
ese papel de criaturas de existencias deslucidas esperando sus luminosos
redentores es una suplantación.
A pesar de nuestra
dependencia en esas relaciones parasitarias y avasallantes, a pesar de nuestros
minuciosos y complicados libretos que elaboramos para los demás exclusivamente
–como en telenovelas de gran audiencia atiborradas de personajes
autocompadecidos y gimientes o llenos de orgullo y de reclamos, y que incitan
lágrimas y protestas solidarias y vehementes de sus espectadores al trasladarse
a sí mismos al drama que presencian-, esos nexos se van deshaciendo como espuma
de jabón en el agua que corre, porque les falta esa esencia de unión que el
amor sincero expande y fortalece.
La incertidumbre es otro
fenómeno que desdeñamos y que hace parte de los inevitables ritmos de la vida.
Todo lo que fijamos en nuestras relaciones como estático y previsible según
nuestras creencias y deseos es vulnerable a los cambios mientras el
tiempo discurre y las interacciones se van sucediendo: las apariencias son
reemplazadas por las evidencias y lo que llamamos realidad va tomando forma y
se va imponiendo sobre la rutina y sobre nuestras presunciones utilitaristas.
Cuando realizamos acciones
amorosas –cuando expresamos lo mejor de nosotros-, nos destacamos como seres
humanos ejemplares y poderosos. Cuando dejamos que nuestro egoísmo se desborde
actuamos solo como aventureros ávidos y rapiñeros pretendiendo conquistar
nuestros botines despojando a otros o fingiéndoles una disposición amorosa
inexistente y ambigua.
Nos perdemos la alegría de
las relaciones ecuánimes, constructivas, mutualistas, generosas, cuando
protagonizamos esos papeles de actores ensimismados y narcisistas: bajo ese
yugo, nos perdemos la belleza y la poesía de los sentimientos que brotan
espontáneamente cuando establecemos nuestras relaciones desde nuestra condición
de autonomía y libertad y reconociendo esos valores en los demás.
Al realizar el inventario
de cada existencia, seguramente la mayor satisfacción y plenitud serán el
resultado de lo sembrado, de lo prodigado a otros, de la ternura y el servicio
que pudimos dar a todos aquellos seres humanos que decíamos amar y considerar
importantes en nuestro accidentado itinerario.
Hugo Betancur (Colombia)
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