Vistas de página en total

miércoles, 20 de febrero de 2013

Hasta que las des-ilusiones nos des-engañen.


Parejas en conflicto:

¿En qué nos equivocamos?

 

Hugo Betancur

 

 

Si las relaciones afectivas entre dos personas son establecidas sobre los atractivos de belleza de una o de otra, o sobre los rasgos de personalidad, o sobre intereses, es posible que con el transcurso del tiempo se conviertan en nexos frágiles e insostenibles.

 

Me refiero a las ‘relaciones especiales’ que habitualmente llamamos ‘de pareja’, o de ‘enamorados’ o de cónyuges, donde uno de los participantes –o ambos- han establecido su vínculo por  cualidades físicas o materiales, o por condiciones psicológicas que atribuyen al otro. Quizá la persistencia de esas características previstas mantenga el enlace conformado durante un lapso de tiempo, con el requisito de que se cumplan los planes trazados.

 

Llega un momento en que esas relaciones están agotadas, han sido consumidas, ya no pueden seguir como antes.

 

Como todos los eventos de la vida, son sólo relaciones pasajeras. Las diferencias que antes pasaron desapercibidas aparecen ahora como demasiado notorias y perturbadoras. Los miembros de la pareja han llegado a la tormentosa circunstancia de la crisis. Esas relaciones dispares tienen un exaltado  período de inicio, un intervalo de esplendor aparente y un momento en que ya han cumplido su propósito -y cada uno de los participantes debe seguir su propio camino.

 

Ese momento de transición lo hemos llamado momento de ruptura. Quizá asumimos que algo que estaba entero se rompe, o que algo que parecía unido se desune.

 

Tendemos a sentirnos culpables o a culpar; aparecen los reproches, las quejas, las dolidas expresiones de impotencia y desdicha, o las justificaciones para respaldar nuestra decisión de separarnos.  

 

Sin embargo, esas relaciones han atravesado el período de tiempo que les corresponde. Ya no son vigentes.

 

Podemos enfocar nuestra atención en lamentarnos y sentirnos víctimas de las circunstancias. O podemos abrirnos a un entendimiento de las vivencias que compartimos: valorar lo que hayamos  recibido, agradecer el acompañamiento en ese trayecto recorrido y quitar los amarres o levantar las anclas para poder seguir el viaje.

 

Porque ocurre frecuentemente que nos atamos a otros seres humanos en algunas relaciones o los atamos a ellos a nuestras vidas. Nuestras acciones representan de alguna manera una pérdida de autonomía y de libertad: recordemos que tanto el carcelero como el prisionero tienen que permanecer en el mismo lugar de encierro.

 

A veces, cercamos a las personas que se relacionan con nosotros, les marcamos horarios o pautas a las que deben someterse, les establecemos comportamientos ideales a los que deben acogerse. Parece que les diéramos un decreto de obligatorio cumplimiento: “Quiero que seas y actues así como he decidido que te comportes”.

 

Lo que no es posible. ¿Cómo podemos ser lo que no somos? ¿Fingiéndolo, sacrificándonos, anulando nuestras personalidades para agradar a otros? Al cabo del tiempo nos sentimos violentos representando esa farsa y de alguna manera nos rebelamos contra quien pretende cambiar nuestras manifestaciones acomodándolas a los moldes particulares de sus preferencias.

 

Bajo esas condiciones, no nos es posible manifestar un sentimiento que parezca amoroso sino todo lo contrario: reacciones conflictivas y hostiles. Muchas personas interpretan el control sobre su pareja como algo que les asegura su fidelidad y aseguramiento. ¿Podemos tener seguridad de que alguien no cambie en un mundo siempre cambiante? ¿Podemos tener la certeza de su perpetua compañía “hasta que la muerte nos separe”?

 

Otras personas seguirán a nuestro lado durante un largo trecho del camino solo si se sienten a gusto junto a nosotros. Cuando los sentimientos de unidad son sólidos y no hacen falta las palabras ni las exigencias de compromisos férreos; cuando fluimos como iguales o pares en una relación mutua de confianza, valoración e integración.

 

Quienes nos aman sinceramente están cerca de nosotros aunque se encuentren a un continente de distancia. No hacen falta las promesas, ni los reclamos, ni los reportes regulares de nuestra ubicación o nuestras actividades. No hacen falta tampoco los celos –vigilancia estricta basada en temores de que nuestra pareja elija otra u otras personas con el propósito de establecer una relación afectiva que podría desplazarnos.

