
LAS
VÍCTIMAS PSICOLÓGICAS
Hugo
Betancur
Me refiero
en las reflexiones que siguen a las relaciones afectivas y a las relaciones de
pareja, no a las relaciones donde seres humanos son afectados particular o
colectivamente bajo situaciones violentas y destructivas para despojarlos de
algo, o para someterlos a yugos, o para discriminarlos, o para atentar contra
sus vidas en nombre de doctrinas, sistemas políticos militaristas o tiránicos,
deidades o intereses.
Las
personas que se comportan como víctimas habituales adoptan un papel o un rol
que parece un montaje de actuación dirigido a un fin: mostrarse desvalidas,
atropelladas por otros, abandonadas a su cruel destino. A cambio esperan
recibir atenciones, compasión y solidaridad en los juicios que han establecido
contra aquellos a quienes acusan. Ellas deben ganar en este juego y otros deben
perder y ser culpados.
Estas
víctimas sicológicas tuercen la realidad hacia un extremo de la vida donde
tienden a apropiarse de las situaciones experimentadas parcialmente en sus
relaciones o adaptadas a su propósito de indefensión aumentándolas
exageradamente o interpretándolas como dirigidas contra ellas por otros.
Es fenómeno
común en la convivencia humana que cometamos equivocaciones o que afectemos
negativamente a otros en nuestras interrelaciones –por nuestra ignorancia,
nuestras limitaciones y quizá por nuestro egoísmo inconsciente o nuestra
irreflexividad frente a los requerimientos del momento o a las expectativas de
quienes están cerca de nosotros-. Todos cometemos errores, algunos
imperceptibles y otros enormes; a veces aprendemos las lecciones de inmediato y
en otras ocasiones tardíamente, lo que nos confronta con opciones de cambio y
nos permite enriquecer las existencias de otros una vez los trascendemos.
He
descubierto como una constante en mi trabajo con mis pacientes en su entorno,
que la mayoría de los comportamientos o acciones que ellos perciben como
dirigidos a causarles daño no tenían ese propósito de parte de quien acusan
como victimario o como culpable.
He logrado
dialogar con las dos partes involucradas y he encontrado que sus actos
correspondieron a manifestaciones inevitables establecidas por las condiciones
de sus personalidades y por las condiciones del momento –el ser humano y sus
circunstancias temporales.
Llueve y
escampa en el tiempo propicio. La vida pocas veces se acomoda estrictamente a
nuestros ideales, esperanzas o exigencias respecto las acciones y
comportamientos de otros -si acaso, solo nos aproximamos a las expectativas
imaginadas.
Atribuir a otras
culpas por lo que nos pasa en nuestras relaciones afectivas o repetir que somos
víctimas de un azar desventurado parece un poco arbitrario y selectivo.
Somos parte
de esa interacción que posibilita la asignación de roles distintos –víctima y
victimario-, según las interpretaciones eventuales: quien afecta y quien es
afectado, quien es el sujeto activo y quien el sujeto pasivo.
Probablemente
las personas que las víctimas identifican y rotulan como victimarios tienen
también extraordinarias cualidades y logros positivos, no solo respecto a ellas
sino también como atributos consistentes en su historia; quizá esos seres
humanos estigmatizados como victimarios se hayan sentido también víctimas de
otros en sus vidas.
Las
víctimas prefieren enfocarse en los rasgos negativos o en los defectos de sus
relacionados, o destacan cómo fueron lastimadas y heridas para conformar ante
sus allegados una imagen propia de martirizadas y ultrajadas mientras cargan a
los inculpados la imagen de insensibles e injustos.
Lo incómodo
de este drama es que va adquiriendo dimensiones desproporcionadas. Las
personas que lo ejecutan escogen el lado oscuro de su emotividad y de su
personalidad –y también de la de otros-, y se refugian en un sentimentalismo
tendencioso y exagerado. Parecen decir a quienes las desaíran "ya
que no haces lo que exijo de ti, me vengaré haciéndote quedar mal con todo el
que quiera oírme". Ese supuesto sentimentalismo que expresan no es más
que sensiblería o sentimentalismo retorcido, una distorsión de los eventos
atravesados para utilizarlos a su amaño y sin contemplar los perjuicios que
causan, algo tan desatinado como que alguien tire una colilla de cigarrillo
prendida en un depósito de algodón, y que para colmo se quede allí esperando a
ver qué pasará.
