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domingo, 23 de marzo de 2025

Como liberamos nuestros conflictos

                                                                  Colibrí metálico. Nantes. Foto de Diana Valderrama

TRANSIGIR, ATRAVESAR, PASAR…

Hugo Betancur

 

Todo lo que sucede o lo que presenciamos causa una impresión en nuestras mentes.

Somos afectados por los hechos y somos afectados por nuestra interpretación de los hechos. Muchos eventos suceden como esperamos o ansiamos que ocurran; otros tantos eventos no se ajustan a nuestros deseos y expectativas.

Transigir es una acción de la mente y significa movimiento a través de una situación, dejando ir y aceptando algo que pasó –algo que ya no está y solo la mente que lo ha mantenido estancado puede liberarlo.

Lo contrario es la intransigencia, la resistencia a dejar ir y a resolver. La mente intransigente padece su propio martirio y sufrimiento por causa de sus juicios que la agobian y la dejan pasmada: persiste en su pugna contra la realidad y languidece en su inercia.

Imaginemos que estamos afuera, en un ancho espacio de nuestro mundo, y que se desata una espesa tormenta con estruendosos truenos y rayos. Nos damos cuenta que es demasiado riesgoso permanecer allí y corremos a un refugio que nos proteja de la inclemencia de la naturaleza.

Propongo una metáfora para nuestros estados mentales de crisis: cuando entramos en conflicto en las relaciones con otros, reunirnos con ellos en ese intervalo de tiempo en que ruge la tormenta, es algo parecido a confrontarnos como adversarios afuera, en el espacio común. Como contendientes, no tenemos una actitud de resolución en ese momento en que sobran las acusaciones, las atribuciones de culpas y los reclamos -y a veces también los lamentos. Si nos replegamos prudentemente al interior de nuestras mentes, podemos observar ese caos transitorio de nuestras emociones y juicios motivados en nuestras acciones y las de los demás. Mientras hacemos esa auto observación paciente y atenta, permitimos que lo sucedido fluya y aplacamos progresivamente nuestros ímpetus: nuestras reflexiones alejan nuestra ofuscación.

No nos es posible aplicar en nuestras relaciones la mentalidad militarista que impone, controla y somete según el poder disponible, porque la esencia de las interacciones afectivas es la libertad y no el dominio sobre otros.

Estas mentes intransigentes deben  agotar sus fuerzas y su frustración para lograr activar una restauración de su equilibrio y su calma una vez que se dan cuenta de la esterilidad de su conflicto.

 

Hugo Betancur (Colombia) 

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[La palabra transigir ha sido definida gramaticalmente como un verbo transitivo. Deriva de la palabra latina transigĕre (atravesar, finalizar algo, concluir lo que hacíamos o experimentábamos)].

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Los ideales sobre otros

                                                                                                                      Foto por Diana Valderrama B.

LOS IDEALES SOBRE OTROS


[La felicidad que otros podrían traernos]


Hugo Betancur

 

Considero que los ideales sobre las acciones y atributos de otros seres humanos excepcionalmente se cumplen en el tiempo común de nuestras vidas. Posiblemente esas expectativas sobre cómo deberían comportarse los demás respecto a nosotros provenga de la mentalidad infantil ávida de requisitos de satisfacción y de cuidados especiales gratificantes aprovisionados por quienes nos rodean.


Nuestros ideales sobre otros seres humanos son un plan que trazamos: ellos deberán tener ciertas características psicológicas y físicas, y deberán estar dispuestos a darnos ese trato particular que esperamos; deberán prodigarnos atenciones que nos produzcan agrado; deberán ceñirse a nuestras formalidades.


Si otros no realizan nuestros estrictos ideales, entramos en conflicto, igual que los niños en sus tempranas vidas. Reaccionamos con hostilidad, violencia, animadversión. Los otros deberán doblegarse y reparar con acciones nuestra frustración –lo que significa que deberán negar su voluntad para seguir las órdenes que les damos.


No es posible que nuestros ideales sobre otras personas puedan ser realizados en una relación duradera: tal vez lo sean como procedimientos temporales de condescendencia para aplacarnos; sin embargo, persiste la trascendencia del libre albedrío de cada uno que finalmente prevalecerá, aunque se produzcan las rupturas, aunque la contraparte o la pareja sufra desilusiones o decepciones.


Los ideales son guiones elaborados por cada uno. Parecen adecuados como proyecto acordado si los relacionados se acogen a ellos y los representan alternadamente o los satisfacen mutuamente.


Sin embargo, la vida va cambiando y también los actores que a veces se aburren con sus roles. Sus interacciones aparentemente fluidas se pueden tornar rutinarias y empezar a languidecer como una planta que deja de recibir el agua y los nutrientes que le permiten crecer.


