SANACIÓN DE
LAS ENFERMEDADES
Hugo
Betancur
Las
enfermedades son procesos que se manifiestan en el cuerpo y que ocurren en una
sucesión de tiempo. Las enfermedades representan estados de desequilibrio en
nuestras relaciones de vida.
Podemos
preguntarnos ¿Cuándo empecé a sentir los síntomas de esta enfermedad? y ¿Qué
estaba pasando en mi vida y en lo relacionado conmigo en ese tiempo?
En
bastantes ocasiones, la mayoría de las lecciones y cambios que nos depara cada
instante presente las dejamos pasar de largo, no las asimilamos ni las
aprendemos porque estamos distraídos en pensamientos basados en nuestros
arraigados sistemas de creencias -lo que fue establecido en el pasado- o en
nuestros planes de vida subjetivos y en nuestras expectativas –“lo que será”.
Y nuestro
poder está sólo en el presente, el ahora, que es donde nuestra atención puede
captar la realidad transitoria. Aquí y ahora podemos fluir con los requisitos
de aprendizaje y acción, precursores del panorama que conformamos en nuestras
mentes, en una secuencia progresiva, para lo que será después la realización.
Muchas
veces en el trabajo con mis pacientes me parece que su posesión más preciada es
todo aquello que está cargado de negatividad, destructividad y abatimiento. Sus
enfermedades han surgido de sus procesos de vida tormentosos y difíciles y de
sus ambientes y relaciones hostiles o frustrantes para ellos.
Cuando
acumulamos temores, emociones sombrías y conflictos no resueltos, nuestros
dramas y tragedias de autocompasión y desdicha se extienden en el tiempo y nos
perdemos el espectáculo exuberante de la vida que nos muestra lo que hay que
hacer y cambiar para salir de nuestro encierro y de nuestro pesimismo. Nos
ponemos en riesgo de enfermedad porque nos sentimos atrapados por las
circunstancias.
Siempre
sabemos qué es lo que hay que cambiar: todo aquello que nos hace sentir
infelices, inseguros, conflictivos o simplemente confundidos: aquello que nos
lleva a trasmitir malestar a otros y a experimentar malestar.
Las verdades
armoniosas que nos depara la Vida son aquellas que nos hacen sentirnos
valiosos, útiles, llenos de energía y confiados en nuestras fuerzas y acciones.
Esa
confianza, el optimismo y la esperanza son nuestros más firmes soportes en las
transiciones en que la abundancia y el bienestar parecen esquivos. Entonces es
prudente y sabio que reaprendamos nuestra paz. "Mi paz os dejo, mi paz os
doy. No la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón. No tengáis
miedo", nos enseñó el Maestro Jesús hace 20 siglos. [Juan, 14:2]
Nuestra paz
interior es la disposición flexible y afable que nos permite contemplar las
tormentas y los desastres sin sobresaltos.
La paz del
mundo es la paz obtenida por intercambios o concesiones: "a cambio de
______ te doy un trato respetuoso", "a cambio de ______me dispongo a
tener unas consideraciones de afecto o de tolerancia contigo" -es la paz
negociada o condicionada o la relación de intercambios.
Nuestros
estados de violencia, de pugna y de resistencia propician el desequilibrio en
nuestros cuerpos físicos. Todos podemos aprender a resolverlos a través de los
cambios, si ese es nuestro propósito; o, por una vía contraria, podemos
evadirnos dejando todo congelado, estático y represado a través de la oposición
y de la negativa a cambiar –lo que podemos llamar las deudas pendientes.
Desde la
posición intelectual o racional egoísta, la exigencia que hacemos a otros ante
los conflictos es parcializada y demandante: "¡Cambia tú primero para ver
qué puedo hacer yo como compensación!"
Desde la
dimensión del corazón, en la actitud amorosa que no está dirigida a nuestro
provecho ulterior, la decisión y las acciones que emprendemos son fluidas y
proyectadas hacia nuestro bienestar y el bienestar de quienes nos rodean y a la
relación solidaria y considerada con ellos.
Cuando nos
mostramos reactivos y persistentes en los conflictos, es probable que estemos
en lucha con otros, identificándolos en nuestras mentes como adversarios –en
esas relaciones, compartimos la adversidad, atributo no amoroso.
Cómo
desconformar y resolver las enfermedades
Debemos
deshacer nuestras deudas poniéndolas al día: liberándonos de nuestros hábitos
perjudiciales y destructivos; reparando por nuestra parte aquellas situaciones
en que causamos daño a otros, con la intención de hacerlo o por ignorancia, y
perdonando o liberando a los demás de las deudas que les impusimos –las culpas
y condenas que les cargamos y los resentimientos, emociones de ira acumuladas y
las obsesiones de venganza que nos cargamos nosotros. Estas acciones
reconciliadoras nos permiten liberar la tensión física –asumimos una
respiración más rítmica y tranquila, disponemos de menos adrenalina en
circulación para que nuestro corazón palpite normalmente, de más serotonina en
el sistema nervioso para que nuestros hábitos alimenticios y de sueño y vigilia
se ajusten a los ritmos circadianos naturales, y nos acogemos a un flujo de
información más eficiente entre el cerebro y el cuerpo, proveniente de una
mente en paz.
