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domingo, 7 de diciembre de 2025

El amor que viene de afuera



EL AMOR QUE VIENE DE AFUERA

 

Hugo Betancur

 

Lo que llamamos ilusión es todo aquello que no está presente. Decimos “Tengo la ilusión de conseguir, o de alcanzar, o de realizar esto…”  –y enunciamos la oración gramatical que contiene nuestra idea o nuestro proyecto respecto a lo que esperamos lograr.

Cuando expresamos nuestras ilusiones, nombramos las cosas materiales que pretendemos adquirir, o las relaciones que nos proponemos establecer, o los planes que hemos imaginado. Nos referimos al pasado caducado: “Tuve esta ilusión…” -nombramos el objetivo de nuestra fantasía y relatamos si pudimos obtenerlo o si nos desilusionamos-; o nos referimos al futuro diciendo en tiempo presente: “Tengo esta ilusión…” -y destacamos lo  que debería suceder para nuestra complacencia.

Habitualmente nos comportamos como seres humanos plantados en nuestra subjetividad y esperanzados en que otros le den sentido a nuestras existencias. Por eso volcamos nuestra ansiedad hacia afuera y hacia los demás. Les asignamos funciones y acciones que no correspondemos o no estamos dispuestos a corresponder equitativamente. Si los demás se ajustan a nuestros requisitos, manifestamos que los queremos y que nos quieren, lo que es más un reconocimiento a su entrega y a nuestro provecho que la consolidación de una relación amorosa fluida y recíprocamente generosa.

Esas ofrendas que nos hacen otros al someterse a nuestras solicitudes se convierten en nuestras dosis diarias de adicción: ellos nos proveen y nosotros somos sus consumidores; sin ellos, y sin lo que nos dan, nuestras existencias parecen conflictivas y depresivas –vamos a la deriva buscando nuestros complementos y nuestras quimeras exclusivas, siempre oteando el horizonte lejano y siempre disociados porque todo aquello que ansiamos obtener deberá sernos dado sin nuestra aptitud sincera y responsable de reciprocidad.

Como niños grandes que no hemos madurado ni asumido nuestros dones de autonomía y responsabilidad, nos planteamos la ilusión de felicidad como algo proveniente de afuera, del vasto mundo: nos desempeñamos en esos roles de necesitados y aprovechados en una relación desigual y vulnerable a los desastres emocionales.

Entonces, en esa obsesiva búsqueda de nuestra felicidad exclusiva, fijamos en quienes hemos elegido como nuestros proveedores la tarea de darnos atenciones, cuidados, cosas materiales, sumisión y obediencia a nuestros designios. Bajo esa programación nos convertimos en acompañantes dispuestos al conflicto, a la frustración o a la depresión cuando no obtenemos los trofeos que otros debían prodigarnos según nuestros planes. Cuando avanzamos en la jornada, en algún momento vamos a reaccionar como víctimas si los otros no halagan nuestros requerimientos de adultos niños, improductivos, ansiosos y abruptamente explosivos en nuestras emociones negativas cuando nuestros tutores nos defraudan.

Eso que llamamos amor en ese papel de criaturas de existencias deslucidas esperando sus luminosos redentores es una suplantación.

A pesar de nuestra dependencia en esas relaciones parasitarias y avasallantes, a pesar de nuestros minuciosos y complicados libretos que elaboramos para los demás exclusivamente –como en telenovelas de gran audiencia atiborradas de personajes autocompadecidos y gimientes o llenos de orgullo y de reclamos, y que incitan lágrimas y protestas solidarias y vehementes de sus espectadores al trasladarse a sí mismos al drama que presencian-, esos nexos se van deshaciendo como espuma de jabón en el agua que corre, porque les falta esa esencia de unión que el amor sincero expande y fortalece.

La incertidumbre es otro fenómeno que desdeñamos y que hace parte de los inevitables ritmos de la vida. Todo lo que fijamos en nuestras relaciones como estático y previsible según nuestras creencias y deseos es vulnerable a los cambios mientras el tiempo discurre y las interacciones se van sucediendo: las apariencias son reemplazadas por las evidencias y lo que llamamos realidad va tomando forma y se va imponiendo sobre la rutina y sobre nuestras presunciones utilitaristas.