El titiritero mueve los hilos de sus muñecos para presentar sus funciones mientras sus ayudantes, ocultos, recitan las líneas escritas para entretener a los espectadores.


Podrá ser repetido el espectáculo cada vez que sea posible reunir un auditorio interesado. Cada función será parecida a las otras y los títeres o marionetas se moverán según lo decida su manejador: son sólo muñecos que no tienen vida propia, ni sentimientos, ni una memoria llena de datos.


Con los seres humanos no ocurre lo mismo porque nuestras personalidades son reactivas y porque nuestros sistemas de creencias y nuestras vivencias nos llevan a establecer condiciones y límites subjetivos.


Los controles que podemos ejercer sobre otros son inciertos e inestables y la sumisión eventual es también una restricción humana que podemos deshacer a medida que la vida transcurre.


    Podemos utilizar esta metáfora: debemos ocupar nuestro lado de la vía mientras avanzamos en nuestro recorrido para no invadir el espacio por donde otros cumplen su itinerario.


Los ideales rigurosos de todos los seres humanos se convierten en un motivo de confrontación y de pugna que nos lleva a disolver las relaciones y a sentirnos afectados y víctimas de quien no se ajustó a nuestras demandas –si respondemos con la mentalidad infantil egocéntrica e intransigente-, o que nos lleva a desarticular nuestros modelos mentales que asignan a los demás las tareas y los procedimientos que subjetivamente consideramos prioritarios para nuestra felicidad y éxito –si respondemos con la mentalidad adulta confluente y recíproca de recibir y retribuir y de responsabilizarnos de todas nuestras acciones y relaciones.


La vida tiene sus propias leyes, su juego de causas y efectos que propicia opciones o que las hace imposibles –si volvemos atrás en la historia humana, podemos darnos cuenta que los personajes más encumbrados y vanidosos no lograron superar esos límites impuestos por la vida en algún momento de sus desenfrenadas biografías y que fueron arrasados por el ímpetu de los acontecimientos, a pesar de su poder y a pesar de sus aparatos intimidatorios.


Cuando decidimos acogernos a los propósitos de paz y armonía con otros, necesariamente dejamos de juzgar y de exigir. Nos disponemos más bien a comprender su idiosincrasia y a realizar convenios con ellos. Dejamos de comportarnos como niños caprichosos e irascibles y nos relacionamos como adultos cooperadores y tolerantes.


Es posible que los ideales sobre las cosas materiales y sobre nuestros papeles sociales sí podamos realizarlos en alguna medida: allí aplicamos nuestra energía de vida y nuestra capacidad de aprender y de superar los escollos y quizá obtengamos la ayuda de otros para alcanzar esos objetivos.


Respecto a los ideales sobre otros, cada uno llega a  un momento en que recupera su autonomía y su libertad -si las había cedido para conveniencia de alguien. La esclavitud o la subordinación no son eventos eternos; como personajes particulares, como pueblos o culturas, llegamos  a un período de nuestras existencias en que decidimos liberarnos de nuestros yugos para experimentar con nuestro libre albedrío y propiciar los cambios pertinentes.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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viernes, 14 de marzo de 2025

Idiotas encumbrados, destructivos, famosos.


IDIOTAS ENCUMBRADOS, DESTRUCTIVOS, FAMOSOS. 

Hugo Betancur

Asumimos posiciones frente a la vida a medida que pasa el tiempo de nuestras fugaces existencias humanas.

Interactuamos con los demás en relaciones funcionales, según las condiciones que hemos elegido cuando tenemos libertad para hacerlo, o según las condiciones que nos han sido programadas e impuestas cuando estamos subordinados a lo que otros deciden que hagamos.

Representamos los papeles correspondientes a nuestras personalidades en evolución.

En algunos momentos de este drama mundano, parecemos autónomos y dominantes; en otros momentos actuamos como dependientes y súbditos de las determinaciones de otros.

En estos escenarios de la Tierra, algunos personajes han transgredido el equilibrio en las relaciones y se han dado a la tarea conflictiva y escabrosa de someter a los demás y de imponerse sobre sus vidas.

Han presumido que ellos debían ser servidos y acatados y han maquinado desde sus posiciones de poder para trazar acciones destructivas y tácticas de control contra sus contemporáneos.

Estos personajes tuvieron un rasgo común: desempeñaron roles de idiotas. La palabra idiota es un adjetivo que proviene del griego διώτης, idiōtēs, de διος, idios -significaba “lo privado, lo particular, lo personal”-. Con la misma raíz διος encontramos otros sustantivos como “idiosincrasia1 y también “idioma”2.

