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domingo, 7 de diciembre de 2025

Sanación y enfermedad

                                                        Fotografía por Elízabeth Betancur.

SANACIÓN DE LAS ENFERMEDADES

 

Hugo Betancur

 

 

Las enfermedades son procesos que se manifiestan en el cuerpo y que ocurren en una sucesión de tiempo. Las enfermedades representan estados de desequilibrio en nuestras relaciones de vida. 

Podemos preguntarnos ¿Cuándo empecé a sentir los síntomas de esta enfermedad? y ¿Qué estaba pasando en mi vida y en lo relacionado conmigo en ese tiempo?

En bastantes ocasiones, la mayoría de las lecciones y cambios que nos depara cada instante presente las dejamos pasar de largo, no las asimilamos ni las aprendemos porque estamos distraídos en pensamientos basados en nuestros arraigados sistemas de creencias -lo que fue establecido en el pasado- o en nuestros planes de vida subjetivos y en nuestras expectativas –“lo que será”.

Y nuestro poder está sólo en el presente, el ahora, que es donde nuestra atención puede captar la realidad transitoria. Aquí y ahora podemos fluir con los requisitos de aprendizaje y acción, precursores del panorama que conformamos en nuestras mentes, en una secuencia progresiva, para lo que será después la realización.

Muchas veces en el trabajo con mis pacientes me parece que su posesión más preciada es todo aquello que está cargado de negatividad, destructividad y abatimiento. Sus enfermedades han surgido de sus procesos de vida tormentosos y difíciles y de sus ambientes y relaciones hostiles o frustrantes para ellos. 

Cuando acumulamos temores, emociones sombrías y conflictos no resueltos, nuestros dramas y tragedias de autocompasión y desdicha se extienden en el tiempo y nos perdemos el espectáculo exuberante de la vida que nos muestra lo que hay que hacer y cambiar para salir de nuestro encierro y de nuestro pesimismo. Nos ponemos en riesgo de enfermedad porque nos sentimos atrapados por las circunstancias.

Siempre sabemos qué es lo que hay que cambiar: todo aquello que nos hace sentir infelices, inseguros, conflictivos o simplemente confundidos: aquello que nos lleva a trasmitir malestar a otros y a experimentar malestar.

Las verdades armoniosas que nos depara la Vida son aquellas que nos hacen sentirnos valiosos, útiles, llenos de energía y confiados en nuestras fuerzas y acciones.

Esa confianza, el optimismo y la esperanza son nuestros más firmes soportes en las transiciones en que la abundancia y el bienestar parecen esquivos. Entonces es prudente y sabio que reaprendamos nuestra paz. "Mi paz os dejo, mi paz os doy. No la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón. No tengáis miedo", nos enseñó el Maestro Jesús hace 20 siglos. [Juan, 14:2]

Nuestra paz interior es la disposición flexible y afable que nos permite contemplar las tormentas y los desastres sin sobresaltos.

La paz del mundo es la paz obtenida por intercambios o concesiones: "a cambio de ______ te doy un trato respetuoso", "a cambio de ______me dispongo a tener unas consideraciones de afecto o de tolerancia contigo" -es la paz negociada o condicionada o la relación de intercambios.

 Nuestros estados de violencia, de pugna y de resistencia propician el desequilibrio en nuestros cuerpos físicos. Todos podemos aprender a resolverlos a través de los cambios, si ese es nuestro propósito; o, por una vía contraria, podemos evadirnos dejando todo congelado, estático y represado a través de la oposición y de la negativa a cambiar –lo que podemos llamar las deudas pendientes.

Desde la posición intelectual o racional egoísta, la exigencia que hacemos a otros ante los conflictos es parcializada y demandante: "¡Cambia tú primero para ver qué puedo hacer yo como compensación!"

 

Desde la dimensión del corazón, en la actitud amorosa que no está dirigida a nuestro provecho ulterior, la decisión y las acciones que emprendemos son fluidas y proyectadas hacia nuestro bienestar y el bienestar de quienes nos rodean y a la relación solidaria y considerada con ellos.