Todos
podemos ocasionalmente sentirnos víctimas de algo o de alguien, como un hecho
aislado, no acumulativo, lo que siempre es una reacción normal en que nos
desbordamos emocionalmente. Todos lo hemos experimentado en nuestras relaciones
afectivas interrumpidas Lo normal es que superemos esa dolorosa percepción y
que sigamos viendo la bondad de la existencia.
Las
personas que se enrolan como víctimas suelen ser rápidas y poco prudentes en
sus juicios contra otros a quienes rechazan. Por lo común, no corrigen sus
desaciertos ni reparan las injusticias que cometen con sus comentarios
desmedidos; no parecen conscientes del poder esclavizante de sus palabras
–ninguna expresión verbal deja de tener consecuencias-, por lo que no fluyen
con el movimiento dinámico, creativo y acogedor de sus sentimientos y quedan en
deuda.
Algunas
personas pueden representar un "montón de imperfecciones y fallas"
–así suelen describirlas quienes se proclaman como sus víctimas-, y la relación
con ellas puede ser altamente caótica y violenta para quienes las estigmatizan
o definen con esos adjetivos, lo que hace imposible que las partes involucradas
interactúen en armonía.
Si
efectivamente predomina la expresión negativa, destructiva, opresora, ejercida
por uno de los implicados y no por el otro –lo que nos lleva a considerarlo
como antisocial-, las relaciones deben ser modificadas y las personas
atropelladas pueden pedir intervención legal para resolver las situaciones con
cambios, no evadiéndolas al refugiarse en sus lamentos y en las intrigas que
buscan la compasión y la complicidad encubridora de quienes les rodean.
Si no
logran estos cambios, la relación se tornará cada vez más tormentosa y deberá
ser disuelta.
Las
víctimas habitualmente rompen sus relaciones afectivas sin establecer las
modificaciones necesarias y sin comprender que sus propias acciones fueron
también conformadoras del conflicto y de la crisis: ellas hacen un juicio
oportunista que las exime de responsabilidad y las hace aparecer como inocentes
a los ojos de quienes han atendido ingenuamente sus relatos y sus quejas.
Si inician
nuevas relaciones, sus rasgos seguirán presentes y volverán a armar la misma
trama; se involucrarán en un drama igualmente desolador, y muy fructífero para
producir confusión –es algo así como que se convierten en un imán que atrae
tanto dificultades como personalidades inmaduras con las que fácilmente recrean
sus tragedias.
Cómo
identificar a las víctimas:
De una
manera constante, no son felices. Algo delata la acongojada posición que han
elegido.
Son adictas
a las quejas. Son disociadoras y llevan su malestar a los ambientes en que se
desenvuelven. Algunas personas se refieren a ellas como "chismosos o
chismosas" o "mártires" una vez que identifican sus modelos de
manipulación y evasión.
Han
escogido algunos personajes allegados como representativos y se ensañan contra
ellos. Les achacan fracasos de sus historias, y a veces las más destacadas o
absurdas contrariedades para encubrir el contenido real de sus frustraciones.
Una de mis pacientes le atribuía su preeclampsia y su cesárea muy
temprana a la forma de ser de su marido –como médico he dialogado con
mujeres con el mismo diagnóstico que recibían de sus cónyuges un trato
excelente y demostraciones amorosas privilegiadas, lo que no impidió una
evolución clínica bastante agobiante-; otra paciente aseguraba que gracias a su
esposo desconocía lo que era un orgasmo en sus casi veinte años de matrimonio;
un hombre de la tercera edad se lamentaba de que por haberse casado con su
monótona esposa actual había perdido el rastro de la mujer de sus sueños. Otros
seres humanos, hombres o mujeres, acusan o culpan a sus cónyuges de
haberlos obligado -por abandono o insatisfacción- a programar astuta y
ocultamente encuentros "románticos" que culminaron en actos de sexo
consentidos y decepcionantes, y aseguran que con estos buscaban "definirse
a sí mismos /o a sí mismas", con la evasión complaciente a través de la
infidelidad o el adulterio (la mayoría sólo se echaron encima una carga más al
no lograr, en los espejismos de la pasión, que su confidente del momento
les correspondiera o les ofreciera un compromiso de relación especial -los
amantes o las amante que escogieron solo buscaban aventuras y placer, pues no
querían relaciones duraderas y sólidas con personas casadas
-habitualmente son temidas por el riesgo de las reacciones violentas de sus
consortes-). Cuando las parejas envejecen, acusan a sus cónyuges por la
extinción de su virilidad, o de su feminidad, o por su desinterés sexual (para
defender su retiro forzado, el acusado o la acusada argumentan que la contraparte
“seca un papayo a cantaleta" y que eso ha apagado su sensualidad)…
Las
víctimas agregan todos los días nuevos aportes a su retrato de una vida llena
de pesares y amarguras, que parecen exhibir como su más preciado trofeo. Por
contraste, pueden tener actividades que les permiten revestirse de algún
aliciente o motivación compensadora, pero tan extremado en notoriedad positiva
como el sacrificio amargo que ellas protagonizan ante el mundo: alcanzan éxito
en sus profesiones y actividades mientras fingen una derrota tortuosa en sus
nexos particulares.