Cuando realizamos acciones amorosas –cuando expresamos lo mejor de nosotros-, nos destacamos como seres humanos ejemplares y poderosos. Cuando dejamos que nuestro egoísmo se desborde actuamos solo como aventureros ávidos y rapiñeros pretendiendo conquistar nuestros botines despojando a otros o fingiéndoles una disposición amorosa inexistente y ambigua.

Nos perdemos la alegría de las relaciones ecuánimes, constructivas, mutualistas, generosas, cuando protagonizamos esos papeles de actores ensimismados y narcisistas: bajo ese yugo, nos perdemos la belleza y la poesía de los sentimientos que brotan espontáneamente cuando establecemos nuestras relaciones desde nuestra condición de autonomía y libertad y reconociendo esos valores en los demás.

Al realizar el inventario de cada existencia, seguramente la mayor satisfacción y plenitud serán el resultado de lo sembrado, de lo prodigado a otros, de la ternura y el servicio que pudimos dar a todos aquellos seres humanos que decíamos amar y considerar importantes en nuestro accidentado itinerario.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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sábado, 6 de diciembre de 2025

Como reconocer la sociopatología "Mente estúpida"

¿SABES RECONOCER A UN ESTÚPIDO?

 

La Teoría de la Estupidez de Bonhoeffer.

Podemos considerar las "Mentes estúpidas" como mentes robóticas, actuando bajo una programación lineal rígida, incapaces de cambiar porque no asumen aprendizajes y porque carecen de empatía con otros.

Un arquetipo de esta psicopatología-sociopatología: el tirano gobernante de la Federación Rusa actual, émulo del depredador austroalemán llamado "führer und reichskanzler" en su tiempo de barbarie y horror.


 

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Ritmos de la vida: acciones y pautas de interacción.


                                                                    Wadi_Musa,Gobernación_de_Ma'an,Jordania-PETRA-Fotografía por Diana Valderrama

RITMOS DE LA VIDA

Hugo Betancur

 

Los ritmos de la vida y la vida misma son manifestaciones convergentes de lo existente, ocurren simultáneamente.

La vida y sus ritmos son eventos relacionados: una y otros son sucesos progresivos, son secuencias de acciones y conformaciones.

La naturaleza y los seres vivos expresamos en todo momento atributos y condiciones que propician nuestros ritmos, rápidos o lentos, sutiles o estruendosos, apagados o imponentes.

Las causas producen efectos y los efectos producen otras causas porque todo es movimiento. Aunque los observadores solo fijemos nuestras miradas en la aparente inercia exterior, el movimiento interno prosigue.

Los ritmos parecen suceder como cascadas de eventos diferentes que hemos llamado acciones y retribuciones, contracción y expansión, causas y efectos, estímulos y respuestas, anterior y posterior, crecimiento y decrecimiento, acciones y reacciones, claridad y oscuridad. 

Si nos acogemos a los ritmos de la vida, podemos ajustarnos a la transitoriedad de las circunstancias y las relaciones; podemos seguir sus acordes y cumplir sus requisitos –ningún apego, ninguna resistencia, acogernos a sus ciclos y cambios. 

Los ritmos de la vida nos anuncian cuándo nuestras relaciones entran en crisis; cuándo las dificultades acumuladas y no resueltas nos ponen en pugna con aquellas personas que nos han acompañado; cuándo todo aquello que consideramos –o que otros consideran- como negatividades intolerables se ha convertido en una barrera de separación. Nos dan indicios, o nos muestran panoramas, muy completos sobre la actualidad de lo que llamamos nuestras relaciones afectivas o de pareja, y nos revelan cuándo llegamos al más alarmante estado de divergencia y de disociación y cuándo los participantes mostramos nuestra mayor indiferencia, o hastío, o agotamiento, o rechazo. 

