Parejas en conflicto:
¿en qué nos equivocamos?
Hugo Betancur
Si las
relaciones afectivas entre dos personas son establecidas sobre los atractivos
de belleza de una o de otra, o sobre los rasgos de personalidad, o sobre
intereses, es posible que con el transcurso del tiempo se conviertan en nexos
frágiles e insostenibles.
Me refiero
a las ‘relaciones especiales’ que habitualmente llamamos ‘de pareja’, o de
‘enamorados’ o de cónyuges, donde uno de los participantes –o ambos- han
establecido su vínculo por cualidades físicas o materiales, o por condiciones
psicológicas que atribuyen al otro. Quizá la persistencia de esas
características previstas mantenga el enlace conformado durante un lapso de
tiempo, con el requisito de que se cumplan los planes trazados.
Llega un
momento en que esas relaciones están agotadas, han sido consumidas, ya no
pueden seguir como antes.
Como
todos los eventos de la vida, son sólo relaciones pasajeras. Las diferencias
que antes pasaron desapercibidas aparecen ahora como demasiado notorias y
perturbadoras. Los miembros de la pareja han llegado a la tormentosa
circunstancia de la crisis. Esas relaciones dispares tienen un exaltado período
de inicio, un intervalo de esplendor aparente y un momento en que ya han
cumplido su propósito -y cada uno de los participantes debe seguir su propio
camino.
Ese momento
de transición lo hemos llamado momento de ruptura. Quizá asumimos que algo que
estaba entero se rompe, o que algo que parecía unido se desune.
Tendemos a
sentirnos culpables o a culpar; aparecen los reproches, las quejas, las dolidas
expresiones de impotencia y desdicha, o las justificaciones para respaldar
nuestra decisión de separarnos.
Sin
embargo, esas relaciones han atravesado el período de tiempo que les
corresponde. Ya no son vigentes.
Podemos
enfocar nuestra atención en lamentarnos y sentirnos víctimas de las
circunstancias. O podemos abrirnos a un entendimiento de las vivencias que
compartimos: valorar lo que hayamos recibido, agradecer el acompañamiento en
ese trayecto recorrido y quitar los amarres o levantar las anclas para poder
seguir el viaje.
Porque
ocurre frecuentemente que nos atamos a otros seres humanos en algunas
relaciones o los atamos a ellos a nuestras vidas. Nuestras acciones representan
de alguna manera una pérdida de autonomía y de libertad: recordemos que tanto
el carcelero como el preso tienen que permanecer en la prisión.
A veces,
cercamos a las personas que se relacionan con nosotros, les marcamos horarios o
pautas a las que deben someterse, les establecemos comportamientos ideales a
los que deben acogerse. Parece que les diéramos un decreto de obligatorio
cumplimiento: “Me gusta que seas así como espero que seas”.
Lo que no
es posible. ¿Cómo podemos ser lo que no somos? ¿Fingiéndolo, sacrificándonos,
anulando nuestras personalidades para agradar a otros? Al cabo del tiempo nos
sentimos violentos representando esa farsa y de alguna manera nos rebelamos
contra quien pretende cambiar nuestras manifestaciones acomodándolas a los
moldes particulares de sus preferencias.
Bajo esas
condiciones, no nos es posible manifestar un sentimiento que parezca amoroso
sino todo lo contrario: reacciones conflictivas y hostiles. Muchas personas
interpretan el control sobre su pareja como algo que les asegura su fidelidad y
aseguramiento. ¿Podemos tener seguridad de que alguien no cambie en un mundo
siempre cambiante? ¿Podemos tener la certeza de su perpetua compañía “hasta que
la muerte nos separe”?
Otras
personas seguirán a nuestro lado durante un largo trecho del camino solo si se
sienten a gusto junto a nosotros, cuando los sentimientos de unidad son sólidos
y no hacen falta las palabras ni las exigencias de compromisos férreos; cuando
fluimos como iguales o pares en una relación mutua de confianza, valoración e
integración.
Quienes nos
aman sinceramente están cerca de nosotros aunque se encuentren a un continente
de distancia. No hacen falta las promesas, ni los reclamos, ni los reportes
regulares de nuestra ubicación o nuestras actividades. No hacen falta tampoco
los celos –vigilancia estricta basada en temores de que nuestra pareja elija
otra u otras personas con el propósito de establecer una relación afectiva que
podría desplazarnos.
El amor, como
una expresión de acercamiento y de armonía tiene varias cualidades básicas que
lo definen plenamente: respeto a otro ser humano –o a otros- y a su
autonomía y libertad, valoración positiva, comprensión y entendimiento,
disposición de servicio desinteresado y apoyo incondicional.
