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miércoles, 29 de febrero de 2012

¿Amor que permanece o sentimientos que pasan?


Los sentimientos que pasan
mientras el amor permanece

Por Hugo Betancur M.D.

El amor es una disposición, un estado de nuestro ser en que nos relacionamos con otros en equilibrio y en condiciones de iguales.
El amor es continuidad en el tiempo y el espacio.

El amor es certeza y no temor.
El amor no es un sentimiento sino una actitud -una capacidad de ser y hacer.

Los sentimientos son duales, ambiguos, inestables, escurridizos: hoy te percibo de una manera y mañana te percibo en una forma completamente distinta o contradictoria, dependiendo de cómo me halagas y cómo satisfaces mis expectativas.

Los sentimientos son pasajeros aunque parezcan durar siglos en nuestra borrosa memoria. Dependen de nuestra percepción y de nuestra fluctuante emocionalidad.

Los sentimientos son utilitarios, interesados, condicionantes, poco confiables porque están atados a los requisitos de nuestros egos.

Nuestros sentimientos son infantiles y simples, tan previsibles como las reacciones de los niños cuando son mimados o desdeñados.

El amor, en cambio, es maduro. No está sometido a las dádivas con que otros pueden comprometernos o embelesarnos, -o con que nosotros podamos comprometerlos o embelesarlos a ellos-;  sus acciones son espontáneas
y autónomas porque no son motivadas por alguna retribución que esperemos o que podamos ofrecer.

Desde la mirada del amor tenemos una conciencia de otros: "te veo en mí" o "te veo desde mi ser" -es lo que manifestamos en nuestras relaciones establecidas desde la sabiduría del corazón.

Porque es generoso, el amor puede acoger, restaurar y reparar aquellas situaciones y relaciones que fueron afectadas por nuestros actos.

Los sentimientos suscitan emociones de atracción o repulsión; son explosivos y elocuentes, caprichosos y volubles.

El amor es apacible, sereno en su fortaleza y en su sincera hospitalidad, es el refugio seguro cuando la tormenta arrecia y el festivo acompañante cuando el sol sale de nuevo sobre el paisaje devastado.

Una vez que pasó la función, los actores nos despojamos de nuestros trajes, ostentosos o discretos, de nuestros papeles grandilocuentes o corrientes, de nuestras jerarquías o nuestros yugos -según el drama representado- y nos miramos a los ojos calladamente.

Si el amor nos congregaba, permanecemos allí cálidamente, regocijados por lo que vivimos, conmovidos junto a los compañeros de jornada que siguen con nosotros.


Si nos guiaban los sentimientos, nuestros rostros distraídos ignoran ese espacio de llegada donde concurrimos y nuestras mentes permanecen lejos evaluando los resultados -cuál fue la ganancia o la pérdida, cuál fue la ventaja o el riesgo, quién puso más-quién puso menos, cómo elaborar los planes para el futuro ilusorio en que la retribución supere la inversión y en que la conveniencia predomine sobre el afecto.

Desde las consideraciones de los sentimientos decimos a los demás: “Te quiero por lo que me das; quiero que sigas a mi lado para que me sirvas”.

Desde las consideraciones del amor decimos a los demás “Quiero darte porque te amo; quiero que sigas a mi lado para servirte”.

Los sentimientos, por su polaridad, los expresamos bajo la conveniente o correspondiente emoción que nos provocan, y eso es lo aparente para el momento de nuestras relaciones. Sometidos a nuestras percepciones y a nuestros sistemas de creencias, manifestamos entonces sentimientos cambiantes según las circunstancias y según los afectos que experimentamos.

El amor es realidad, constante y flexible a pesar de las circunstancias y de las aparentes necesidades.

Los sentimientos nos separan o nos arrastran en sus vaivenes a medida que el tiempo transcurre; el amor nos reúne.

Los sentimientos nos llenan de satisfacción o nostalgia respecto a relaciones que consideramos triunfos o fracasos del pasado; el amor nos llena de gratitud sobre relaciones que consideramos privilegios siempre  presentes.

Hugo Betancur (Colombia)


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domingo, 26 de febrero de 2012

Juzgar: nuestra tara y nuestra limitación reactiva más conflictiva.