Esos ritmos nos advierten también cuan lejanos estamos de los miembros de nuestra familia y de nuestros amigos –o cuan lejanos están ellos de nosotros-. Nos ponen enfrente como extraños que no reconocemos los nexos de construcción, mutualismo e integración, ni unos propósitos de progreso y fortaleza compartida para las etapas de éxito y para las de aflicción, para las de abundancia y de carencia (donde los roles son alternados: alguien asiste y alguien es asistido, alguien provee y alguien recibe, alguien se muestra confundido y alguien lo acoge y lo guía). O nos ponen enfrente como reconocidos amigos y parientes que valoramos mutuamente nuestra presencia en el cordial encuentro temporal en que coincidimos y en que nos acogemos regocijados y hospitalarios.

Los ritmos de sus vidas –y de nuestras vidas-, nos muestran perentoriamente que muchas personas han cambiado y que lo que son en el presente no corresponde ya a las imágenes que tenemos de ellas. Y nos muestran las respuestas y las soluciones que requerimos sobre nuestros procesos particulares, que hemos dejado pasar de largo porque estamos desatentos, o distraídos, o indiferentes, o simplemente conformes y resignados con los esquemas que aplicamos a nuestra existencia. 

Los ritmos de la vida nos colocan insatisfechos y retadores frente a situaciones y relaciones en que no vemos progreso ni compensaciones motivadoras y en las que nos sentimos menospreciados o excluidos.  

Psicológicamente, no es adecuado que nos quedemos estancados o rezagados, rechazando lo que sucede o resintiéndonos contra ello. Como actores, estamos involucrados en las situaciones y debemos representar nuestros papeles dinámicamente; como espectadores, podemos observar atentamente todo lo que pasa en el escenario con un propósito de entendimiento. Con sus fenómenos variables de prodigalidad y escasez, de expansión y contracción, la vida nos empuja constantemente hacia los cambios. 

Estamos envueltos en la trama de la vida: en sus escenarios improvisamos nuestras relaciones y acciones y ensamblamos nuestros personajes con agregados de tradiciones, creencias, cultura y experiencias.

La naturaleza, y todos los seres que habitamos sus espacios ejecutamos los ritmos de la vida. 

Esos ritmos son pautas de acción, fenómenos que guían, o propician, o inducen, otros fenómenos, y que proceden de antecedentes conformadores.

Quienes realizan un baile mientras escuchan una pieza musical, siguen la cadencia establecida acomodando sus movimientos a los sonidos cambiantes. Saben que deben “seguir el ritmo” o “adaptarse al ritmo”, tan armoniosamente como les sea posible. Otros produjeron previamente la melodía que ellos ejecutan. 

Los ritmos de la vida   son acciones y fuerzas desplegadas para producir cambios. Esos ritmos son información activa que fluye a través de los seres vivos y del entorno natural en sus procesos y relaciones.

Los ritmos y los eventos, comportamientos o acciones tienen un momento* de representación coincidente (el presente de las causas y los efectos).  Ese momento* es un movimiento fugaz en el tiempo y el espacio, es un movimiento incesante, que no puede ser congelado porque ya fue desatado su ímpetu. 

Los ritmos de la vida pulsan como evidencias que nos parecen contrastantes a quienes observamos lo que va sucediendo.

Como la vida, esos ritmos son cambiantes. Como cada pieza musical tiene sus ritmos, así las circunstancias y elementos de la vida tienen los suyos. 

Si como seres humanos nos acogemos a los ritmos del ahora, fluimos a corriente con el curso de la vida.

Llamamos acciones pertinentes a nuestras acciones más coherentes con las situaciones y relaciones que atravesamos. Hay momentos óptimos para sembrar las semillas, para que las plantas puedan crecer vigorosas y sanas, para producir y madurar los frutos, para recoger las cosechas. Son los ritmos de vida de las plantas y de la vida en resonancia. 

Influimos en los ritmos de la vida y los ritmos de la vida influyen en nosotros. Algunos ritmos son avasalladores y nos subyugan con la energía desplegada; otros ritmos se ajustan a nuestras cadencias momentáneas.

