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domingo, 19 de octubre de 2025

Hasta que las des-ilusiones nos des-engañen.

                                                             Obra de Banksy. Museo Banksy en Barcelona.

Parejas en conflicto:

¿En qué nos equivocamos?

 

Hugo Betancur

 

 

Si las relaciones afectivas entre dos personas son establecidas sobre los atractivos de belleza de una o de otra, o sobre los rasgos de personalidad, o sobre intereses, es posible que con el transcurso del tiempo se conviertan en nexos frágiles e insostenibles.

 

Me refiero a las ‘relaciones especiales’ que habitualmente llamamos ‘de pareja’, o de ‘enamorados’ o de cónyuges, donde uno de los participantes –o ambos- han establecido su vínculo por cualidades físicas o materiales, o por condiciones psicológicas que atribuyen al otro. Quizá la persistencia de esas características previstas mantenga el enlace conformado durante un lapso de tiempo, con el requisito de que se cumplan los planes trazados.

 

Llega un momento en que esas relaciones están agotadas, han sido consumidas, ya no pueden seguir como antes.

 

Como todos los eventos de la vida, son sólo relaciones pasajeras. Las diferencias que antes pasaron desapercibidas aparecen ahora como demasiado notorias y perturbadoras. Los miembros de la pareja han llegado a la tormentosa circunstancia de la crisis. Esas relaciones dispares tienen un exaltado  período de inicio, un intervalo de esplendor aparente y un momento en que ya han cumplido su propósito -y cada uno de los participantes debe seguir su propio camino.

 

Ese momento de transición lo hemos llamado momento de ruptura. Quizá asumimos que algo que estaba entero se rompe, o que algo que parecía unido se desune.

 

Tendemos a sentirnos culpables o a culpar; aparecen los reproches, las quejas, las dolidas expresiones de impotencia y desdicha, o las justificaciones para respaldar nuestra decisión de separarnos.  

 

Sin embargo, esas relaciones han atravesado el período de tiempo que les corresponde. Ya no son vigentes.

 

Podemos enfocar nuestra atención en lamentarnos y sentirnos víctimas de las circunstancias. O podemos abrirnos a un entendimiento de las vivencias que compartimos: valorar lo que hayamos recibido, agradecer el acompañamiento en ese trayecto recorrido y quitar los amarres o levantar las anclas para poder seguir el viaje.

 

Porque ocurre frecuentemente que nos atamos a otros seres humanos en algunas relaciones o los atamos a ellos a nuestras vidas. Nuestras acciones representan de alguna manera una pérdida de autonomía y de libertad: recordemos que tanto el carcelero como el prisionero tienen que permanecer en el mismo lugar de encierro.

 

A veces, cercamos a las personas que se relacionan con nosotros, les marcamos horarios o pautas a las que deben someterse, les establecemos comportamientos ideales a los que deben acogerse. Parece que les diéramos un decreto de obligatorio cumplimiento: “Quiero que seas y actúes así como he decidido que te comportes”.

 

Lo que no es posible. ¿Cómo podemos ser lo que no somos? ¿Fingiéndolo, sacrificándonos, anulando nuestras personalidades para agradar a otros? Al cabo del tiempo nos sentimos violentos representando esa farsa y de alguna manera nos rebelamos contra quien pretende cambiar nuestras manifestaciones acomodándolas a los moldes particulares de sus preferencias.

 

Bajo esas condiciones, no nos es posible manifestar un sentimiento que parezca amoroso sino todo lo contrario: reacciones conflictivas y hostiles. Muchas personas interpretan el control sobre su pareja como algo que les garantiza su fidelidad y sumisión. ¿Podemos tener certeza de que alguien no cambie en un mundo siempre cambiante? ¿Podemos tener la certeza de su perpetua compañía “hasta que la muerte nos separe”?

 

Otras personas seguirán a nuestro lado durante un largo trecho del camino solo si se sienten a gusto junto a nosotros: cuando los sentimientos de unidad son sólidos y no hacen falta las palabras ni las exigencias de compromisos férreos; cuando fluimos como iguales o pares en una relación mutua de confianza, valoración e integración.

 

Quienes nos aman sinceramente están cerca de nosotros aunque se encuentren a un continente de distancia. No hacen falta las promesas, ni los reclamos, ni los reportes regulares de nuestra ubicación o nuestras actividades. No hacen falta tampoco los interrogatorios ni los celos -una vigilancia estricta y permanente basada en temores de que nuestra pareja elija otra u otras personas con el propósito de establecer una relación afectiva que podría desplazarnos.

