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domingo, 26 de febrero de 2012

Juzgar: nuestra tara y nuestra limitación reactiva más conflictiva.


Juzgar negativamente, discriminar, sopesar: 
¿es necesario, es justo, es útil?, ¿nos hace mejores que otros?

Por Hugo Betancur M.D.


Nuestros juicios son complementos triviales ante las acciones de otras personas, son nuestra interpretación particular. Todas nuestras percepciones son subjetivas y corresponden al estado transicional de nuestras mentes. Y nuestras mentes expresan nuestras creencias y nuestro entendimiento de la vida.

Cuando hablamos de la “realidad objetiva” o de “hechos objetivos” solo nos referimos a lo que nuestra subjetividad califica como “real” y “objetivo”. Cada observador describe lo que percibe.

Para juzgar lo que otros hacen, lo que es una calificación o apreciación particular, debemos considerar el estado o condición del ser humano que obra y sobre quien enfocamos nuestra atención.

Si no sentimos afecto por aquellos a quienes juzgamos, nuestra opinión tendrá características de censura moralista y de crítica fustigante.

No es necesario juzgar a aquellas personas a quienes amamos, porque todo aquello que amamos nos revela sus secretos. Si las amamos, podemos mostrarnos respetuosos y no egoístas con ellas -esas son las consideraciones óptimas del amor.

Sin los juicios negativos, que nos impiden ver cómo son esas personas porque superponemos una imagen de rechazo, podemos comprenderlas y aceptarlas sin esfuerzo.

¿Cómo podemos juzgar con justicia a aquellos a quienes no amamos? ¿Cómo podemos juzgarlos cuando el desamor nos aísla contra ellos? Al juzgar nos ponemos en una posición de separación y de exclusión –y quizá de prepotencia, de aparente superioridad-; los otros se convierten en objetivos de ataque de nuestras mentes cuando elegimos fragmentos negativos o conflictivos de sus vidas para evaluarlos como si representaran una totalidad mientras desdeñamos sus valores y los episodios gratos que han compartido.
La balanza de la justicia tiene dos platos que debemos utilizar simultáneamente, sin cargarnos hacia un solo lado, evitando desechar aquello que puede establecer el equilibrio y permitirnos una amplia perspectiva. Si nos atrevemos a evaluar los defectos, los errores y las limitaciones de los demás, debemos también acoger sus cualidades positivas, sus aciertos y sus fortalezas. 

Cada uno de nosotros puede identificar sus propias limitaciones, sus errores, su confusión y distorsiones: todas estas condiciones producen infelicidad, insatisfacción, conflictos, sufrimiento, culpas, lo que nos indica que estamos actuando bajo los requisitos de nuestros egos.

En cambio, nuestras fortalezas, nuestras cualidades positivas, nuestros aciertos, nos producen satisfacción, estados de paz y armonía, lo que nos indica que obramos desde la sabiduría del corazón. Cuando cometemos un error y no logramos aceptarlo ni descubrirlo, añadimos otro error al primero; si nos damos a la tarea de justificarnos para defendernos y mantener nuestra posición, agregamos un error más.

Si tenemos la prudencia y la sabiduría de reparar nuestros errores y nuestros comportamientos disociadores, nuestras relaciones se acercan a la normalidad; mientras no hagamos la corrección que nos corresponde quedamos en deuda con aquellas personas a quienes afectamos con nuestras acciones. Y lo mismo sucede cuando otras personas nos afectan negativamente, por ignorancia, egoísmo o simplemente por menosprecio -tal vez porque no satisfacemos sus intereses o sus sistemas de creencias-: si no reparan estos comportamientos quedan en deuda con nosotros en sus mentes.

Probablemente la mayoría de los seres humanos hemos juzgado negativamente a otros muchas veces. ¿Eso nos ha hecho mejores? ¿Nos ha traído bienestar? ¿Hicimos nuestros juicios porque nos habían afectado a nosotros con sus acciones o fue una inútil y arbitraria intromisión que hicimos en sus procesos de interacción particulares? 

Las acciones y comportamientos de todo ser humano parecen inevitables en cada situación: las condiciones de cada personalidad y las condiciones del momento nos llevan a hacer lo que hacemos impulsivamente, aunque haya otras opciones ideales -que solo un observador no involucrado logra enumerar, pues “quien hace” está sometido ya a su elección particular-, (esas opciones ideales quizá nos evitarían el malestar y las culpas que después nos acosan).

La vida y los seres vivos estamos esencialmente fusionados. Todo es una relación, una relativización, y lo que ocurre siempre tiene dos polaridades que debemos sopesar para que la balanza de la justicia funcione en equilibrio.

La separación que establecen nuestras mentes no logra deshacer ese nexo profundo de las relaciones humanas que ya está creado en la dimensión del Espíritu, donde todos somos uno, y donde siempre afectamos a otros o somos afectados por sus acciones. Si lo entendemos en el ahora, el fugaz instante presente, podemos cambiar nuestros enfoques y relacionarnos en esa unidad. Si no logramos hacerlo porque nuestros sistemas de creencias no lo contemplan así, esa comprensión queda relegada al paso del tiempo porque no podemos evitarla: no hay atajos en nuestra evolución para evadir nuestras relaciones y tareas de vida.

El viajero que recorre la tierra buscando su razón de ser siempre regresa a lo que él es. La meta de nuestras vidas es siempre el retorno a sí mismo, el autoconocimiento que nos trae a la paz. Una vez que el actor abandona el escenario puede recordar su actuación y el papel o los papeles que representó y evaluar sus vivencias.

Desde esa paz que asumimos vemos el mundo en equilibrio. Estar en paz significa sanar la mente y acogernos a los ritmos de la vida.
No es posible esconderse de sí mismo; no hay lugares, ni métodos, ni opciones para hacerlo.

Todo conflicto y enfermedad que progresan nos dicen que hemos perdido el rumbo. A través de la meditación –en reposo o en movimiento- y de la oración interior (no de la que repite mecánicamente palabras de rezos rituales memorizados) podemos de nuevo asumir la autonomía. Otras personas no pueden hacer esa tarea por nosotros porque no es posible anular nuestro libre albedrío y responsabilidades ni los de los demás y cada uno debe representar su propia vida.

Todo juicio es una ilusión, una trampa que colocamos en el sendero por donde hemos de pasar de nuevo en la oscuridad.

Todo rechazo a juzgar negativamente es una protección que nos concedemos a nosotros mismos: nada que lamentar, ninguna deuda por saldar, ninguna corrección posterior que hacer.

Hugo Betancur (Colombia)


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