Según nuestras actitudes y comportamientos, algunos ritmos se tornan recurrentes: condiciones y acciones semejantes a las que precipitaron eventos conflictivos, vuelven a producir un efecto parecido si se repiten. Por eso los ritmos de la vida son señales que nos indican qué transformaciones y modificaciones son apremiantes para restablecer nuestro equilibrio y nuestra paz. 

Cuando están presentes los miembros de la familia que han sido convocados, es el momento de tomar la fotografía para nuestro álbum de recuerdos. La reunión familiar dispone el ritmo justo para ese registro gráfico de la celebración. No antes, no después: en el justo momento del encuentro. 

Ubicamos los ritmos de la vida en una línea simbólica de tiempo y en unos espacios de ocurrencia, que son referencias para describirlos. 

Muchas veces, representando nuestros dramas y nuestros intereses, nos quedamos atascados en situaciones amargas que consumen nuestra energía y nos mostramos desvalidos y recelosos. La vida nos revela entonces sus ritmos incontenibles de cambio y sus inevitables fluctuaciones y nos impulsa a renunciar a nuestra pasividad y nuestro marginamiento. Salimos de nuestro retiro auto impuesto -estado de contracción- y entramos en la comunicación con otros –estado de expansión-. 

Volvemos a integrarnos al movimiento de la vida y aceptamos la dualidad como su insustituible premisa de aprendizaje mientras compartimos las experiencias de nuestras efímeras jornadas.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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*Momento o momentum: el instante de tiempo en que ocurre un evento.

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RITMOS DE LA VIDA. Videoclips ilustrativos:

Grow Up, Cool Down:


Breathe in, breathe out:

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martes, 2 de diciembre de 2025

Sanando nuestras mentes y liberando nuestros yugos.

                                                         Lo que ve el observador. Fotografía por Elízabeth Betancur


LA  REPARACIÓN  DE  LO VIVIDO:

sanando nuestras mentes.


Hugo Betancur

 

En nuestras mentes, la vida es una sucesión de acontecimientos. Para efectos descriptivos podemos representarla en una línea de tiempo: colocamos allí en una secuencia cronológica diversos hechos -lo que ya ocurrió-, y los ubicamos en un trayecto que va desde el pasado hasta el presente.

Imaginamos pasajes puntuales para elaborar una historia de lo sucedido y los relatamos según  el estado de nuestras mentes. Cada uno de nosotros ve un mundo distinto según su enfoque particular, según las experiencias que haya tenido, según la comprensión o entendimiento que haya alcanzado y según la información o creencias que utilice para interactuar con los demás.

El mundo que vemos es el panorama posible para cada uno de nosotros; allí establecemos unas opciones y elegimos las que consideramos adecuadas para conformar nuestra realidad.

Nuestras mentes son un archivo de vivencias, interpretaciones y deducciones. Decimos que tenemos una visión propia de la vida y suponemos que eso es nuestra “individualidad”, o nuestra personalidad, o nuestro carácter. ¿Es eso lo que somos o son papeles que representamos según el momento de la actuación, según las circunstancias y según las creencias que hemos asimilado de las cultura familiares y sociales que nos aleccionaron?

Cuando nos relacionamos con otros, nos relacionamos con seres vivos que traen una historia a cuestas. Cada biografía puede sugerirnos un pasado feliz o infeliz, afortunado o adverso, colmado de triunfos o plagado de derrotas. 

Nos relacionamos, entonces, con personajes que llevan sus cargas provenientes de experiencias que les siguen causando aflicción o sufrimiento, que están ancladas a su pasado y que nos involucran en sus conflictos no resueltos –nos hacemos parte de su pasado, de sus tareas pendientes por hacer, de sus temores y de sus rechazos, de sus escapes y de sus aversiones. O nos relacionamos con personajes que se han puesto en paz con las situaciones atravesadas en que participaron, que de alguna manera se han liberado de sus efectos –nos hacemos parte de su actualidad y podemos compartir las circunstancias comunes en el ahora. 

