LO INESPERADO, LO IMPREVISTO, LO INEVITABLE.
Hugo Betancur
Muchas veces nuestras actitudes contemplativas hacia el pasado parecen de sumisión, o de enganchamiento: nos mostramos como seres humanos subyugados o ligados a los sucesos y personas que fueron parte de las tramas o relaciones en que nos vinculamos transitoriamente –siempre transitoriamente porque la vida es un río que avanza, a veces impetuosamente y a veces calladamente, sin detenerse aunque nuestra confusión y nuestros apegos pretendan estancarla.
La visión que hayamos formado sobre nuestras vivencias y la interpretación que hayamos concebido nos ubican en alguno de los extremos de la dualidad –la aceptación o la negación, la comprensión y la asimilación que nos liberan de lo pasado, o la incomprensión y el empecinamiento que nos mantienen atrapados en los asuntos que ya sucedieron.
Muchas veces nos quedamos pasmados, como actores perplejos que de momento no logran enunciar sus líneas de dialogo, o nos exaltamos incontenidos en la representación del personaje que encarnamos, con nuestros egos alborotados y vehementes y con nuestra importancia personal desbordada; perdemos el impulso para seguir participando fluidamente en las relaciones y tareas de la vida y nos rezagamos mientras los otros asumen la iniciativa y se van acomodando a sus papeles cambiantes.
Tal vez nos comportamos como niños caprichosos que exigen a gritos el juguete predilecto para sus juegos en el momento en que sus padres han decidido que deben irse a dormir; y quizá como niños frustrados, reaccionamos con rabia y con llanto porque la vida y los demás no satisfacen nuestros deseos o nuestras demandas.
Sin embargo, la vida tiene sus propias leyes y procesos: somos demasiados protagonistas interactuando en nuestros papeles en escenarios incontables y todos nuestros actos están acoplados al conjunto humano –es posible que nuestros pares en el juego no logren atrapar la pelota que les lanzamos y que siguiendo la inercia de su movimiento vaya a estrellase contra una ventana quebrando un vidrio y creando un conflicto con el dueño de la casa, lo que no era nuestro propósito.
Nuestras acciones, y las acciones de nuestros predecesores han propiciado potenciales de acción que se manifiestan en relaciones y acontecimientos inevitables y obligatorios que nos envuelven aunque no los hayamos previsto –la roca que empujamos y soltamos en lo alto de la montaña rueda arrolladoramente hasta que agota su ímpetu o hasta que un obstáculo mayor la detiene, y puede causar destrucción o daños a su paso que nosotros no consideramos cuando la removimos de su sitio de reposo.
En los ritmos de la vida, la expansión y la contracción son fenómenos alternados: todos los seres vivos y la naturaleza participamos en su ejecución y somos afectados por su ocurrencia.
Consideramos que algunas situaciones suceden en un momento que nos parece oportuno y que otras suceden intempestivamente. Las primeras nos parecen gratas o benévolas y las segundas nos parecen adversas o perjudiciales.
Hay un momentum, un ahora, en que las circunstancias propician lo que puede acontecer -y lo precipitan, a veces.
Todo está preparado y no podemos controlar el conjunto porque somos sólo piezas del engranaje en movimiento, ocupando nuestros sitios y realizando nuestras pantomimas o nuestros dramas según nuestros atributos y condicionados por las limitaciones y realizaciones de los otros.
Nos resistimos a que las situaciones prosigan hacia sus desenlaces y se pierdan en la bruma de nuestras historias particulares y nos quedamos lelos en la estación dejando que el tren de la vida siga su trayecto mientras nos quedamos paralizados juzgando duramente y reprobando a quienes no nos agradaron o a quienes desde su ego alborotador nos afectaron –y ese y no otro era el guión que ellos y nosotros podíamos representar.
A veces las circunstancias experimentadas nos llevan a reaccionar con ríos de lágrimas, o con quejas que podrían ocupar muchos horas de grabación en medios magnéticos –la recopilación sonora de nuestros lamentos, nuestras protestas y nuestros reproches-, o con largas noches de insomnio, o con años enteros de malestar, culpa y autocompasión, o con resentimiento y odio que nos consumen. Todo eso es sólo nuestro drama personal, o la tragedia que armamos a nuestro modo con nuestras creencias y nuestras percepciones. La vida, incontenible, sigue su curso. Nuestro llanto y nuestros reclamos no deshacen lo sucedido; lo que murió, lo que pasó, va quedando atrás y como viajeros nos corresponde acogernos a los ritmos de la vida y seguir nuestros trayectos sin desfallecer.
Nuestros relatos son nuestra elección y nuestro propio retrato. Si escogemos como asunto cotidiano la negatividad, lo triste, lo luctuoso, lo que consideramos nuestras heridas, entonces nos empeñamos en protagonizar nuestros papeles de héroes dudosos o de sobrevivientes lisiados y tambaleantes. Asumimos rostros dolidos y gestos pesimistas y los demás pueden vernos como actores patéticos queriendo impresionarlos con las adversidades que hemos adoptado.
Si no logramos cambiar ese panorama psicológico lúgubre, alcanzamos la cima en esos roles exagerados y podemos crear enfermedades tan extremas como la película que hemos concebido.
Aquello a lo que más valor le damos es lo que mantenemos presente en nuestras vidas.
El resultado de nuestras representaciones: ¿nos produce satisfacción, alegría, bienestar? ¿o nos produce frustración, tristeza, malestar?
Muchas situaciones de la vida que nos negamos a asimilar son obligatorias e inevitables y nos sorprenden porque no las habíamos previsto; sin embargo, ocurren con toda su trascendencia y su vigor, y son siempre pasajeras, aunque no las entendamos, aunque las rechacemos reiteradamente. Aparecen en nuestras mentes y como observadores podemos comprenderlas y dejarlas ir, o podemos cargarlas como recuerdos pesados y desapacibles. A fin de cuentas, cada actor decide si se acomoda a su papel o si entra en pugna consigo mismo y con el libreto que le toca interpretar.
Hugo Betancur (Colombia)
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