Los “enfermos mentales*"
que no logran sanarse
Hugo Betancur
Los médicos encontramos con frecuencia personas
aquejadas por lo que llamamos enfermedades mentales (según las clasificaciones
para diagnóstico establecidas para la profesión), que son trastornos en sus
comportamientos, y que atribuimos a disfunciones biológicas -representadas en
el cuerpo o en algún área cerebral-, o a disfunciones psicológicas
–representadas en manifestaciones de su personalidad que no asociamos con
anormalidades orgánicas evidenciables.
Cuando avanzamos en la interacción de médico y
paciente respecto a quienes muestran comportamientos psicológicos
perturbadores, algunos vislumbramos eventos en sus historias particulares y sus
relaciones que les causaron impresiones devastadoras que no han logrado
trascender. Están fijados en el conflicto creado en sus mentes y las
situaciones representativas siguen latentes allí. Estos seres humanos nos
parecen impotentes en esos momentos para cambiar sus interpretaciones sobre el
pasado, que para ellos fueron infortunadas y traumáticas. Persiste en sus
mentes la imagen subjetiva de víctimas por las acciones u omisiones de otros que
los afectaron.
A los pacientes que tratamos por esos trastornos,
les prescribimos las equívocamente llamadas drogas psiquiátricas –fármacos con
mecanismos de acción sobre el sistema nervioso central o cerebro neuronal.
Estas sustancias químicas solo les controlan o inhiben parcial y
transitoriamente las áreas del cerebro que les sirven de puente para expresar
sus desajustes con sus comportamientos y acciones.
Un sector progresista de nuestra medicina alopática
reconoce ahora que la mayoría de los trastornos de comportamiento son
consecuencia de la interacción de factores biológicos,
ambientales y socio-familiares, que las drogas no resuelven adecuadamente.
Los fármacos utilizados para tratar trastornos de
comportamiento no pueden modificar las mentes de los pacientes ni cambiar la
información negativa o conflictiva que ellos asumieron y mantienen. Esos
medicamentos solo atenúan su reactividad, su impulsividad y su agresividad o su
apatía, produciéndoles sensaciones pasajeras de alivio, por lo que deben
tomarlos regularmente. Son drogas que alteran bioquímicamente el cerebro, con
efectos secundarios de deterioro acumulativo en las funciones y los tejidos.
Otras terapias y terapeutas deben participar
también en la asistencia a los pacientes diagnosticados como enfermos con
trastornos psicológicos -sin alteraciones orgánicas evidenciables-.
Posiblemente el enfoque y evaluación deba remontarse al entorno psicosocial y
familiar y a las características propias de la personalidad de los pacientes.
Estos podrán lograr progresos significativos de bienestar cuando comprendan la
información adversa y reiterada que precipita sus estados de hostilidad o
aplanamiento anímico. Una vez reconocida la causa pueden realizar acciones para
liberar las cargas de sus mentes.
El cerebro es la base de datos neuronal, pero cada
operador es quien debe dirigir sus procesos mentales no neuronales –su psiquis-
y es quien debe afrontar sus interacciones en su acto de vivir.
Las afecciones que definimos como psicológicas o
psiquiátricas tienen demasiados nexos causales con los sistemas de creencias o
cultura, con las relaciones y con los hábitos de vida de quienes las
representan. Cuando no existe la disposición ni la conciencia suficiente para
cambiarlos, estos trastornos progresan hacia estados patológicos con síntomas
orgánicos que perturban los ritmos del cuerpo. Los remedios materiales que
provienen de afuera son insuficientes para resolverlos. El enfermo debe volver
hacia sí mismo, hacia la complejidad de sus vivencias y relaciones cumplidas,
para des-cubrir cómo conformó su desequilibrio. Si no lo hace, permanecerá en
la oscuridad y no podrá ver con claridad cuál es su responsabilidad en la
enfermedad. El mejor ciego es el que asume que no puede ver y el tullido más
ejemplar es aquel que no está interesado en caminar.