 

El amor, como una expresión de acercamiento y de armonía tiene varias cualidades básicas que lo definen plenamente: respeto a otro ser humano –o a otros-  y a su autonomía y libertad, valoración positiva, comprensión y entendimiento, disposición de servicio desinteresado y apoyo incondicional.

 

En la elección de cónyuge, muchas personas se guían por las características negativas del padre o de la madre y escogen a alguien similar creyendo erróneamente que ellas si podrán cambiar y dominar a su pareja como sus padres no pudieron hacerlo. Claro, ellas son distintas y también es distinta la relación que emprenden; sin embargo, se han trazado el objetivo de demostrar que aquella forma de convivir de sus progenitores sí podía ser modificada. Obviamente, fracasan en esta transferencia o superposición del pasado hacia el momento que viven. Ninguno puede ser cambiado en su personalidad si él mismo no ha decidido hacerlo y si no ha encontrado como necesarias e imperativas otras actitudes y acciones. Cada uno cambia por sí mismo cuando despierta a la consciencia de su vida y puede aprender, cuando logra desprenderse de algo que ya no quiere y  se apropia de algo que considera adecuado.

 

Dos aspectos nos revelan que tan acertadas son nuestras relaciones y acciones: la satisfacción o percepción de bienestar que sentimos al vivirlas y la apreciación posterior de que no nos han causado daño a nosotros ni a los demás.

 

En otras ocasiones, nuestra elección de pareja está condicionada por la forma como nuestros padres interactuaron. Nos sentimos marcados por nuestro pasado si alguno de ellos fue déspota, opresivo, desconsiderado; o si alguno asumió papeles dramáticos de super protector, o de guía dominador o de controlador aferrado a las normas y a las tradiciones; o si alguno se sintió opacado por el otro y dedicó su vida a perfeccionar y representar el papel de víctima llenándose de autocompasión y amargura.   Por el contrario, podemos sentirnos confiados y optimistas si nuestros padres nos mostraban con el ejemplo una sociedad conyugal de respeto e igualdad que proyectaba   actitudes semejantes hacia su familia.

 

Podemos disponernos a la comprensión de las limitaciones y errores de nuestros padres, parientes y allegados para lograr liberar las cargas que nos echamos encima a partir de situaciones conflictivas y violentas.

 

Todos elegimos según la opción que consideramos más conveniente. Y podemos cometer errores.  O podemos acertar –lo que significa realizar la acción correcta, la que no nos cause daño a nosotros mismos ni a otros.

 

Si cometemos errores, si afectamos negativamente o destructivamente a otros, nos exponemos a su resentimiento, a su malestar y rechazo, a sus intenciones o sentimientos de venganza y de odio en el peor de los casos.

 

Si alcanzamos alguna consciencia sobre esto, podemos reparar nuestros errores y los perjuicios causados a otros. Todo lo que reparamos puede ser útil de nuevo, o al menos puede recuperar un estado de normalidad gracias a nuestra intervención.

 

Si no alcanzamos esa conciencia, aquellas personas afectadas deberán solucionar por si mismas las impresiones que dejaron en sus mentes: de maltrato sintiéndose impotentes; de percibir engaño habiendo confiado; de menosprecio y discriminación habiendo esperado reconocimiento y valoración.

 

Para dejar de juzgar y condenar a otros podemos entender que cada uno es lo que es y no lo que debería ser. Así como ellos, en cada situación que enfrentamos tenemos unas condiciones particulares de nuestra personalidad y unas condiciones externas. En cada vivencia, en cada momento actuamos siguiendo un impulso propio, a veces buscando satisfacer alguna expectativa o a veces siguiendo nuestros sistemas de creencias. Ocurre igual con todos los seres humanos.

 

Un aforismo antiguo enseña: "Debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes pretendes juzgar para que puedas comprender las acciones de sus vidas".

 

Crecemos considerando a nuestros padres bondadosos o considerándolos crueles; sintiéndonos estimulados y apoyados por ellos o sintiéndonos atropellados. Según los recuerdos y la apreciación que conservemos tendremos un lazo de amor con ellos o un lazo de adversidad –también viéndolos como adversarios más que como aliados o amigos.

 

Como resultado,  las impresiones que hayamos grabado en nuestras mentes determinarán si esa presencia de nuestros padres –aunque ya se hayan ido- y sus actos, son una bendición para nosotros o si son una carga.

 

Nos es imposible modificar los actos del pasado. Ya transcurrieron. Y el propósito de aprendizaje que traían asociado ya se cumplió. Lo asumimos y resolvemos las contradicciones o nos resistimos a ello; lo aceptamos o nos evadimos.