En latín, la palabra idiota (una persona normal y corriente) precedió al término del latín tardío que significa «persona sin educación» o «ignorante». Según la acepción antigua, idiota era quien se preocupaba solo de sí mismo, de sus intereses privados y particulares, desdeñando o no dándose cuenta sobre cómo afectaban sus acciones su entorno social y qué consecuencias le acarrearían sus comportamientos –qué retribución tendría que experimentar por sus actos.

Estos idiotas fungieron como actores encumbrados con la disposición y los recursos apropiados para ejercer intimidación, violencia, y destrucción contra individuos o colectividades. Se desempeñaron como conductores de ejércitos o de hordas conquistadoras, o como emperadores o reyes, o como villanos o dictadores, o como líderes de gobiernos e instituciones, o como criminales aislados. La mayoría de estos sujetos oscuros fueron aniquilados después como retaliación por sus actos disociadores y crueles -otros realizaron actos suicidas, un modo tan trágico como sus desaforadas biografías, para abandonar los escenarios; otros fueron consumidos por graves enfermedades derivadas de sus insanos hábitos mentales.

Probablemente estos personajes representaron sus roles tempranos como niños caprichosos y demandantes empeñados en obtener la obediencia de sus padres y allegados con sus rabietas, sus llantos ruidosos y su hostilidad condicionadora –tiranos precoces manipulando las emociones y sentimientos de sus progenitores para su exclusivo provecho y placer-. Posiblemente refinaron ese infantil ejercicio de la maquinación hasta llegar a ser adultos ególatras y fanáticos que veían a los demás como sus sirvientes o como lacayos utilizables y dóciles.

Desde la antigüedad, ejercieron sus tácticas de terror contra seres humanos en situación de indefensión,  desventaja o vulnerabilidad. Avasallaron y constriñeron a personas aisladas o grandes grupos de población y se sintieron omnipotentes desde sus posiciones de poder.

Se desempeñaron como potestades locales o como cabecillas de huestes invasoras que doblegaron a sus víctimas inermes con sevicia. Fueron causantes de genocidios, de muertes físicas y devastación, de torturas, intimidación y desplazamiento o exilio forzado.

Fueron temidos y recibieron el culto que les rindieron sus sirvientes y oprimidos a sus personalidades perturbadas y a sus reinos efímeros.

Como niños torpes que no pueden prever el daño que puede causarles el filo del cuchillo con que juegan, esos personajes abyectos creyeron que su mando y su prominencia serían eternos e invencibles.

El ímpetu arrollador de la existencia y la reacción equilibradora de los seres vivos que decidieron cambiar el curso de los acontecimientos los fueron abatiendo progresivamente.

Quedaron sus historias, magnificadas o insuficientes, para describir su trivial grandeza y sus fechorías.

(Alguno de estos especímenes acudió al fanatismo nacionalista y a la supuesta superioridad de un grupo racial para instigar una imaginaria e imposible conquista del mundo. Su eslogan hostigaba a sus conciudadanos a creer que su nación era “la más grande”, lo que fue sólo una frase más de todas sus arengas para arrastrar a sus paisanos hacia la más terrible campaña homicida mundial y luego hacia la  derrota más aleccionadora en el expediente de las guerras).

Sin embargo, parece que estos brutales personajes hubieran tenido la tarea de promover grandes transformaciones humanas sacudiendo las mentes y obligando a las colectividades a integrarse bajo ideales promotores de respeto, mutualismo y convivencia pacífica, pagando por ello con el costo de millones de vidas inmoladas.

Una vez pasada la furia de la tormenta, los sobrevivientes reconstruyen sus moradas y modifican sus acciones, sus relaciones y su comprensión de los fenómenos experimentados.

La vida promueve sus revoluciones y sus cambios imperativos a pesar de los caprichos de las mentes individualistas y superando siempre los obstáculos de los violentos y de los idiotas*.  La “justicia poética”3 termina por imponerse a medida que la historia avanza y los personajes siniestros con sus crónicas, verosímiles o expandidas por la posteridad, quedan retratados inevitablemente como villanos en la galería del pasado.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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*IDIOTA. adjetivo proveniente del griego διώτης, idiōtēs, de διος, idios -significaba “lo privado, lo particular, lo personal”-.

1 IDIOSINCRACIA. DRAE: “Rasgos, temperamento, carácter, etc., distintivos y propios de un individuo o de una colectividad”.

2 IDIOMA. DRAE: “Del lat. idiōma, y este del gr. δίωμα, propiedad privada. Lengua de un pueblo o nación, o común a varios”).

3JUSTICIA POETICA. Thomas Rymer ideó la expresión “poetic justice” en su ensayo “The tragedies of the last age considered” (1678), para sugerir cómo una obra literaria debería inspirar el comportamiento ético ejemplarizando el triunfo del bien sobre el mal. Sucede la "justicia poética" cuando un personaje malvado es abatido o castigado por sus fechorías.

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