LA
DISPOSICION A RECONOCERNOS EN NUESTRAS RELACIONES
Hugo
Betancur
Una
percepción sana e inteligente que podemos desplegar en nuestras relaciones con
otros seres humanos consiste en que consideremos sus comportamientos o errores
-y los nuestros- como algo inevitable, a veces útil y adecuado para llevarnos a
una transición inaplazable.
El
conflicto aparece como una señal de advertencia: ¡Has llegado al escabroso
reino de la rutina tediosa! ¡No sigas ahí porque estás perdiendo tus
motivaciones optimistas y tu libre albedrío!
Los
personajes de la historia y nuestros sentimientos han cambiado. Mientras
representábamos nuestros papeles nos fuimos disociando paulatinamente hasta
llegar al hastío compartido. Es el momento de cambiar los guiones y los
escenarios.
Ninguna
evasión es apropiada. Es la ocasión propicia para explorar nuestra mente y
hacer nuestra indagación sobre lo que somos y sobre las relaciones
disconformes.
Sobran en
cada ahora las culpas, las acusaciones y las justificaciones –la vida se
justifica a sí misma-; todo está dispuesto para que liberemos las ataduras y
reflexionemos sobre la jornada recorrida.
Podemos
hacer una pausa para observar en silencio y quietud nuestra mente: qué juicios
hacemos, cómo nos sentimos, qué reprochamos, qué des-cubrimos. Hacemos una
pesquisa sobre nosotros mismos, un proceso de autoconocimiento, que nos lleva a
un umbral de consciencia.
Somos
inteligentes si logramos aprender de nuestros errores y somos afortunados si
podemos corregirlos.
Si
valoramos a las personas con quienes nos hemos relacionado, adoptamos un
propósito de entendimiento y de trascendencia sobre las vivencias comunes: todo
sucedió según las personalidades y las opciones de elección posibles para los
participantes; el agua solo pudo fluir a lo largo del cauce descendente
excavado en la tierra.
Solo
podemos reconformar la vida en el presente. Lo pasado sólo nos sirve como
experiencia para deconstruir1 o para transformar. Todo lo que
hicimos dejó alguna huella y todo lo que dejamos de hacer también (las acciones
no realizadas también nos retratan ante los demás).
Muchas
veces hemos definido las relaciones que atravesamos como destructivas o muy
conflictivas y desgastadoras, lo que nos ha llevado a las crisis -las
manifestaciones en el tiempo de inestabilidad en nuestras historias
particulares- que nos indican que debemos hacer cambios. Y si hacemos parte de
esas relaciones discordantes no estamos allí por azar sino con un designio que
nuestro limitado intelecto no alcanza a descifrar y que debe ser resuelto en un
proceso de comprensión y aceptación.
Durante
esas crisis podemos pasar de una extrema emocionalidad y agitación a una
condición aparentemente pasiva o evasiva; podemos absolvernos y justificarnos
mientras culpamos a otros o podemos reprocharnos y experimentar malestar por la
interacción vivida.
Esas
actitudes son egocéntricas y disociadoras. Son sólo reacciones habituales y
previsibles.
Esas crisis
tienen para nosotros dos componentes: cómo nos sentimos –la percepción
subjetiva- y cómo lo expresamos –nuestras emociones.
Una vez que
menguan nuestras emociones básicas, especialmente la ira2 y la
aflicción, tras la situación o relación truncada que las hicieron surgir,
podemos enfocar nuestra atención en la culpa y el rechazo, emociones
secundarias, tal vez, o en la reflexión constructiva y en la auto observación
–¿cuál es mi responsabilidad?, ¿qué provecho puedo obtener de esta experiencia?
A veces
consideramos nuestras rutinas algo así como un refugio seguro y confiable; nos
quedamos estáticos, aunque la vida nos advierte continuamente que estamos
postergando los aprendizajes y las soluciones -nuestros rostros están ausentes
del presente y nos mostramos preocupados, distraídos, irritables,
infelices.