Juzgar negativamente, discriminar, sopesar: 
¿es necesario, es justo, es útil?, ¿nos hace mejores que otros?

Por Hugo Betancur M.D.


Nuestros juicios son complementos triviales ante las acciones de otras personas, son nuestra interpretación particular. Todas nuestras percepciones son subjetivas y corresponden al estado transicional de nuestras mentes. Y nuestras mentes expresan nuestras creencias y nuestro entendimiento de la vida.

Cuando hablamos de la “realidad objetiva” o de “hechos objetivos” solo nos referimos a lo que nuestra subjetividad califica como “real” y “objetivo”. Cada observador describe lo que percibe.

Para juzgar lo que otros hacen, lo que es una calificación o apreciación particular, debemos considerar el estado o condición del ser humano que obra y sobre quien enfocamos nuestra atención.

Si no sentimos afecto por aquellos a quienes juzgamos, nuestra opinión tendrá características de censura moralista y de crítica fustigante.

No es necesario juzgar a aquellas personas a quienes amamos, porque todo aquello que amamos nos revela sus secretos. Si las amamos, podemos mostrarnos respetuosos y no egoístas con ellas -esas son las consideraciones óptimas del amor.

Sin los juicios negativos, que nos impiden ver cómo son esas personas porque superponemos una imagen de rechazo, podemos comprenderlas y aceptarlas sin esfuerzo.

¿Cómo podemos juzgar con justicia a aquellos a quienes no amamos? ¿Cómo podemos juzgarlos cuando el desamor nos aísla contra ellos? Al juzgar nos ponemos en una posición de separación y de exclusión –y quizá de prepotencia, de aparente superioridad-; los otros se convierten en objetivos de ataque de nuestras mentes cuando elegimos fragmentos negativos o conflictivos de sus vidas para evaluarlos como si representaran una totalidad mientras desdeñamos sus valores y los episodios gratos que han compartido.
La balanza de la justicia tiene dos platos que debemos utilizar simultáneamente, sin cargarnos hacia un solo lado, evitando desechar aquello que puede establecer el equilibrio y permitirnos una amplia perspectiva. Si nos atrevemos a evaluar los defectos, los errores y las limitaciones de los demás, debemos también acoger sus cualidades positivas, sus aciertos y sus fortalezas. 

Cada uno de nosotros puede identificar sus propias limitaciones, sus errores, su confusión y distorsiones: todas estas condiciones producen infelicidad, insatisfacción, conflictos, sufrimiento, culpas, lo que nos indica que estamos actuando bajo los requisitos de nuestros egos.

En cambio, nuestras fortalezas, nuestras cualidades positivas, nuestros aciertos, nos producen satisfacción, estados de paz y armonía, lo que nos indica que obramos desde la sabiduría del corazón. Cuando cometemos un error y no logramos aceptarlo ni descubrirlo, añadimos otro error al primero; si nos damos a la tarea de justificarnos para defendernos y mantener nuestra posición, agregamos un error más.

Si tenemos la prudencia y la sabiduría de reparar nuestros errores y nuestros comportamientos disociadores, nuestras relaciones se acercan a la normalidad; mientras no hagamos la corrección que nos corresponde quedamos en deuda con aquellas personas a quienes afectamos con nuestras acciones. Y lo mismo sucede cuando otras personas nos afectan negativamente, por ignorancia, egoísmo o simplemente por menosprecio -tal vez porque no satisfacemos sus intereses o sus sistemas de creencias-: si no reparan estos comportamientos quedan en deuda con nosotros en sus mentes.

Probablemente la mayoría de los seres humanos hemos juzgado negativamente a otros muchas veces. ¿Eso nos ha hecho mejores? ¿Nos ha traído bienestar? ¿Hicimos nuestros juicios porque nos habían afectado a nosotros con sus acciones o fue una inútil y arbitraria intromisión que hicimos en sus procesos de interacción particulares? 