Cuando nos mostramos reactivos y persistentes en los conflictos, es probable que estemos en lucha con otros, identificándolos en nuestras mentes como adversarios –en esas relaciones, compartimos la adversidad, atributo no amoroso.

 

Cómo desconformar y resolver las enfermedades

 

Debemos deshacer nuestras deudas poniéndolas al día: liberándonos de nuestros hábitos perjudiciales y destructivos; reparando por nuestra parte aquellas situaciones en que causamos daño a otros, con la intención de hacerlo o por ignorancia, y perdonando o liberando a los demás de las deudas que les impusimos –las culpas y condenas que les cargamos y los resentimientos, emociones de ira acumuladas y las obsesiones de venganza que nos cargamos nosotros. Estas acciones reconciliadoras nos permiten liberar la tensión física –asumimos una respiración más rítmica y tranquila, disponemos de menos adrenalina en circulación para que nuestro corazón palpite normalmente, de más serotonina en el sistema nervioso para que nuestros hábitos alimenticios y de sueño y vigilia se ajusten a los ritmos circadianos naturales, y nos acogemos a un flujo de información más eficiente entre el cerebro y el cuerpo, proveniente de una mente en paz.

Una vez que lanzamos un juicio negativo nos sentimos de alguna manera superiores a otros, o mejores que ellos, con capacidad de calificar sus acciones, lo cual ni es útil, ni es necesario, ni es adecuado, porque nuestros juicios siempre provienen de lo que somos y representamos, de la separación que elegimos respecto a los demás seres humanos.
  ¡Qué gran vanidad y que gran torpeza creer que los demás deben acomodarse a nuestros moldes de comportamiento y a nuestras exigencias! Eso es imposible porque ellos tienen su propia personalidad, sus propias tareas de vida y su libre albedrío o autonomía. Y muchas veces pueden comportarse tan estúpidamente como muchos de nosotros lo hicimos a lo largo de nuestras vidas en situaciones que a través del tiempo nos han dejado un ingrato recuerdo y algún amargo auto-reproche.

Muchas veces nos hemos quejado de los actos de otras personas a quienes decimos amar –nuestros allegados o nuestra pareja, y hemos lanzado conceptos negativos o de acusación y reproche demasiado duros. ¿Qué amor podremos tener hacia ellas si el solo hecho de juzgarlas con resentimiento indica que no las hemos aceptado con sus errores y limitaciones? ¿Cómo podemos reclamar el amor que no sabemos dar a través de nuestra comprensión y nuestra tolerancia?

En fin, podemos meditar, orar y disponernos a encontrar en nuestras mentes los eventos y relaciones que asumimos como tormentosas y dolorosas y que sembramos como raíces de amargura porque de estos crecieron y fructificaron a través del tiempo las enfermedades, los conflictos o las depresiones que padecemos. Es necesario que podamos entender nuestros propios procesos de resistencia y evasión para que logremos sanarnos y trasmitir nuestro bienestar a otros.

Muchos médicos no nos pueden decir esto porque no lo saben -quizá ni intuyen que sea posible-; probablemente están en las etapas tempranas y precarias de la medicina en que tienden a creer, por su formación o por su intelecto restringido, que el cuerpo se enferma por sí mismo y que hay que tratarlo con cosas tan materiales como lo que representa en su estructura orgánica y física.

Las enfermedades son un grito de pedido de amor o una manifestación de culpa y de temor que hacemos, como si quisiéramos mostrar con ellas al mundo cómo "nos ha dejado" o qué “nos hizo” algo que sucedió o alguien con quien interactuamos. Estas enfermedades se originan de procesos disociadores y turbulentos de nuestras mentes. 

Las enfermedades agudas y crónicas son causadas por las angustias, temores, resistencias y cargas que hemos asumido.

Como médico he podido apreciar dolorosas percepciones, juicios y expectativas frustradas -cercanas o lejanas- que tienen mis pacientes más enfermos y que conservan como si fueran sus más valiosas pertenencias.

Por eso es esencial nuestra comprensión de las situaciones vividas y el ejercicio regular de la meditación en oración -la oración que nace del corazón, no la que hace parte de los rituales ni de los procesos de nuestra memoria mecánica.