 

El amor, como una expresión de acercamiento y de armonía tiene varias cualidades básicas que lo definen plenamente: respeto a otro ser humano –o a otros-  y a su autonomía y libertad, valoración positiva, comprensión y entendimiento recíprocos, disposición de servicio desinteresado y apoyo incondicional.

 

En la elección de cónyuge, muchas personas se guían por las características negativas del padre o de la madre y escogen a alguien similar creyendo erróneamente que ellas si podrán cambiar y dominar a su pareja como sus padres no pudieron hacerlo. Claro, ellas son distintas y también es distinta la relación que emprenden; sin embargo, se han trazado el objetivo de demostrar que aquella forma de convivir de sus progenitores sí podía ser modificada. Obviamente, fracasan en esta transferencia o superposición del pasado hacia el momento que viven. Ninguno puede ser cambiado en su personalidad si él mismo no ha decidido hacerlo y si no ha encontrado como necesarias e imperativas otras actitudes y acciones. Cada uno cambia por sí mismo cuando despierta a la consciencia de su vida y puede aprender, cuando logra desprenderse de algo que ya no quiere y  se apropia de algo que considera adecuado.

 

Dos aspectos nos revelan que tan acertadas son nuestras relaciones y acciones: la satisfacción o percepción de bienestar que sentimos al vivirlas y la apreciación posterior de que no nos han causado daño a nosotros ni a los demás.

 

En otras ocasiones, nuestra elección de pareja está condicionada por la forma como nuestros padres interactuaron. Nos sentimos marcados por nuestro pasado si alguno de ellos fue déspota, opresivo, desconsiderado; o si alguno asumió papeles dramáticos de super protector, o de guía dominador o de controlador aferrado a las normas y a las tradiciones; o si alguno se sintió opacado por el otro y dedicó su vida a perfeccionar y representar el papel de víctima llenándose de autocompasión y amargura.   Por el contrario, podemos sentirnos confiados y optimistas si nuestros padres nos mostraban con el ejemplo una sociedad conyugal de respeto e igualdad que proyectaba  actitudes semejantes hacia su familia.

 

Podemos disponernos a la comprensión de las limitaciones y errores de nuestros padres, parientes y allegados para lograr liberar las cargas que nos echamos encima a partir de situaciones conflictivas y violentas.

 

Todos elegimos según la opción que consideramos más conveniente. Y podemos cometer errores.  O podemos acertar –lo que significa realizar la acción correcta, la que no nos cause daño a nosotros mismos ni a otros.

 

Si cometemos errores, si afectamos negativamente o destructivamente a otros, nos exponemos a su resentimiento, a su malestar y rechazo, a sus intenciones o sentimientos de venganza y de odio en el peor de los casos.

 

Si alcanzamos alguna consciencia sobre esto, podemos reparar nuestros errores y los perjuicios causados a otros. Todo lo que reparamos puede ser útil de nuevo, o al menos puede recuperar un estado de normalidad gracias a nuestra intervención.

 

Si no alcanzamos esa conciencia, aquellas personas afectadas deberán solucionar por si mismas las impresiones que dejaron en sus mentes: de maltrato sintiéndose impotentes; de percibir engaño habiendo confiado; de menosprecio y discriminación habiendo esperado reconocimiento y valoración.

 

Para dejar de juzgar y condenar a otros podemos entender que cada uno es lo que es y no lo que debería ser. Así como ellos, en cada situación que enfrentamos tenemos unas condiciones particulares de nuestra personalidad y unas condiciones externas. En cada vivencia, en cada momento actuamos siguiendo un impulso propio, a veces buscando satisfacer alguna expectativa o a veces siguiendo nuestros sistemas de creencias. Ocurre igual con todos los seres humanos.

 

Un aforismo antiguo enseña: "Debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes pretendes juzgar para que puedas comprender las acciones de sus vidas".

 

Crecemos considerando a nuestros padres bondadosos o considerándolos crueles; sintiéndonos estimulados y apoyados por ellos o sintiéndonos atropellados. Según los recuerdos y la apreciación que conservemos tendremos un lazo de amor con ellos o un lazo de adversidad –también viéndolos como adversarios más que como aliados o amigos.

 

Como resultado, las impresiones que hayamos grabado en nuestras mentes determinarán si esa presencia de nuestros padres –aunque ya se hayan ido- y sus actos, son una bendición para nosotros o si son una carga.

