IDIOTAS ENCUMBRADOS, DESTRUCTIVOS, FAMOSOS.
Hugo Betancur
Asumimos posiciones frente a la vida a medida que pasa el tiempo de
nuestras fugaces existencias humanas.
Interactuamos con los demás en relaciones funcionales, según las condiciones que hemos elegido cuando tenemos libertad para hacerlo, o según las condiciones que nos han sido programadas e impuestas cuando estamos subordinados a lo que otros deciden que hagamos.
Representamos los papeles correspondientes a nuestras personalidades en
evolución.
En algunos momentos de este drama mundano, parecemos autónomos y
dominantes; en otros momentos actuamos como dependientes y súbditos de las
determinaciones de otros.
En estos escenarios de la Tierra, algunos personajes han transgredido el
equilibrio en las relaciones y se han dado a la tarea conflictiva y escabrosa
de someter a los demás y de imponerse sobre sus vidas.
Han presumido que ellos debían ser servidos y acatados y han maquinado
desde sus posiciones de poder para trazar acciones destructivas y tácticas de
control contra sus contemporáneos.
Estos personajes tuvieron un rasgo común: desempeñaron roles de idiotas.
La palabra idiota es un adjetivo que proviene del griego ἰδιώτης, idiōtēs, de ἴδιος, idios -significaba
“lo privado, lo particular, lo personal”-. Con la misma raíz ἴδιος encontramos otros sustantivos
como “idiosincrasia”1 y también “idioma”2.
En latín, la palabra idiota (una persona
normal y corriente) precedió al término del latín tardío que
significa «persona sin educación» o «ignorante». Según la acepción
antigua, idiota era quien se preocupaba solo de sí mismo, de sus intereses
privados y particulares, desdeñando o no dándose cuenta sobre cómo
afectaban sus acciones su entorno social y qué consecuencias le acarrearían sus
comportamientos –qué retribución tendría que experimentar por sus actos.
Estos idiotas fungieron como actores encumbrados con la disposición y
los recursos apropiados para ejercer intimidación, violencia, y destrucción
contra individuos o colectividades. Se desempeñaron como conductores de
ejércitos o de hordas conquistadoras, o como emperadores o reyes, o como
villanos o dictadores, o como líderes de gobiernos e instituciones, o como
criminales aislados. La mayoría de estos sujetos oscuros fueron aniquilados
después como retaliación por sus actos disociadores y crueles -otros realizaron
actos suicidas, un modo tan trágico como sus desaforadas biografías, para
abandonar los escenarios; otros fueron consumidos por graves enfermedades
derivadas de sus insanos hábitos mentales.
Probablemente estos personajes representaron sus roles tempranos como
niños caprichosos y demandantes empeñados en obtener la obediencia de sus
padres y allegados con sus rabietas, sus llantos ruidosos y su hostilidad
condicionadora –tiranos precoces manipulando las emociones y sentimientos de
sus progenitores para su exclusivo provecho y placer-. Posiblemente refinaron
ese infantil ejercicio de la maquinación hasta llegar a ser adultos ególatras y
fanáticos que veían a los demás como sus sirvientes o como lacayos utilizables
y dóciles.
Desde la antigüedad, ejercieron sus tácticas de terror contra seres
humanos en situación de indefensión, desventaja o vulnerabilidad.
Avasallaron y constriñeron a personas aisladas o grandes grupos de población y
se sintieron omnipotentes desde sus posiciones de poder.
Se desempeñaron como potestades locales o como cabecillas de huestes
invasoras que doblegaron a sus víctimas inermes con sevicia. Fueron causantes
de genocidios, de muertes físicas y devastación, de torturas, intimidación y
desplazamiento o exilio forzado.
Fueron temidos y recibieron el culto que les rindieron sus sirvientes y
oprimidos a sus personalidades perturbadas y a sus reinos efímeros.
Como niños torpes que no pueden prever el daño que puede causarles el
filo del cuchillo con que juegan, esos personajes abyectos creyeron que su
mando y su prominencia serían eternos e invencibles.
El ímpetu arrollador de la existencia y la reacción equilibradora de los
seres vivos que decidieron cambiar el curso de los acontecimientos los fueron
abatiendo progresivamente.
Quedaron sus historias, magnificadas o insuficientes, para describir su
trivial grandeza y sus fechorías.
(Alguno de estos especímenes acudió al fanatismo nacionalista y a la
supuesta superioridad de un grupo racial para instigar una imaginaria e
imposible conquista del mundo. Su eslogan hostigaba a sus conciudadanos a creer
que su nación era “la más grande”, lo que fue sólo una frase más de todas sus
arengas para arrastrar a sus paisanos hacia la más terrible campaña homicida
mundial y luego hacia la derrota más aleccionadora en el expediente de
las guerras).
Sin embargo, parece que estos brutales personajes hubieran tenido la
tarea de promover grandes transformaciones humanas sacudiendo las mentes y
obligando a las colectividades a integrarse bajo ideales promotores de respeto,
mutualismo y convivencia pacífica, pagando por ello con el costo de millones de
vidas inmoladas.
Una vez pasada la furia de la tormenta, los sobrevivientes reconstruyen
sus moradas y modifican sus acciones, sus relaciones y su comprensión de los
fenómenos experimentados.
La vida promueve sus revoluciones y sus cambios imperativos a pesar de
los caprichos de las mentes individualistas y superando siempre los obstáculos
de los violentos y de los idiotas*. La
“justicia poética”3 termina por imponerse a medida que la
historia avanza y los personajes siniestros con sus crónicas, verosímiles o
expandidas por la posteridad, quedan retratados inevitablemente como villanos
en la galería del pasado.
Hugo Betancur (Colombia)
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*Idiota es un adjetivo que proviene del griego ἰδιώτης, idiōtēs, de ἴδιος, idios -significaba “lo privado, lo particular, lo personal”-.
1 DRAE: “Rasgos, temperamento, carácter, etc., distintivos y propios de un individuo o de una colectividad”.
2 DRAE: “Del
lat. idiōma, y este del gr. ἰδίωμα, propiedad privada. Lengua de un pueblo o nación, o común a varios”).
3Thomas Rymer ideó la expresión “poetic justice” en su ensayo “The tragedies of the last age considered” (1678), para sugerir cómo una obra literaria debería inspirar el comportamiento ético ejemplarizando el triunfo del bien sobre el mal.
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