En la
elección de cónyuge, muchas personas se guían por las características negativas
del padre o de la madre y escogen a alguien similar creyendo erróneamente que
ellas si podrán cambiar y dominar a su pareja como sus padres no pudieron
hacerlo. Claro, ellas son distintas y también es distinta la relación que
emprenden; sin embargo, se han trazado el objetivo de demostrar que aquella
forma de convivir de sus progenitores sí podía ser modificada. Obviamente,
fracasan en esta transferencia o superposición del pasado hacia el momento que
viven. Ninguno puede ser cambiado en su personalidad si él mismo no ha decidido
hacerlo y si no ha encontrado como imperativas otras actitudes y acciones. Cada
uno cambia por sí mismo cuando despierta a la consciencia de su vida y puede
aprender, cuando logra desprenderse de algo que ya no quiere y se apropia de
algo que considera adecuado.
Dos
aspectos nos revelan que tan acertadas son nuestras relaciones y acciones: la
satisfacción o percepción de bienestar que sentimos al vivirlas y la
apreciación posterior de que no nos han causado daño a nosotros ni a los demás.
En otras
ocasiones, nuestra elección de pareja está condicionada por la forma como
nuestros padres interactuaron. Nos sentimos marcados por nuestro pasado si
alguno de ellos fue déspota, opresivo, desconsiderado; o si alguno asumió
papeles dramáticos de superprotector, o de guía dominador o de controlador
aferrado a las normas y a las tradiciones; o si alguno se sintió opacado por el
otro y dedicó su vida a perfeccionar y representar el papel de víctima
llenándose de autocompasión y amargura. Por el contrario, podemos
sentirnos confiados y optimistas si nuestros padres nos mostraban con el
ejemplo una sociedad conyugal de respeto e igualdad que proyectaba
actitudes semejantes hacia su familia.
Podemos
disponernos a la comprensión de las limitaciones y errores de nuestros padres,
parientes y allegados para lograr liberar las cargas que nos echamos encima a
partir de situaciones conflictivas y violentas.
Todos
elegimos según la opción que consideramos más conveniente. Y podemos cometer
errores. O podemos acertar –lo que significa realizar la acción correcta,
la que no nos cause daño a nosotros mismos ni a otros.
Si
cometemos errores, si afectamos negativamente o destructivamente a otros, nos
exponemos a su resentimiento, a su malestar y rechazo, a sus intenciones o
sentimientos de venganza y de odio en el peor de los casos.
Si
alcanzamos alguna consciencia sobre esto, podemos reparar nuestros errores y
los perjuicios causados a otros. Todo lo que reparamos puede ser útil de nuevo,
o al menos puede recuperar un estado de normalidad gracias a nuestra
intervención.
Si no
alcanzamos esa conciencia, aquellas personas afectadas deberán solucionar por
si mismas las impresiones que dejaron en sus mentes: de maltrato sintiéndose
impotentes; de percibir engaño habiendo confiado; de menosprecio y
discriminación habiendo esperado reconocimiento y valoración.
Para dejar
de juzgar y condenar a otros podemos entender que cada uno es lo que es y no lo
que debería ser. Así como ellos, en cada situación que enfrentamos tenemos unas
condiciones particulares de nuestra personalidad y unas condiciones externas.
En cada vivencia, en cada momento actuamos siguiendo un impulso propio, a veces
buscando satisfacer alguna expectativa o a veces siguiendo nuestros sistemas de
creencias. Ocurre igual con todos los seres humanos.
Un aforismo
antiguo enseña: "Debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes
pretendes juzgar para que puedas comprender las acciones de sus vidas".
Crecemos
considerando a nuestros padres bondadosos o considerándolos crueles;
sintiéndonos estimulados y apoyados por ellos o sintiéndonos atropellados.
Según los recuerdos y la apreciación que conservemos tendremos un lazo de amor
con ellos o un lazo de adversidad –también viéndolos como adversarios más que
como aliados o amigos.
Como
resultado, las impresiones que hayamos grabado en nuestras mentes determinarán
si esa presencia de nuestros padres –aunque ya se hayan ido- y sus actos, son
una bendición para nosotros o si son una carga.
Nos es
imposible modificar los actos del pasado. Ya transcurrieron. Y el propósito de
aprendizaje que traían asociado ya se cumplió. Lo asumimos y resolvemos las
contradicciones o nos resistimos a ello; lo aceptamos o nos evadimos.
Si
alcanzamos el privilegio y la lucidez de comprender seguimos nuestro trayecto
livianos, esperanzados, confiados. Si nos sentimos víctimas, nos cargamos de
dolor y frustración, nos confundimos con nuestros propios juicios, ponemos
raíces de infelicidad en nuestros corazones.
En todo
momento tenemos la posibilidad de cambiar, de aceptar que otros tienen grandes
limitaciones como las tenemos nosotros, de absolverlos de las culpas que les
cargamos y desmarcar sus errores como esperamos que los demás lo hagan con
nosotros.
Podemos
obrar así ahora, o dentro de unos días, o dentro de unos años. Mientras mayor
sea la demora en hacerlo mayor será el tributo de sufrimiento que tengamos que
ofrendar. Tenemos la solución. Según nuestro propósito y voluntad podremos
aplicarla, si no, la tarea no realizada queda pendiente.
Hugo Betancur (Colombia)
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