 


En esa meditación -reflexión en silencio con un propósito de autoconocimiento y entendimiento- podemos vislumbrar que nadie hace nada contra nosotros, que no somos víctimas de nada ni de nadie, porque todos actuamos con una gran ignorancia al relacionarnos con otros -hijos, padres, cónyuges, hermanos, amigos, vecinos, compañeros de trabajo- o que procedemos a comportarnos impulsiva o impetuosamente, o que actuamos siguiendo intereses, deseos o expectativas y al hacerlo podemos afectar adversamente otras vidas. Sin embargo, la intención original de la acción no es dañar a otros sino obtener algo para nosotros. Obviamente, si actuamos sin amor, nuestros actos están contaminados por nuestros egos y vamos a ir en pos de nuestra comodidad y ventaja, y no con la intención de acercarnos a los demás ni de proyectar nuestra disposición de unidad hacia ellos. 

Podemos inventariar nuestras viejas heridas psicológicas mientras enfocamos la atención de nuestras mentes en descubrir su fuente -cada uno de nosotros se sintió herido por algo o alguien, o al menos lo interpretamos así; enseguida elegimos elaborar recuerdos negativos y los asociamos con esas vivencias, dotándolos además de  resentimiento,  reproches y rencores,  rabia y odio, frustración e ideas de venganza-. 

Todas la heridas que urdimos, y las que los otros urdieron, fueron una interpretación personalizada que hicimos de los sucesos en que participamos -acostumbramos a decir: "me siento herido/a" o "me siento menospreciado/a" o "me siento atropellado/a" o "me siento utilizado, manipulado", etc.

Esas "heridas" fueron el resultado de nuestras valoraciones o juicios (que provienen de nuestros sistemas de creencias y de nuestras tradiciones sociales o familiares) o de nuestras percepciones acerca de algo o alguien.

Y al juzgar caímos en nuestra propia trampa: decidimos que alguien era culpable y debía ser castigado o condenado, o simplemente odiado y rechazado; y que al mismo tiempo alguien era inocente –nosotros- y debía ser vengado, o resarcido. Nos sentimos víctimas y empezamos a sustentar y a mantener ese guion de dolientes.

Y claro, al ponernos en esa posición, decidimos que otros son responsables de lo que nos pasa y que no nos corresponde cambiar. Como víctimas, nuestro papel es representar el sufrimiento y la amargura, no la vitalidad emprendedora que resuelve nuestras dificultades particulares y nos permite afianzar nuestra fortaleza.

Resulta que ninguno es culpable por la simple razón de que en el momento de obrar está guiado por las condiciones de su propia personalidad y por las condiciones del momento. Al actuar "siente o piensa" que debe hacer lo que hace. Y su decisión es algo así como un impulso inevitable, la única elección coherente con su libre albedrío y sus circunstancias. 

Muchas acciones de nuestras vidas o de las de otros tendemos a juzgarlas muy duramente después de ocurridas, cuando recogemos todos los elementos en nuestras mentes y consideramos que no fue adecuado ni correcto lo que hicimos o lo que otros hicieron. 

Claro, juzgar a posteriori es muy fácil, pues ya podemos ver desde lejos lo ocurrido –el paisaje se ve mejor desde la distancia. Sin embargo, siempre nuestros juicios están limitados por lo que somos o contaminados por las actitudes negativas y destructivas que adoptamos contra otros -y muchas veces contra nosotros mismos. Un aforismo antiguo enseña: "debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes pretendes juzgar para poder comprender las acciones de sus vidas".

Ya no es posible cambiar las situaciones del pasado, ya las vivimos. 

Ahora con sabiduría podemos comprender y liberar las cargas que asumimos.

No nos corresponde juzgar situaciones ni acciones personales. Juzgar y amar son dos manifestaciones que no van de la mano. Si decidimos juzgar excluimos la actitud amorosa; si decidimos amar nos negamos a juzgar: el que ama no juzga porque es guiado por la sabiduría de sus sentimientos.