 

Nos es imposible modificar los actos del pasado. Ya transcurrieron. Y el propósito de aprendizaje que traían asociado ya se cumplió. Lo asumimos y resolvemos las contradicciones o nos resistimos a ello; lo aceptamos o nos evadimos.

 

Si alcanzamos el privilegio y la lucidez de comprender seguimos nuestro trayecto livianos, esperanzados, confiados. Si nos sentimos víctimas, nos cargamos de dolor y frustración, nos confundimos con nuestros propios juicios, ponemos raíces de infelicidad en nuestros corazones.

 

En todo momento tenemos la posibilidad de cambiar, de aceptar que otros tienen grandes limitaciones como las tenemos nosotros, de absolverlos de culpas y perdonar sus errores como esperamos que los demás lo hagan con nosotros.

 

Podemos obrar así ahora, o dentro de unos días, o dentro de unos años. Mientras mayor sea la demora en hacerlo mayor será la carga de sufrimiento que tengamos que soportar. Tenemos la solución. Según nuestro propósito y voluntad podremos aplicarla, si no, la tarea no realizada queda pendiente.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 12 de octubre de 2025

Una filosofía de vida.

 

Hugo Betancur

 

Una filosofía de vida es una manera inteligente de contemplar el mundo  -es algo así como verlo con un filtro* de comprensión que modifique y mejore la apariencia de las imágenes que percibimos.

Podemos llamar también a esa filosofía un sentido de la vida -a veces indagamos sobre el sentido de algún asunto o de alguna acción o  creencia; en ocasiones afirmamos que algo tiene sentido o que no  lo tiene, según nuestro parecer.

Que tengamos una filosofía** de vida es una fortaleza y también una disposición o actitud mental decidida por quienes acogemos ese designio.

Instauramos una visión preconcebida que nos permita contemplar el presente según nuestro modo propio y nuestros propósitos  y no según las tradiciones y calificativos  ajenos que nos han cargado -interactuamos con los seres vivos en nuestro plano de tiempo y nos integramos a los escenarios en que nos movemos todos, manifestándonos y expresándonos en lo que llamamos realidad, nos desempeñamos como espectadores atentos a lo que sucede ante nosotros.

Una filosofía de vida nos sustenta mejor que un montón de ideales que pretendamos ajustar a las circunstancias y a los  actores, pues cada momento tiene sus colores y su trama. Ni los demás ni nosotros cabemos en esos moldes prefabricados.

Hemos oído sobre otras “filosofías” que no encajan con el significado de esa palabra: "filosofía del sufrimiento", "filosofía del temor", "filosofía del fracaso", "filosofía de la incertidumbre" -¿acaso podemos asociar razonablemente la sabiduría con estas formas mentales que traen pesimismo, tristeza y malestar a quienes las padecen?

Una filosofía de vida tal vez nos  guie a ejercer como amos de nuestro destino haciéndonos conscientes de nuestros dones y nuestras deficiencias para que podamos emprender los aprendizajes y los cambios oportunos -que son responsabilidad y tarea de cada uno.

Es posible que una filosofía de vida nos torne reflexivos, tolerantes, pacientes, más dispuestos a las soluciones y los acuerdos, y reacios a participar en conflictos y pugnas.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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*“Poner un filtro” es una técnica aplicada por los diseñadores gráficos para modifi_car o mejorar una imagen. Con este procedimiento podemos atenuar o intensificar los colores, hacer más nítida una fotografía, resaltar bordes o líneas de alguna ilustración o retrato.

**Etimológicamente,  la palabra “filosofía” tiene su origen en el griego philosophia (φιλοσοφία). “Philosophia” es vocablo conformado por las raíces  “phílos” (φίλος) -“amigo” o “amante”, y “sophía” (σοφία) -“sabiduría”. Le damos el significado de   “amor a la sabiduría” o “amor al conocimiento”.

La filosofía comprende otros conceptos afines: conocimiento, entendimiento, comprensión,  consciencia, razón, ética, moral…

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domingo, 5 de octubre de 2025

Matar lo que no amamos

 

“Linterna de los muertos. Aquí las cenizas de los deportados incinerados en el crematorio y desaparecidos fueron esparcidas por orden del líder nazi del campo de concentración de Natzweiller-Struthof".  (Natzweiller-Struthof, único campo de exterminio nazi sobre territorio francés, en Alsacia).