 

Si alcanzamos el privilegio y la lucidez de comprender seguimos nuestro trayecto livianos, esperanzados, confiados. Si nos sentimos víctimas, nos cargamos de dolor y frustración, nos confundimos con nuestros propios juicios, ponemos raíces de infelicidad en nuestros corazones.

 

En todo momento tenemos la posibilidad de cambiar, de aceptar que otros tienen grandes limitaciones como las tenemos nosotros, de absolverlos de culpas y perdonar sus errores como esperamos que los demás lo hagan con nosotros.

 

Podemos obrar así ahora, o dentro de unos días, o dentro de unos años. Mientras mayor sea la demora en hacerlo mayor será la carga de sufrimiento que tengamos que soportar. Tenemos la solución. Según nuestro propósito y voluntad podremos aplicarla, si no, la tarea no realizada queda pendiente.

 

Hugo Betancur* (Colombia)

____________________________________________________________

Otras ideas de vida en:

http://ideas-de-vida.blogspot.com/

http://pazenlasmentes.blogspot.com/

http://es.scribd.com/hugo_betancur_2

http://es.scribd.com/hugo_betancur_3

 

Este Blog:

http://hugobetancur.blogspot.com/




domingo, 10 de febrero de 2013

El perdón a lo que fue: la restauración de la paz.


EL PERDON A LO QUE FUE:
LA RESTAURACIÓN DE LA PAZ.


Hugo Betancur

 

El perdón es una restauración de la mentalidad comprensiva. Significa que hemos entrado en una dimensión de entendimiento o de consciencia en que nos liberamos de nuestros juicios negativos y de las culpas decretadas.

El perdón es un retorno a la mentalidad recta: nuestra mente se da cuenta que las manifestaciones de cada uno corresponden a las actitudes y comportamientos que su personalidad puede emprender y que sus elecciones provienen de sus condiciones particulares.

La comprensión nos lleva a la paz.

Cuando decidimos “perdonar” a otros simplemente estamos aceptando las limitaciones de sus personalidades, su vulnerabilidad, su susceptibilidad a errar.

Podemos darnos cuenta que cada uno actúa según sus condiciones particulares y según las circunstancias de tiempo y espacio que atraviesa. Las acciones y comportamientos de cada uno son manifestaciones de nuestra personalidad; nuestras decisiones posibles están subyugadas al estado de nuestras mentes y no al ideal que otros pretendan aplicarnos.

El perdón es un cambio de mentalidad respecto a otros y un reconocimiento del libre albedrío.

El perdón nos libera del yugo de los juicios  negativos que impusimos contra otros y que es una proyección de nuestras mentes –para experimentar la vida, atraemos las personas y situaciones que nos permitirán conformar nuestras vivencias y nuestros aprendizajes en las relaciones.

El perdón es la percepción ajustada a los ritmos y la interacción progresiva de la vida.

Hay dos disposiciones humanas avasalladoramente conflictivas y egocéntricas: lo que llamamos orgullo y la tendencia a juzgar negativamente –lo que hacemos cuando nos plantamos ante otros como sus opuestos y adversarios.

Cuando elegimos subjetivamente esas dos alternativas disociadoras, psicológicamente adoptamos posiciones de ataque o defensa discriminando a los seres humanos que confrontamos desde la altivez retadora e impositiva del orgullo o desde la terquedad y dureza de nuestros juicios.

Desde niños escuchamos estas frases caóticas: “¡Está herido (o herida) en su orgullo!”, “¡Me hirió en mi amor propio!”, “¡Me siento herido (o herida) en lo más profundo¡”. Esas son frases cargadas de dramatismo y de hostilidad: expresan que alguien hirió y que alguien fue herido (o herida).

En otra vertiente, los juicios negativos contra las acciones de otros o contra ellos por lo que hicieron, son una reacción de rechazo y de discriminación que adopta quien juzga.

¿Quién o qué fue herido o afectado por las acciones de otros?

Hay un “yo” o ego que se atribuye o se asigna la función de exponer su orgullo lastimado y de juzgar a otros.

El orgullo es una idea o un conjunto de ideas que exaltan atributos o creencias que exhibimos como superiores o como dignos de culto y reconocimiento –el orgullo por apellidos o ancestros, por alguna condición de grupo o de territorialidad, por alguna jerarquía o posición competitiva y socialmente alcanzada, por algunas posesiones materiales privilegiadas que hemos recibido y que otros no tienen…

Habiendo asumido que algo representa un motivo de orgullo adherimos a ello confiriéndole una valoración o rango de exclusividad que debemos defender y ostentar (tal vez como nuestro trofeo o nuestra condición particular que nos eleva sobre otros).