 

Las dos características constantes del amor son: 

1. El amor no es egoísta.

2. El amor es acogedor -nos salimos de nosotros mismos para prodigarnos hacia otros, para dar-. 

Los médicos tendemos a diagnosticar enfermedades a diestra y siniestra. Podemos tratar a nuestros pacientes, pero no podemos curar sus enfermedades porque ese privilegio y responsabilidad les corresponde a ellos –con cambios en su mentalidad y cambios en su modo de vida-. Las enfermedades parten de la mente hacia el cuerpo. El cuerpo solo no se enferma porque carece de voluntad por sí mismo, es sólo un instrumento de la mente que lo dirige. Cada paciente puede descubrir la distorsión, o carga, o conflicto, que originó su enfermedad y reparar el error o la consideración no amorosa que dio inicio a la enfermedad.

Toda curación viene de la unidad de nuestro ser con los demás y con nuestros escenarios de relación, a través de actos que restablecen la paz propia y el equilibrio afectado: cambios en nuestras acciones y hábitos del cuerpo y cambios en los procesos de la mente -la comprensión, el perdón, la reconciliación, la sabiduría de aceptar nuestra vulnerabilidad y la de los demás.

En esa paz que creamos así, podemos volver a estar sanos. Los medicamentos y procedimientos de la medicina y de los médicos son sólo "magia" transitoria que “algo alivia”. Nos corresponde como enfermos reparar nuestras relaciones y las situaciones de choque o de separación que permitieron la manifestación de cualquier enfermedad -porque si no lo hacemos persisten y se agravan los síntomas y el malestar para avisarnos que no hemos tratado la causa real y profunda de nuestro padecimiento. 

Merecemos "estar bien". Debemos valorar todas nuestras acciones y relaciones para encontrar nuestras recompensas de vida y de bienestar. 

Y debemos liberar, dejar atrás, dejar de nutrir todo aquello que nos amarra a eventos y personas con quienes compartimos un espacio de vida en el pasado, debemos absolver de culpas a quienes no se acomodaron a nuestros ideales, planes, proyectos o esperanzas tal como los concebimos. 

Podemos asumir nuestro poder, nuestra autonomía, nuestra fortaleza y decidir liberarnos de los diagnósticos enajenantes y de la dependencia respecto a los médicos y a los fármacos –sustancias que producen también efectos adversos en los organismos humanos.

Nadie más puede dirigir cada vida mejor que uno mismo. Es a cada uno de nosotros a quien le corresponde valorarse a sí mismo y amar las tareas y retos de su vida. Nadie más puede remplazarnos en esa responsabilidad.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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El amor que viene de afuera



EL AMOR QUE VIENE DE AFUERA

 

Hugo Betancur

 

Lo que llamamos ilusión es todo aquello que no está presente. Decimos “Tengo la ilusión de conseguir, o de alcanzar, o de realizar esto…”  –y enunciamos la oración gramatical que contiene nuestra idea o nuestro proyecto respecto a lo que esperamos lograr.

Cuando expresamos nuestras ilusiones, nombramos las cosas materiales que pretendemos adquirir, o las relaciones que nos proponemos establecer, o los planes que hemos imaginado. Nos referimos al pasado caducado: “Tuve esta ilusión…” -nombramos el objetivo de nuestra fantasía y relatamos si pudimos obtenerlo o si nos desilusionamos-; o nos referimos al futuro diciendo en tiempo presente: “Tengo esta ilusión…” -y destacamos lo  que debería suceder para nuestra complacencia.

Habitualmente nos comportamos como seres humanos plantados en nuestra subjetividad y esperanzados en que otros le den sentido a nuestras existencias. Por eso volcamos nuestra ansiedad hacia afuera y hacia los demás. Les asignamos funciones y acciones que no correspondemos o no estamos dispuestos a corresponder equitativamente. Si los demás se ajustan a nuestros requisitos, manifestamos que los queremos y que nos quieren, lo que es más un reconocimiento a su entrega y a nuestro provecho que la consolidación de una relación amorosa fluida y recíprocamente generosa.