Una vez que
lanzamos un juicio negativo nos sentimos de alguna manera superiores a otros, o
mejores que ellos, con capacidad de calificar sus acciones, lo cual ni es útil,
ni es necesario, ni es adecuado, porque nuestros juicios siempre provienen de
lo que somos y representamos, de la separación que elegimos respecto a los
demás seres humanos.
¡Qué gran vanidad y que gran torpeza creer que los demás deben
acomodarse a nuestros moldes de comportamiento y a nuestras exigencias! Eso es
imposible porque ellos tienen su propia personalidad, sus propias tareas de
vida y su libre albedrío o autonomía. Y muchas veces pueden comportarse tan
estúpidamente como muchos de nosotros lo hicimos a lo largo de nuestras vidas
en situaciones que a través del tiempo nos han dejado un ingrato recuerdo y
algún amargo auto-reproche.
Muchas
veces nos hemos quejado de los actos de otras personas a quienes decimos amar
–nuestros allegados o nuestra pareja, y hemos lanzado conceptos negativos o de
acusación y reproche demasiado duros. ¿Qué amor podremos tener hacia ellas si
el solo hecho de juzgarlas con resentimiento indica que no las hemos aceptado
con sus errores y limitaciones? ¿Cómo podemos reclamar el amor que no sabemos
dar a través de nuestra comprensión y nuestra tolerancia?
En fin,
podemos meditar, orar y disponernos a encontrar en nuestras mentes los eventos
y relaciones que asumimos como tormentosas y dolorosas y que sembramos como
raíces de amargura porque de estos crecieron y fructificaron a través del
tiempo las enfermedades, los conflictos o las depresiones que padecemos. Es
necesario que podamos entender nuestros propios procesos de resistencia y
evasión para que logremos sanarnos y trasmitir nuestro bienestar a otros.
Muchos
médicos no nos pueden decir esto porque no lo saben -quizá ni intuyen que sea
posible-; probablemente están en las etapas tempranas y precarias de la
medicina en que tienden a creer, por su formación o por su intelecto
restringido, que el cuerpo se enferma por sí mismo y que hay que tratarlo con
cosas tan materiales como lo que representa en su estructura orgánica y física.
Las
enfermedades son un grito de pedido de amor o una manifestación de culpa y de
temor que hacemos, como si quisiéramos mostrar con ellas al mundo cómo
"nos ha dejado" o qué “nos hizo” algo que sucedió o alguien con quien
interactuamos. Estas enfermedades se originan de procesos disociadores y
turbulentos de nuestras mentes.
Las
enfermedades agudas y crónicas son causadas por las angustias, temores,
resistencias y cargas que hemos asumido.
Como médico
he podido apreciar dolorosas percepciones, juicios y expectativas frustradas
-cercanas o lejanas- que tienen mis pacientes más enfermos y que conservan como
si fueran sus más valiosas pertenencias.
Por eso es
esencial nuestra comprensión de las situaciones vividas y el ejercicio regular
de la meditación en oración -la oración que nace del corazón, no la que hace
parte de los rituales ni de los procesos de nuestra memoria mecánica.
En esa
meditación -reflexión en silencio con un propósito de autoconocimiento y
entendimiento- podemos vislumbrar que nadie hace nada contra nosotros, que no
somos víctimas de nada ni de nadie, porque todos actuamos con una gran
ignorancia al relacionarnos con otros -hijos, padres, cónyuges, hermanos,
amigos, vecinos, compañeros de trabajo- o que procedemos a comportarnos
impulsiva o impetuosamente, o que actuamos siguiendo intereses, deseos o
expectativas y al hacerlo podemos afectar adversamente otras vidas. Sin
embargo, la intención original de la acción no es dañar a otros sino obtener
algo para nosotros. Obviamente, si actuamos sin amor, nuestros actos están
contaminados por nuestros egos y vamos a ir en pos de nuestra comodidad y
ventaja, y no con la intención de acercarnos a los demás ni de proyectar
nuestra disposición de unidad hacia ellos.
Podemos
inventariar nuestras viejas heridas psicológicas mientras enfocamos la atención
de nuestras mentes en descubrir su fuente -cada uno de nosotros se sintió
herido por algo o alguien, o al menos lo interpretamos así; enseguida elegimos
elaborar recuerdos negativos y los asociamos con esas vivencias, dotándolos
además de resentimiento, reproches y rencores, rabia y odio,
frustración e ideas de venganza-.
Todas
la heridas que urdimos, y las que los otros urdieron, fueron una
interpretación personalizada que hicimos de los sucesos en que participamos
-acostumbramos a decir: "me siento herido/a" o "me siento
menospreciado/a" o "me siento atropellado/a" o "me siento
utilizado, manipulado", etc.
Esas
"heridas" fueron el resultado de nuestras valoraciones o juicios (que
provienen de nuestros sistemas de creencias y de nuestras tradiciones sociales
o familiares) o de nuestras percepciones acerca de algo o alguien.