MATAR, DESTRUIR, ELIMINAR, ANIQUILAR…

Hugo Betancur


Tiene vida todo aquello que puede manifestar su existencia con formas físicas, acciones, movimientos, expresiones: lo que puede ser observado y evidenciado También tiene vida lo que podemos imaginar, lo que contamos a otros, lo que pensamos, lo que recordamos porque ocurrió -aunque nuestra memoria, por capricho o por incertidumbre pueda tergiversarlo o rehacerlo acomodándolo a nuestro guion ansiado-, y quizás tengan vida los relatos  que armamos como si hubieran sucedido para darle luminosidad y poesía a nuestras insuficientes vivencias.

Los seres vivos dotados de locomoción y de órganos de los sentidos, que tenemos la capacidad de movernos hacia otros escenarios y relaciones, podemos hacer elecciones cambiantes para nuestros destinos; los seres vivos anclados a sus nichos deberán consumir su existencia en los entornos en que nacen y donde manifiestan sus atributos y la finitud de su ser.

La idea de matar* surge en las mentes desprovistas de amor y de paz -o en las mentes confundidas por proyecciones de resentimiento, odio, venganza, culpa y adversidad- y está enfocada habitualmente contra seres vivos, cosas, culturas, colectivos religiosos y políticos o grupos étnicos, eventos psicológicos. Estas ideas de matar son incubadas por el ego altivo que clama por la muerte física, en ocasiones del mismo personaje o ser humano que lo tiene como una parte de su mente -a quien acosa con un mandato demente “mata al que sufre”, que si es cumplido culmina con el suicidio (aquí la muerte da fin a la asociación del personaje y su ego, perecen los dos); otras veces la orden macabra va enfilada contra otros** “mata a quienes te hacen sufrir”, lo que si es obedecido culmina con el homicidio.

Ese ego frustrado y retaliador decreta además unas muertes simbólicas de aquello que le causa malestar en el presente -aunque haya ocurrido en fechas muy lejanas-: relaciones deshechas, planes frustrados, desilusiones y desengaños (todo eso debe ser borrado de la memoria).

Como contraste, el personaje que es controlado por su ego, rehúsa las conciliaciones, ignora la gratitud, evade las responsabilidades y los cambios que le traerán progreso, persiste en mantener los conflictos con la obsesión de vencer a otros a medida que la línea del tiempo se extiende.

Los escenarios que ocupamos, las relaciones que cumplimos, las tareas y aprendizajes que debimos realizar o que evitamos hacer, los papeles que representamos, eran las opciones disponibles en cada momento. Si tomamos la decisión de absolvernos y absolver a los otros actores en esos episodios cargados de emotividad en que participamos, adoptamos una disposición de empatia que libera nuestros temores.


Hugo Betancur (Colombia)

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*Matar [RAE]: Del lat. mactāre 'inmolar', 'sacrificar'.

-tr. Quitar la vida a un ser vivo. U. t. en sent. fig.

-tr. Hacer que algo deje de estar presente. Matar el hambre, el aburrimiento.

**[Las personalidades autoerigidas como las más importantes y más inteligentes han protagonizado  la desmesura de sus egos y de sus planes de dominio en la historia humana: alcanzaron sus roles de depredadores como monarcas, generales, jerarcas de religiones y naciones, lideres de huestes armadas con objetivos de conquista -todos han utilizado el homicidio como su instrumento de aniquilación. Para implementar su poder y autoridad sobre los pueblos mandaron a sus tropas a guerras e invasiones donde sus sirvientes fungieron como asesinos, como combatientes inmolados, como lisiados que retornaban rotulados como héroes, como masas dóciles lanzadas al ejercicio de la violencia en los campos de batalla. Los promotores de todas esas tragedias tienen su puesto en el prontuario de la infamia como villanos y psicópatas de sombría recordación -en nuestro tiempo proliferan como parásitos de los países en las posiciones encumbradas que han usurpado].

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El placer y el sufrimiento, nuestras percepciones contrastantes.

                                                                                                            Fotografía por Hugo Betancur

EL PLACER  QUE  NO  PERDURA

Hugo Betancur

 

El placer alcanzado siempre es insuficiente. Cada uno de nosotros valoramos nuestras experiencias según la manera como las hemos percibido,  según el significado que le dimos o según las expectativas que tuvimos. La conformidad o inconformidad que expresemos dependerá de un resultado previsto.

El placer es una sensación y una percepción que nuestras mentes interpretan según nuestra subjetividad. Cada uno de nosotros aplicamos enfoques y archivos de memoria diferentes para evaluar nuestras vivencias. Como observadores vemos lo que podemos ver y lo juzgamos desde nuestras posiciones. No podemos ver más allá de lo que alcanza nuestra visión y nuestra comprensión.