Esas ofrendas que nos hacen otros al someterse a nuestras solicitudes se convierten en nuestras dosis diarias de adicción: ellos nos proveen y nosotros somos sus consumidores; sin ellos, y sin lo que nos dan, nuestras existencias parecen conflictivas y depresivas –vamos a la deriva buscando nuestros complementos y nuestras quimeras exclusivas, siempre oteando el horizonte lejano y siempre disociados porque todo aquello que ansiamos obtener deberá sernos dado sin nuestra aptitud sincera y responsable de reciprocidad.

Como niños grandes que no hemos madurado ni asumido nuestros dones de autonomía y responsabilidad, nos planteamos la ilusión de felicidad como algo proveniente de afuera, del vasto mundo: nos desempeñamos en esos roles de necesitados y aprovechados en una relación desigual y vulnerable a los desastres emocionales.

Entonces, en esa obsesiva búsqueda de nuestra felicidad exclusiva, fijamos en quienes hemos elegido como nuestros proveedores la tarea de darnos atenciones, cuidados, cosas materiales, sumisión y obediencia a nuestros designios. Bajo esa programación nos convertimos en acompañantes dispuestos al conflicto, a la frustración o a la depresión cuando no obtenemos los trofeos que otros debían prodigarnos según nuestros planes. Cuando avanzamos en la jornada, en algún momento vamos a reaccionar como víctimas si los otros no halagan nuestros requerimientos de adultos niños, improductivos, ansiosos y abruptamente explosivos en nuestras emociones negativas cuando nuestros tutores nos defraudan.

Eso que llamamos amor en ese papel de criaturas de existencias deslucidas esperando sus luminosos redentores es una suplantación.

A pesar de nuestra dependencia en esas relaciones parasitarias y avasallantes, a pesar de nuestros minuciosos y complicados libretos que elaboramos para los demás exclusivamente –como en telenovelas de gran audiencia atiborradas de personajes autocompadecidos y gimientes o llenos de orgullo y de reclamos, y que incitan lágrimas y protestas solidarias y vehementes de sus espectadores al trasladarse a sí mismos al drama que presencian-, esos nexos se van deshaciendo como espuma de jabón en el agua que corre, porque les falta esa esencia de unión que el amor sincero expande y fortalece.

La incertidumbre es otro fenómeno que desdeñamos y que hace parte de los inevitables ritmos de la vida. Todo lo que fijamos en nuestras relaciones como estático y previsible según nuestras creencias y deseos es vulnerable a los cambios mientras el tiempo discurre y las interacciones se van sucediendo: las apariencias son reemplazadas por las evidencias y lo que llamamos realidad va tomando forma y se va imponiendo sobre la rutina y sobre nuestras presunciones utilitaristas.

Cuando realizamos acciones amorosas –cuando expresamos lo mejor de nosotros-, nos destacamos como seres humanos ejemplares y poderosos. Cuando dejamos que nuestro egoísmo se desborde actuamos solo como aventureros ávidos y rapiñeros pretendiendo conquistar nuestros botines despojando a otros o fingiéndoles una disposición amorosa inexistente y ambigua.

Nos perdemos la alegría de las relaciones ecuánimes, constructivas, mutualistas, generosas, cuando protagonizamos esos papeles de actores ensimismados y narcisistas: bajo ese yugo, nos perdemos la belleza y la poesía de los sentimientos que brotan espontáneamente cuando establecemos nuestras relaciones desde nuestra condición de autonomía y libertad y reconociendo esos valores en los demás.

Al realizar el inventario de cada existencia, seguramente la mayor satisfacción y plenitud serán el resultado de lo sembrado, de lo prodigado a otros, de la ternura y el servicio que pudimos dar a todos aquellos seres humanos que decíamos amar y considerar importantes en nuestro accidentado itinerario.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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sábado, 6 de diciembre de 2025

Como reconocer la sociopatología "Mente estúpida"

¿SABES RECONOCER A UN ESTÚPIDO?

 

La Teoría de la Estupidez de Bonhoeffer.