El “orgullo herido” y los juicios negativos que proferimos nos impulsan a protagonizar nuestros papeles de ofendidos y de víctimas (los desvalidos en la vivencia común) y a señalar a otros como ofensores, victimarios y culpables.

Cuando asumimos que “nuestro orgullo ha sido herido” o que otros “actuaron mal” les atribuimos la culpa.

La culpa es sinónimo de pecado, la transgresión de una norma moral que dictamina los comportamientos y las acciones humanas.

Otros pueden determinar nuestras culpas y acusarnos públicamente. También nosotros podemos sentirnos culpables de algo (percibimos la culpa como un estado de malestar ante los hechos).

Las culpas provienen de los juicios negativos sobre acciones y comportamientos.

Los culpables deben ser castigados por sus culpas según esas normas morales que sirven como patrón de juicio. Y los castigos deben ser ejemplares y contundentes contra quien transgredió las normas, y para demostración y escarmiento de otros en lo sucesivo.

El orgullo herido debe ser reparado según las exigencias del ego: el culpable identificado deberá ser doblegado y castigado también para vengar la afrenta padecida.

En el elemental razonamiento del ego todos los conceptos están definidos muy rígida y mecánicamente –la ofensa, la culpa, el resentimiento, el juicio, el castigo, la venganza…

En la dimensión del ser –la psiquis de cada uno-, la vida es un escenario de interacción, de relaciones donde expresamos nuestras personalidades en nuestras acciones y comportamientos. Podemos actuar allí acogedores, solidarios y constructivos, o podemos actuar hostiles, codiciosos y destructivos. Alternamos nuestros roles en la dualidad, de un extremo a otro hasta que alcanzamos nuestra paz.

Cada personalidad tiene sus rasgos propios que la retratan como diferente. En algunos períodos de nuestras historias podemos demostrar nuestras cualidades de altruismo, afecto, hospitalidad, consideración hacia los demás; en otros períodos podemos ser disociadores, ambiciosos, caprichosos y agresivos.

Las características de nuestras personalidades podemos expresarlas en las relaciones y bajo las condiciones de las situaciones que atravesamos.

Lo más deplorable y oscuro de esa personalidad en evolución puede aparecer allí, y también lo más amable y luminoso.

Cuando predominan las características negativas o adversas de la personalidad, las manifestaciones externas pueden ser marcadamente violentas y destructivas.

Cuando predominan las características positivas o armoniosas de la personalidad, las manifestaciones externas pueden ser acogedoramente apacibles y constructivas.

Bajo las condiciones  de cada momento –personalidad y circunstancias-,  el ser humano sensato y ecuánime actúa respetuosamente con los demás; el ser humano tonto y perturbado actúa despectivamente respecto a los demás -posiblemente en su mente ofuscada no tenga la capacidad temporal de evaluar qué tan violentas son sus acciones ni qué consecuencias atrae contra sí como represalia (puede representar el papel de un tonto reducido a su restringido ambiente hogareño que solo afecta a sus allegados o el de un tonto con una posición de gran influencia, por lo que sus elecciones pueden afectar a un  gran número de seres humanos).

Llegados al término de su jornada, el rey y el mendigo son solo dos caminantes fatigados y tristes que han experimentado sus papeles afanosamente: uno se creyó elegido por la providencia para doblegar a otros y ser servido y el otro se creyó víctima de un destino injusto y cruel que lo condenó al sufrimiento y al hambre. 

Esperando el instante en que deberán partir, ambos están preocupados y abatidos porque no lograron comprender cuál era su aprendizaje y la relación armoniosa que pudieron cumplir. Sin embargo, el viejo rey conserva aún algún fulgor desafiante de soberbia en la mirada y el viejo pordiosero algún gesto mezcla de impotencia y de aflicción.

Cuando dejamos de juzgar negativamente, nos liberamos de las culpas propias y ajenas y empezamos a reconocer nuestra paz.

 

Hugo Betancur (Colombia)

________________________________________________________

Otras ideas de vida en:

http://ideas-de-vida.blogspot.com/

http://pazenlasmentes.blogspot.com/

http://es.scribd.com/hugo_betancur_2

http://es.scribd.com/hugo_betancur_3

 

Este Blog:

http://hugobetancur.blogspot.com/