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lunes, 19 de junio de 2023

La historia de cada uno

                                                                                                                     Fotografia por Elízabeth Betancur.

ADULTECER Y ADULTESER

Hugo Betancur

 

Nuestro crecimiento es un proceso de maduración, de aprendizaje y de adaptación –la adaptación no es la incorporación a un nicho estático donde imitemos comportamientos sino la integración en nuestras relaciones con el entorno y con los seres vivos: nos planteamos cómo fluir inteligentemente en nuestros ambientes, qué podemos aportar, como conciliar nuestras diferencias y divergencias.

Adultecer podría ser también el proceso de asumirnos a nosotros mismos, de adulteser, asumiendo virtudes o atributos positivos y optimistas –aceptación plena de nuestros destinos, de nuestras tareas y nuestros cambios solucionadores, de nuestros personajes a representar con sus complejidades sombrías y sus virtudes, de nuestras relaciones familiares, sociales y culturales en que desplegamos nuestros talentos, nuestra ignorancia y nuestros emprendimientos. Adultecer también nos confronta con la resolución de nuestras crisis, nuestros duelos y nuestras rupturas.

Si adultecemos llenándonos de asuntos pendientes y de tormentos que esperamos que otros atiendan o gestionen, nuestra perspectiva se torna pesimista -¿cuál es nuestro ánimo a medida que acumulamos tareas de nuestras mentes y cuál es nuestro ánimo cuando las resolvemos?  Hagamos una metáfora doméstica: imaginemos la cocina de nuestra casa atiborrada de trastos sucios que apilamos solo durante unos pocos días y nuestra flojera para lavarlos y recuperar el aspecto acogedor de esta sección del hogar -¿Cuál es nuestro ánimo antes y después de asear los utensilios y los estantes?

Adultecemos sanamente apropiándonos de la comprensión, de la tolerancia, de la paciencia, de la superación de nuestro traumas mentales –nuestros guiones de infelicidad y de “heridos” por otros que nos llevan a auto victimizarnos-, (seguramente fuimos mal tratados, desdeñados, marginados de alguna situación o privilegio, desqueridos porque otros no podían expresar sentimientos acogedores y protectores hacia nosotros, y todo esto ha ocurrido porque tanto ellos como nosotros obramos según las circunstancias de nuestras mentes y según las alternativas asequibles para cada uno.

Adultecer nos lleva al entendimiento de que muchos seres humanos que nos afectaron hostilmente seguían el impulso de su personalidad y de su ego y no el propósito de hacernos daño.

Probablemente al adultecer vayamos declinando, desemocionalizando nuestros apreciaciones sobre lo que otros hacen o dejan de hacer, perdiendo nuestras tendencias hacia la discordia y la grandiosidad,  atenuando los inútiles dramas que representamos para medir fuerzas con aquellos que estigmatizamos como nuestros adversarios.

Tal vez en el empeño de preservar nuestra paz logremos identificar un patrón de comportamiento propio de muchos seres humanos: la mentalidad de depredadores que los arrastra a las conquistas y a la pretensión de someter y vencer a otros en una enfermiza obsesión de poderío: con esa ambición despliegan ataques y cavan trincheras para amenazar e intimidar -se vanaglorian de sus luchas externas,  de sus idiosincrasias egocentradas y de la información discordante de sus mentes, y se privan a sí mismos de las acciones y relaciones cordiales.

Desde niños elaboramos nuestras ideas sobre el mundo, sobre los otros, sobre nosotros mismos. Conformamos nuestro repertorio de creencias y nuestra filosofía particular de la vida y nos ubicamos en los espacios disponibles.

A medida que escalamos la categoría de adultos también vamos declinando, no volvemos más calmados, menos adictos a los sobresaltos emocionales y a las discrepancias -un poco más tolerantes o indiferentes-, vamos dejando las amarguras afuera como quien se refugia de la lluvia en su casa y mira desde su ventana como arrecia el ventarrón y como el agua se precipita contra las cosas y los transeúntes.

Solo dejan huellas los hechos, la semilla plantada y abonada, que se eleva hacia el cielo con su tronco y sus tallos para verdecer y dar frutos. Lo que no sucedió no deja evidencias o queda como una omisión que nos podrá afectar o favorecer según su trascendencia y nuestra participación.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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