Nuestro inconsciente guarda los episodios vividos con toda la fuerza emocional y sentimental con que los experimentamos y los interpretamos en su momento. Considero que una representación conveniente para entender cómo registramos o guardamos nuestras vivencias es la imagen de un repollo: cada capa es un evento; vamos apilando uno sobre otro y superponiendo los sucesos en forma de espiral hasta formar una estructura cerrada donde lo más antiguo queda oculto y sólo podemos acceder a lo más reciente. Si percibimos lo vivido como una herida, una ofensa o un daño que otros nos infligieron, la capa de repollo correspondiente a esa etapa de existencia guarda como evento en el inconsciente una distorsión, una crisis no superada, algo así como una deuda por retribuir. 

Si posteriormente elaboramos un duelo adecuado o una comprensión inteligente sobre lo sucedido, sus consecuencias se atenúan en nuestras mentes y es probable que dejen de perturbarnos y que se diluyan en la memoria como escenas de una crónica que ha perdido trascendencia. 

Si no procesamos adecuadamente nuestros retazos de historias, invaden continuamente nuestro presente y nos causan malestar y tensiones: se constituyen en una barrera o un escollo para comunicarnos equitativamente con otros porque forjamos un guion mental de víctimas o de seres humanos que no hemos podido sanar nuestras heridas y que tememos ser afectados de nuevo, por lo que nos encerramos tras un cerco de defensas, de prejuicios o de evasiones falseadas.

Cada ser vivo hace lo que puede desde las condiciones propias de su mente. Podemos darnos cuenta que todas nuestras acciones afectan a otros positiva o negativamente, constructiva o destructivamente. Si logramos un estado de consciencia adecuado podremos entender que todo lo sucedido es una consecuencia, una intrincada o clara relación de causas previas y efectos posteriores: podemos asumir una actitud de comprensión-compasión para subsanar* lo que ya hemos vivenciado, si tenemos esa disposición sincera de mente y corazón.

Para sanar nuestras mentes podemos liberar todas las culpas y los juicios que lanzamos contra otros mientras nos eximíamos de responsabilidad y evitábamos los cambios requeridos. En el escurridizo presente podemos dejar de acumular pretextos y evasiones, podemos aceptar que vivimos en planos de manifestación donde todo puede ser transformado por nuestras acciones y procesos de aprendizaje -o donde al menos podemos intentar promover transformaciones que quizá otros actores  acojan. 

Cuando decidimos asumir nuestros procesos de existencia o de experiencia como propios, emprendemos una pesquisa mental para descubrir las distorsiones de nuestras creencias antagónicas y disociadoras que inevitablemente nos causan malestar y desequilibrio psicológico y orgánico.

¿Cuáles son nuestras posesiones más valiosas, aquellas a las que dedicamos nuestra mayor energía de cada día? ¿Son posesiones funestas que nos ponen en riesgo de sufrir daños, enfermedades y apegos obsesivos?  ¿Son posesiones venturosas que nos atraen satisfacción, bienestar y libertad? 

Según las manifestaciones de nuestras relaciones con todo lo que nos rodea, de alguna manera somos responsables de lo que sucede en nuestras vidas –y también en la vida de otros.
     Muchas veces la rutina establece su reino y sume a sus súbditos en un letargo profundo donde experimentan sus sueños que son solo sueños vagos porque falta la autonomía y la consciencia* del soñador -la consciencia de quien se da cuenta que sueña. Los días transcurren planos y fatigosos. Podemos saber que hemos entrado al reino de la rutina cuando no incorporamos aprendizajes y cambios significativos en nuestras vidas.

Tal vez la mayor riqueza de nuestras relaciones consista en que propicien esos cambios y aprendizajes constantes que nos impulsen anímicamente y nos motiven a valorarnos y a valorar a quienes nos acompañan. 

¿Qué podremos elaborar con nuestros lamentos y quejas sobre el pasado que no sea desolación, dolor y pesimismo? 

 

Hugo Betancur (Colombia)

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*Subsanar. tr. Reparar y resolver un error o resarcir un daño.

**Consciencia. f. Término usado más en contextos médicos o filosóficos, referido a la capacidad de percibir la realidad y a sí mismo, mientras que conciencia abarca tanto esa percepción como el juicio moral.  RAE.

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