Podemos considerar las "Mentes estúpidas" como mentes robóticas, actuando bajo una programación lineal rígida, incapaces de cambiar porque no asumen aprendizajes y porque carecen de empatía con otros.

Un arquetipo de esta psicopatología-sociopatología: el tirano gobernante de la Federación Rusa actual, émulo del depredador austroalemán llamado "führer und reichskanzler" en su tiempo de barbarie y horror.


 

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Ritmos de la vida: acciones y pautas de interacción.


                                                                    Wadi_Musa,Gobernación_de_Ma'an,Jordania-PETRA-Fotografía por Diana Valderrama

RITMOS DE LA VIDA

Hugo Betancur

 

Los ritmos de la vida y la vida misma son manifestaciones convergentes de lo existente, ocurren simultáneamente.

La vida y sus ritmos son eventos relacionados: una y otros son sucesos progresivos, son secuencias de acciones y conformaciones.

La naturaleza y los seres vivos expresamos en todo momento atributos y condiciones que propician nuestros ritmos, rápidos o lentos, sutiles o estruendosos, apagados o imponentes.

Las causas producen efectos y los efectos producen otras causas porque todo es movimiento. Aunque los observadores solo fijemos nuestras miradas en la aparente inercia exterior, el movimiento interno prosigue.

Los ritmos parecen suceder como cascadas de eventos diferentes que hemos llamado acciones y retribuciones, contracción y expansión, causas y efectos, estímulos y respuestas, anterior y posterior, crecimiento y decrecimiento, acciones y reacciones, claridad y oscuridad. 

Si nos acogemos a los ritmos de la vida, podemos ajustarnos a la transitoriedad de las circunstancias y las relaciones; podemos seguir sus acordes y cumplir sus requisitos –ningún apego, ninguna resistencia, acogernos a sus ciclos y cambios. 

Los ritmos de la vida nos anuncian cuándo nuestras relaciones entran en crisis; cuándo las dificultades acumuladas y no resueltas nos ponen en pugna con aquellas personas que nos han acompañado; cuándo todo aquello que consideramos –o que otros consideran- como negatividades intolerables se ha convertido en una barrera de separación. Nos dan indicios, o nos muestran panoramas, muy completos sobre la actualidad de lo que llamamos nuestras relaciones afectivas o de pareja, y nos revelan cuándo llegamos al más alarmante estado de divergencia y de disociación y cuándo los participantes mostramos nuestra mayor indiferencia, o hastío, o agotamiento, o rechazo. 

Esos ritmos nos advierten también cuan lejanos estamos de los miembros de nuestra familia y de nuestros amigos –o cuan lejanos están ellos de nosotros-. Nos ponen enfrente como extraños que no reconocemos los nexos de construcción, mutualismo e integración, ni unos propósitos de progreso y fortaleza compartida para las etapas de éxito y para las de aflicción, para las de abundancia y de carencia (donde los roles son alternados: alguien asiste y alguien es asistido, alguien provee y alguien recibe, alguien se muestra confundido y alguien lo acoge y lo guía). O nos ponen enfrente como reconocidos amigos y parientes que valoramos mutuamente nuestra presencia en el cordial encuentro temporal en que coincidimos y en que nos acogemos regocijados y hospitalarios.

Los ritmos de sus vidas –y de nuestras vidas-, nos muestran perentoriamente que muchas personas han cambiado y que lo que son en el presente no corresponde ya a las imágenes que tenemos de ellas. Y nos muestran las respuestas y las soluciones que requerimos sobre nuestros procesos particulares, que hemos dejado pasar de largo porque estamos desatentos, o distraídos, o indiferentes, o simplemente conformes y resignados con los esquemas que aplicamos a nuestra existencia. 

Los ritmos de la vida nos colocan insatisfechos y retadores frente a situaciones y relaciones en que no vemos progreso ni compensaciones motivadoras y en las que nos sentimos menospreciados o excluidos.  

Psicológicamente, no es adecuado que nos quedemos estancados o rezagados, rechazando lo que sucede o resintiéndonos contra ello. Como actores, estamos involucrados en las situaciones y debemos representar nuestros papeles dinámicamente; como espectadores, podemos observar atentamente todo lo que pasa en el escenario con un propósito de entendimiento. Con sus fenómenos variables de prodigalidad y escasez, de expansión y contracción, la vida nos empuja constantemente hacia los cambios. 