Además, vemos a pacientes que utilizan su
enfermedad diagnosticada o su desvalidez para manejar eventos y relaciones
desde su condición dolorosa o desde su limitación funcional, lo que muchas
personas han definido como "la ganancia secundaria". ¿Qué intención
de liberarse de la enfermedad podría tener quien la utiliza como un modo de
vida? ¿Qué cambio podría lograr quien no ha decidido cambiar o quien está
conforme con lo que vive?
Y aquí es donde la medicina oficial, o
institucional, o alopática, no tiene campo de acción, y donde los
especialistas, con su arsenal terapéutico fragmentario, no logran incentivar
una transformación sustancial sobre los seres humanos que tratan. El trabajo
que provenga de aquellos -las instituciones y los especialistas- será solo de
diagnóstico, de atención médica interdisciplinaria, de prescripción
farmacológica y de cuidadores providenciales, sin lograr restablecer la salud
de sus pacientes sin los cambios que les corresponde asumir a ellos, y tendrá
manifestaciones muy contradictorias y restrictivas -algo así como poder
administrarle solo analgésicos a quien experimenta una grave y dolorosa
infección.
Las enfermedades llamadas mentales psicológicas
–sin alteraciones en el organismo- son propiciadas por los sistemas de creencias,
las rutinas, las relaciones, y los hábitos de vida de quienes las manifiestan.
Estos seres humanos que son afectados por esas circunstancias, muchas veces
esperan que otros les den sustancias milagrosas que los sanen mientras
persisten en las rutinas que los aprisionan.
Reconozco que una masa estadísticamente importante
del personal médico adhirió a unos dogmas que adjudican al cuerpo físico
la vulnerabilidad a las "enfermedades mentales" -esta colectividad
médica asume que la mente es el cerebro neuronal y que esos procesos de
distorsión que los pacientes padecen deben tener algún antecedente bioquímico u
orgánico. Los seguidores de esa corriente presumen que lo que aparece
como un desequilibrio catalogable en una lista de diagnósticos con manifestaciones
psicológicas de perturbación es una condición física y que debe ser tratado con
los llamados psicofármacos.
Lo evidente en nuestra práctica clínica es que
observamos unas circunstancias explosivas iniciales que viven nuestros
pacientes. A partir de esas vivencias, sus síntomas de enfermedad van siendo
conformados. Esas perturbaciones arrancan por eventos de crisis o de conflicto
con algo o alguien que las personalidades experimentan -pérdidas, rupturas,
cambios no previstos o temidos o rechazados.
Y esas personalidades se quedan desorientadas, en
pugna con aquello que las ha llevado a sentirse heridas o afectadas. Los
psicofármacos producen entonces, bioquímicamente, una tranquilidad
artificial durante el día y un sueño limitado durante algunas horas de la noche
para que la mente no ocupe las áreas de pensamiento del cerebro que agitan al
paciente, o producen un aplanamiento afectivo o una aparente calma al
interferir con las funciones del sistema nervioso (según eso, los locos se
tornan menos locos y los deprimidos menos deprimidos cuando están
"drogados", aunque las causa y los efectos de la enfermedad no hayan
sido resueltos. La pregunta clave sigue siendo ¿qué falta por hacer?
Nuestro estado de malestar no cambia si persistimos
en las justificaciones y retraimiento con que lo estructuramos.
La dualidad de querer sanarse habiendo decidido -o
aceptado- seguir enfermos, es lo que impide esos cambios. Y ninguno puede ser
sanado contra su voluntad ni con su abierta oposición.
Y claro, algunos pacientes tratados como
siquiátricos, llegan a un momento de sus vidas en que muestran mejoría
significativa y pueden prescindir de las drogas que les administraban y de las
que parecían depender. Yendo plenamente a la historia de sus vidas podemos darnos
cuenta que las relaciones, eventos, rutinas y sistemas de creencias que
producían malestar y graves conflictos en sus personalidades han sido
modificados para satisfacción de ellos y que su posición desventajosa u
oprimida se ha vuelto equilibrada y positivamente motivadora: desparecida la
causa, el efecto deja de producirse y ellos logran ese estado de liberación y
autonomía que es puerta franca hacia su salud. Las drogas, el personal médico y
las instituciones les sirvieron como soporte adecuado pero insuficiente en esa
transición que vivieron y que pudieron superar.
Hugo Betancur (Colombia)
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