Las acciones y comportamientos de todo ser humano parecen inevitables en cada situación: las condiciones de cada personalidad y las condiciones del momento nos llevan a hacer lo que hacemos impulsivamente, aunque haya otras opciones ideales -que solo un observador no involucrado logra enumerar, pues “quien hace” está sometido ya a su elección particular-, (esas opciones ideales quizá nos evitarían el malestar y las culpas que después nos acosan).

La vida y los seres vivos estamos esencialmente fusionados. Todo es una relación, una relativización, y lo que ocurre siempre tiene dos polaridades que debemos sopesar para que la balanza de la justicia funcione en equilibrio.

La separación que establecen nuestras mentes no logra deshacer ese nexo profundo de las relaciones humanas que ya está creado en la dimensión del Espíritu, donde todos somos uno, y donde siempre afectamos a otros o somos afectados por sus acciones. Si lo entendemos en el ahora, el fugaz instante presente, podemos cambiar nuestros enfoques y relacionarnos en esa unidad. Si no logramos hacerlo porque nuestros sistemas de creencias no lo contemplan así, esa comprensión queda relegada al paso del tiempo porque no podemos evitarla: no hay atajos en nuestra evolución para evadir nuestras relaciones y tareas de vida.

El viajero que recorre la tierra buscando su razón de ser siempre regresa a lo que él es. La meta de nuestras vidas es siempre el retorno a sí mismo, el autoconocimiento que nos trae a la paz. Una vez que el actor abandona el escenario puede recordar su actuación y el papel o los papeles que representó y evaluar sus vivencias.

Desde esa paz que asumimos vemos el mundo en equilibrio. Estar en paz significa sanar la mente y acogernos a los ritmos de la vida.
No es posible esconderse de sí mismo; no hay lugares, ni métodos, ni opciones para hacerlo.

Todo conflicto y enfermedad que progresan nos dicen que hemos perdido el rumbo. A través de la meditación –en reposo o en movimiento- y de la oración interior (no de la que repite mecánicamente palabras de rezos rituales memorizados) podemos de nuevo asumir la autonomía. Otras personas no pueden hacer esa tarea por nosotros porque no es posible anular nuestro libre albedrío y responsabilidades ni los de los demás y cada uno debe representar su propia vida.

Todo juicio es una ilusión, una trampa que colocamos en el sendero por donde hemos de pasar de nuevo en la oscuridad.

Todo rechazo a juzgar negativamente es una protección que nos concedemos a nosotros mismos: nada que lamentar, ninguna deuda por saldar, ninguna corrección posterior que hacer.

Hugo Betancur (Colombia)


domingo, 5 de febrero de 2012

Realidad e ilusión, dos conceptos sobre la vida.


LA  REALIDAD  Y  LA  ILUSIÓN 

Hugo Betancur

 

Las manifestaciones de la vida que percibimos son conformaciones en nuestras mentes.  Les damos la interpretación de eventos reales y son las impresiones que recogemos. 

Lo que vemos depende del estado de nuestras mentes, por lo que cada ser humano tiene su particular manera de asimilar sus vivencias y relaciones. 

Si hablamos de mentes masivas o mentalidades estandarizadas, podemos entender este concepto como correspondiente a colectividades con sistemas de creencias, hábitos, tradiciones y comportamientos de características comunes que provienen de patrones mentales compartidos.

Lo que subjetivamente asumimos como realidad proviene de la información que tenemos disponible. Acomodamos o encajamos lo que percibimos a esa base de datos propia con que cotejamos todos los fenómenos de nuestra  existencia.

Los observadores  y lo observado somos consecuencias del flujo o movimiento de la vida que ubicamos en  tiempo y espacio referenciales y cambiantes.

 

La evolución y progreso humanos modifican lo que hemos llamado realidad. Si nuestras mentes se quedan estancadas en un modo de vida conformista y rutinario, ajustadas a lo conocido y reacias a otros posibles aprendizajes, la vida se torna lánguida y conflictiva. 

En este mundo o plano de manifestación, la comprensión nos permite ver a otros como son.

La tendencia a juzgar y a discriminar, proveniente de esquemas mentales rígidos y subjetivamente inflexibles sólo nos permite expresar nuestra idiosincrasia hostil y competitiva con nuestras proyecciones discriminadoras.

  

Hugo Betancur (Colombia)

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