También el
lenguaje las delata
Las
victimas utilizan un lenguaje demoledor contra sus imaginarios o probados
torturadores: él/ella siempre…; él/ella nunca; se
lo he reclamado cincuenta mil veces (y fue solo una
decena); hace años que le vengo diciendo lo mismo (
y lo que aluden es reciente); yo contigo/con él/con ella no cuento para
nada (y le han ocupado una buena parte de su vida); yo
para ti soy un cero a la izquierda; en mi casa nadie me
tiene en cuenta; esta casa se está cayendo del desorden
( o de la suciedad, o del mal olor, o de…); tú nunca me
has querido (y los álbumes familiares muestran con abundancia de detalles los
momentos compartidos con sincera satisfacción –al menos sus rostros lo
recuerdan en las fotografías-); sólo me buscas el lado cuando
quieres… (sexo, o comida, o dinero, o…); te he soportado toda la
vida… (posiblemente quieren decir desde que se encontraron por primera
vez, ¡qué sufrimiento!); a ti sólo te interesa… (cualquier
cosa en particular y no todo lo que la otra persona realiza); el/ella no
hace nada o no sirve para nada (comentarios fatales
que retratan muy pobremente a quienes los lanzan)…
Y
necesariamente las víctimas deben recurrir a médicos o a diversos terapeutas
para pedir asistencia. Sus consultores preferidos son aquellos que les
refuerzan sus condiciones de maltratadas, les advierten que están bajo un
gran estrés, les diagnostican trastornos depresivos (mayores, o menores,
o no especificados) y les prescriben tratamientos o píldoras
"mágicas" para mantenerlas en actividad, todas dirigidas al cuerpo
que presumen que se enfermó solo, sin exigirles cambios en sus conductas y
comportamientos –muchas veces estos profesionales ignoran sistemáticamente
el modo de vida de sus pacientes y los rasgos de sus personalidades (en
ocasiones parecen no creer que las relaciones hayan llegado a un grado de
deterioro enfermizo que el paciente no logra superar debido a sus propias
rutinas devastadoras y a su insistencia en sentirse infeliz).
Los cambios
son necesarios cuando la depresión nos acosa, lo que vemos en nuestros
trastornos de apetito y de sueño, en la fatiga reiterada, en los altibajos de
nuestro ánimo, en lo cargados que nos sentimos. A veces asoman la tristeza, el
temor y la incertidumbre a nuestros rostros y decimos que no sabemos porque
estamos decaídos. Observando nuestras relaciones y comportamientos podemos
descubrir las causas. Provienen de nosotros mismos, de cómo asimilamos la
interacción con los demás, y también de los patrones familiares recreadores de
infelicidad que no hemos superado.
Como
víctimas, agotamos la energía de la vida en los conflictos, en la distorsión de
nuestras relaciones, en la evasión. Y esa energía desperdiciada nos hace falta
para afirmar nuestro equilibrio, nuestra satisfacción, nuestro bienestar.
Algo que
persiste debe ser removido para que decidamos perdonar las culpas que impusimos
contra otros porque no pudieron actuar con sabiduría y generosidad en algunos
momentos infortunados de su pasado. Libres de todas esas cadenas por voluntad
propia, la naturaleza y los seres vivos nos recompensan una vez más con su
exuberancia, su espontánea sensualidad y la alegría de su prodigioso,
incontenible y sabio movimiento.
Hugo
Betancur (Colombia)
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