Estamos envueltos en la trama de la vida: en sus escenarios improvisamos nuestras relaciones y acciones y ensamblamos nuestros personajes con agregados de tradiciones, creencias, cultura y experiencias.

La naturaleza, y todos los seres que habitamos sus espacios ejecutamos los ritmos de la vida. 

Esos ritmos son pautas de acción, fenómenos que guían, o propician, o inducen, otros fenómenos, y que proceden de antecedentes conformadores.

Quienes realizan un baile mientras escuchan una pieza musical, siguen la cadencia establecida acomodando sus movimientos a los sonidos cambiantes. Saben que deben “seguir el ritmo” o “adaptarse al ritmo”, tan armoniosamente como les sea posible. Otros produjeron previamente la melodía que ellos ejecutan. 

Los ritmos de la vida   son acciones y fuerzas desplegadas para producir cambios. Esos ritmos son información activa que fluye a través de los seres vivos y del entorno natural en sus procesos y relaciones.

Los ritmos y los eventos, comportamientos o acciones tienen un momento* de representación coincidente (el presente de las causas y los efectos).  Ese momento* es un movimiento fugaz en el tiempo y el espacio, es un movimiento incesante, que no puede ser congelado porque ya fue desatado su ímpetu. 

Los ritmos de la vida pulsan como evidencias que nos parecen contrastantes a quienes observamos lo que va sucediendo.

Como la vida, esos ritmos son cambiantes. Como cada pieza musical tiene sus ritmos, así las circunstancias y elementos de la vida tienen los suyos. 

Si como seres humanos nos acogemos a los ritmos del ahora, fluimos a corriente con el curso de la vida.

Llamamos acciones pertinentes a nuestras acciones más coherentes con las situaciones y relaciones que atravesamos. Hay momentos óptimos para sembrar las semillas, para que las plantas puedan crecer vigorosas y sanas, para producir y madurar los frutos, para recoger las cosechas. Son los ritmos de vida de las plantas y de la vida en resonancia. 

Influimos en los ritmos de la vida y los ritmos de la vida influyen en nosotros. Algunos ritmos son avasalladores y nos subyugan con la energía desplegada; otros ritmos se ajustan a nuestras cadencias momentáneas.

Según nuestras actitudes y comportamientos, algunos ritmos se tornan recurrentes: condiciones y acciones semejantes a las que precipitaron eventos conflictivos, vuelven a producir un efecto parecido si se repiten. Por eso los ritmos de la vida son señales que nos indican qué transformaciones y modificaciones son apremiantes para restablecer nuestro equilibrio y nuestra paz. 

Cuando están presentes los miembros de la familia que han sido convocados, es el momento de tomar la fotografía para nuestro álbum de recuerdos. La reunión familiar dispone el ritmo justo para ese registro gráfico de la celebración. No antes, no después: en el justo momento del encuentro. 

Ubicamos los ritmos de la vida en una línea simbólica de tiempo y en unos espacios de ocurrencia, que son referencias para describirlos. 

Muchas veces, representando nuestros dramas y nuestros intereses, nos quedamos atascados en situaciones amargas que consumen nuestra energía y nos mostramos desvalidos y recelosos. La vida nos revela entonces sus ritmos incontenibles de cambio y sus inevitables fluctuaciones y nos impulsa a renunciar a nuestra pasividad y nuestro marginamiento. Salimos de nuestro retiro auto impuesto -estado de contracción- y entramos en la comunicación con otros –estado de expansión-. 

Volvemos a integrarnos al movimiento de la vida y aceptamos la dualidad como su insustituible premisa de aprendizaje mientras compartimos las experiencias de nuestras efímeras jornadas.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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*Momento o momentum: el instante de tiempo en que ocurre un evento.

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RITMOS DE LA VIDA. Videoclips ilustrativos:

Grow Up, Cool Down:


Breathe in, breathe out:

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