Y al juzgar
caímos en nuestra propia trampa: decidimos que alguien era culpable y debía ser
castigado o condenado, o simplemente odiado y rechazado; y que al mismo tiempo
alguien era inocente –nosotros- y debía ser vengado, o resarcido. Nos sentimos
víctimas y empezamos a sustentar y a mantener ese guion de dolientes.
Y claro, al
ponernos en esa posición, decidimos que otros son responsables de lo que nos
pasa y que no nos corresponde cambiar. Como víctimas, nuestro papel es
representar el sufrimiento y la amargura, no la vitalidad emprendedora que
resuelve nuestras dificultades particulares y nos permite afianzar nuestra
fortaleza.
Resulta que
ninguno es culpable por la simple razón de que en el momento de obrar está
guiado por las condiciones de su propia personalidad y por las condiciones del
momento. Al actuar "siente o piensa" que debe hacer lo que hace. Y su
decisión es algo así como un impulso inevitable, la única elección coherente
con su libre albedrío y sus circunstancias.
Muchas
acciones de nuestras vidas o de las de otros tendemos a juzgarlas muy duramente
después de ocurridas, cuando recogemos todos los elementos en nuestras mentes y
consideramos que no fue adecuado ni correcto lo que hicimos o lo que otros
hicieron.
Claro,
juzgar a posteriori es muy fácil, pues ya podemos ver desde lejos lo ocurrido
–el paisaje se ve mejor desde la distancia. Sin embargo, siempre nuestros
juicios están limitados por lo que somos o contaminados por las actitudes
negativas y destructivas que adoptamos contra otros -y muchas veces contra
nosotros mismos. Un aforismo antiguo enseña: "debes haber
recorrido los senderos de aquellos a quienes pretendes juzgar para poder
comprender las acciones de sus vidas".
Ya no es
posible cambiar las situaciones del pasado, ya las vivimos.
Ahora con
sabiduría podemos comprender y liberar las cargas que asumimos.
No nos
corresponde juzgar situaciones ni acciones personales. Juzgar y amar son dos
manifestaciones que no van de la mano. Si decidimos juzgar excluimos la actitud
amorosa; si decidimos amar nos negamos a juzgar: el que ama no juzga porque es
guiado por la sabiduría de sus sentimientos.
Las dos
características constantes del amor son:
1. El amor
no es egoísta.
2. El amor
es acogedor -nos salimos de nosotros mismos para prodigarnos hacia otros, para
dar-.
Los médicos
tendemos a diagnosticar enfermedades a diestra y siniestra. Podemos tratar a
nuestros pacientes, pero no podemos curar sus enfermedades porque ese
privilegio y responsabilidad les corresponde a ellos –con cambios en su
mentalidad y cambios en su modo de vida-. Las enfermedades parten de la mente
hacia el cuerpo. El cuerpo solo no se enferma porque carece de voluntad por sí
mismo, es sólo un instrumento de la mente que lo dirige. Cada paciente puede
descubrir la distorsión, o carga, o conflicto, que originó su enfermedad y
reparar el error o la consideración no amorosa que dio inicio a la enfermedad.
Toda
curación viene de la unidad de nuestro ser con los demás y con nuestros
escenarios de relación, a través de actos que restablecen la paz propia y el
equilibrio afectado: cambios en nuestras acciones y hábitos del cuerpo y
cambios en los procesos de la mente -la comprensión, el perdón, la
reconciliación, la sabiduría de aceptar nuestra vulnerabilidad y la de los
demás.
En esa paz
que creamos así, podemos volver a estar sanos. Los medicamentos y
procedimientos de la medicina y de los médicos son sólo "magia"
transitoria que “algo alivia”. Nos corresponde como enfermos reparar nuestras
relaciones y las situaciones de choque o de separación que permitieron la
manifestación de cualquier enfermedad -porque si no lo hacemos persisten y se
agravan los síntomas y el malestar para avisarnos que no hemos tratado la causa
real y profunda de nuestro padecimiento.
Merecemos
"estar bien". Debemos valorar todas nuestras acciones y relaciones
para encontrar nuestras recompensas de vida y de bienestar.
Y debemos
liberar, dejar atrás, dejar de nutrir todo aquello que nos amarra a eventos y
personas con quienes compartimos un espacio de vida en el pasado, debemos
absolver de culpas a quienes no se acomodaron a nuestros ideales, planes,
proyectos o esperanzas tal como los concebimos.
Podemos
asumir nuestro poder, nuestra autonomía, nuestra fortaleza y decidir liberarnos
de los diagnósticos enajenantes y de la dependencia respecto a los médicos y a
los fármacos –sustancias que producen también efectos adversos en los
organismos humanos.
Nadie más
puede dirigir cada vida mejor que uno mismo. Es a cada uno de nosotros a quien
le corresponde valorarse a sí mismo y amar las tareas y retos de su vida. Nadie
más puede remplazarnos en esa responsabilidad.
Hugo
Betancur (Colombia)
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