El placer y el sufrimiento son afines. Cuando pretendemos conservar o mantener el placer encontramos la limitación para experimentarlo como lo concebimos inicialmente, con el esplendor con que lo imaginamos, con la emotividad exultante con que nos dispusimos a vivirlo. Es entonces cuando el sufrimiento empieza a manifestarse en nuestras mentes, porque los objetos de placer o los personajes a quienes dimos la función de proveérnoslo aparecen brevemente en el panorama que podemos tener ante nosotros para luego disiparse, como nuestras palabras de cada instante a pesar de nuestra elocuencia, etéreos, insustanciales, escurridizos.

Las vivencias de placer atrapan nuestras mentes mientras experimentamos las sensaciones pertinentes, para quedar solo como un recuerdo después, cada  vez que el movimiento de la vida nos impulsó hacia otras acciones y relaciones. Esas vivencias ocurren súbitamente y se hacen ineludibles para cada uno porque nos sentimos forzados a participar en su realización: estamos inmersos en el juego de la vida y nos toca replicar a nuestros semejantes para que las escenas tengan sentido y los actores hagamos nuestras representaciones según nuestros atributos y nuestra versatilidad.

A veces desempeñamos nuestros papeles con una teatralidad excesiva, tal vez memorable por el énfasis que ponemos; en otras ocasiones somos actores precarios con un discurso plano e insuficiente. Podemos quedar atrapados en la trampa del placer porque lo alcanzamos en alguna medida o porque sólo sigue siendo un objetivo de nuestras mentes. Se nos convierte en una obsesión, evidente o disimulada, que nos llena de avidez o de frustración.

Todo lo que puede proveernos de placer está sujeto a los cambios contundentes de la vida. Todas las filosofías humanistas han destacado la impermanencia como una ley de la existencia: la transformación del observador y de lo observado en todo momento. Y el placer es demasiado volátil, inconsistente, inestable. El placer que derivamos de nuestras relaciones con la vida es algo así como el néctar que toman los colibríes picoteando velozmente cada flor, sin saborearlo y llevándoselo consigo –tal vez puedan repetir una acción parecida miles de veces y quizá sea el néctar lo que los atraiga; sin embargo, el ritual es efímero y corresponde a la energía del momento y a los recursos disponibles que cambian continuamente.

“Sólo nos pertenece o permanece con nosotros aquello que no puede sernos arrebatado”. La experimentación exhaustiva de las situaciones placenteras nos lleva al agotamiento o a la monotonía, al hastío o al desdén, lo que significa sufrimiento para nosotros. También lo que consideramos la pérdida del objeto de placer o de la posibilidad de repetir los eventos placenteros nos produce sufrimiento: nos sentimos despojados de una pertenencia que asumíamos como permanente y nos mostramos desdichados volviendo a la condición de niños necesitados y dependientes.

En ocasiones, empeñados en obtener las experiencias de placer quizá nos comportamos como los animales que persiguen a su presa sin percatarse del cazador que los acecha desde su escondite con su arma preparada (porque a veces las circunstancias de placer parecen algo así como una trampa montada por quien corre tras el placer o por quien lo ofrece esperando una retribución –y a veces me parece que la misma naturaleza de la vida ha posibilitado la trampa del placer para lograr la perpetuación de la especie humana valiéndose de los acercamientos y contactos sexuales que culminan en la procreación.

Cuando entramos en conflicto, el placer –o, más explícitamente, la ilusión del placer- es lo que consideramos haber perdido, lo que se fue. El sufrimiento es lo que queda a cambio, lo que permanece como rezago o consecuencia del placer que ya no está más.

En nuestras mentes, entramos en choque y olvidamos agradecer las circunstancias y relaciones que nos han sido placenteras y amables. Como contraste, nos embelesamos en nuestros lamentos y nuestras crónicas tristonas y con eso le quitamos la calidez y el valor a las vivencias positivas que nos animaron y nos motivaron.

El juego de la vida nos invita a participar resueltamente apropiándonos de las situaciones y sintiéndonos parte de cada secuencia de la trama en ejecución. Cada uno de nosotros puede decidir qué impresión deja de su paso por esos ambientes donde recreamos los personajes que nos son permitidos y las historias que nos permitirán progresar en los aprendizajes de nuestro ser.

Hugo Betancur (Colombia)

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