Las
relaciones que emprendemos con actitudes egoístas (los ‘proyectos de vida’ que
trazamos a otros para que nos den felicidad) nos hacen muy vulnerables; los
intereses, los anhelos y los atractivos que conforman ese entramado utilitario
nos ligan más a los resultados que a las personas y nos obligan a mantener una
dualidad truculenta ante ellas –quizá fingiendo que lo afectivo es lo esencial
entre ellas y nosotros, o posiblemente involucrándonos en un auto engaño que
las prioridades no obtenidas nos obligan a des-velar.
En cambio,
las relaciones que emprendemos con actitudes altruistas, libres de ansiedad y
codicia, reflejan nuestra fortaleza. Lo mismo ocurre con aquellas relaciones
donde nuestra afectividad es espontánea y franca: no forzamos las situaciones y
podemos apreciar a las personas como son sin entrar en pugna con ellas, más
dispuestos a consentirlas que a censurarlas, y más solidarios con sus
dificultades.
Nuestros
juicios negativos son una trampa y un lastre porque provienen de nuestros egos
y de sistemas de creencias que conservamos inmodificados y rígidos en nuestra
memoria mientras la vida va pasando.
Las
personas que nos aman permanecen cerca, aunque hayan ido muy lejos. Nos
sentimos unidos a los amigos viejos y a los recientes sin las barreras de los
protocolos sociales, económicos o culturales. Nuestras manos y nuestros abrazos
comunican alegría, protección y confianza. No nos hacen falta las simulaciones
ni las cartas marcadas bajo las mangas.
Las
relaciones interrumpidas muestran simplemente el término o cierre de un drama
donde los actores estaban disgregados: cada uno recitaba las líneas del
personaje representado –conquistador, soñador de su sueño exclusivo que el otro
debía llenar, avaricioso y ensimismado. Las funciones repetidas y monótonas en
los escenarios cambiantes llenaron de fatiga y frustración a los actores por lo
que la separación les parece una conclusión inevitable y redentora según el
sistema evaluador del ego.
El amor y
la amistad cumplen dos requisitos: crecen a medida que pasa el tiempo y
soportan las tormentas que sacuden sus cimientos. Lo demás son ilusiones, tan
frágiles como un papel quemado y tan irrecuperables como las palabras voceadas
en el aire. Y se desvanecen tan volátiles como parecieron formarse, a pesar de
los pesares y del sufrimiento que dejaron como indicio.
Podemos
deducir que las situaciones y relaciones agradables que evocamos con nostalgia
y gratitud son aquellas en que logramos una aproximación sincera y una
integración equilibrada. Nos sentimos regocijados con la presencia y acciones
de otros y fuimos correspondidos; sabemos que no participamos en intercambios
de conveniencias -basadas en necesidades, adquisiciones o accesos que nos
producían ganancias secundarias-, ni en conquistas –donde alguien debió ser
avasallado o sometido para que otro u otros obtuvieran sus trofeos y su tributo
de placer.
No son las
experiencias intensas y obsesivas, ni la avidez impetuosa que debió ser
saciada, ni los excesos vividos en los altares y rituales de los sentidos lo
que nos llega como recuerdo amoroso a medida que avanzamos en nuestros caminos.
Todo eso no es más que la resaca –un nudo en la garganta, niebla sobre el
pasado confuso- que nos queda como vestigio amargo.
Cuando
nuestra visión nos trae imágenes alegres de la jornada cumplida nos damos
cuenta que recorrimos el itinerario adecuado y que los viajeros que nos
acompañaban siguieron siendo nuestros amigos, aunque sus siluetas y sus voces
se hubieran perdido en la distancia.
Hugo
Betancur (Colombia)
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1.
Deconstruir: cambiar nuestras ideas.
2. Ira: una
emoción primaria que se presenta cuando un organismo es bloqueado o frustrado
en la consecución de una meta o en la obtención o satisfacción de una
necesidad. [Izard -1977] Danesh (1977) e Izard (1984) consideraron que los
organismos responden ante la percepción de una amenaza con un impulso de ataque
-la ira-, o con un impulso de huida, propio del temor y la ansiedad. Rothenburg
(1971) argumentó que en seres vivos sociables la ira era una reacción y un
mensaje en contextos de relaciones significativas.
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