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domingo, 22 de diciembre de 2013

SOLO LAS MENTES CAMBIANTES PUEDEN SER CREATIVAS

CELEBRACION. Fotografía por Elízabeth Betancur

SOLO LAS MENTES CAMBIANTES

PUEDEN SER CREATIVAS


Hugo Betancur


La creatividad es una cualidad de los seres vivos. En los humanos, es posible que surja de una intención que nos lleva infaliblemente hacia la acción realizadora. Conformamos aquello que hemos decidido hacer tangible como resultado de modificaciones en nuestros procesos mentales. 

Los ritmos y relaciones de la existencia son completamente interactivos, aunque pretendamos muchas veces enfocarlos como un conjunto de manifestaciones producto de casualidades o azar. 

Como niños, somos pequeños actores ingresando a los escenarios donde vamos asumiendo papeles en el drama humano que ya está montado. Inicialmente, tanteamos nuestra relación con los demás expresando los atributos de las personalidades en evolución que ya están caracterizadas en nuestras mentes: vamos paulatinamente mostrando nuestros dones y nuestras limitaciones que permiten a quienes nos rodean formarse una imagen sobre nuestro acervo psicológico particular. 

Aunque actuamos espontáneamente en esas etapas tempranas, estamos condicionados por nuestras personalidades y los mayores pueden hacer un retrato de nosotros resumido en la frase habitual: "el (o ella) tenía esa tendencia desde su niñez". 

Como niños, vamos conformando nuestros roles en nuestros juegos espontáneos con los elementos disponibles en nuestro entorno. Nuestra creatividad proviene del estado alcanzado por nuestras mentes y no de las instrucciones o exigencias de los adultos que nos rodean, aunque haya sido establecido como uno de los paradigmas predominantes que somos una copia de nuestros padres o que somos el producto del ambiente en que crecemos -podemos desvirtuarlo cuando observamos que miembros de una misma familia tienen cualidades y comportamientos diferentes y que no son una imitación o continuidad de los rasgos de sus progenitores. 

Nuestros juegos infantiles pueden sugerir a otros indicios de nuestras personalidades en evolución. Sin embargo, mientras vamos creciendo, somos presionados a someternos  a la programación de la educación tradicional masiva que  nos instruye sobre la importancia de ascender en jerarquía sobre otros, de adquirir posesiones, de imponernos como individuos aislados, disgregados y prepotentes para dominar en algún sector de la sociedad humana -pero no autónomos porque tenemos el yugo de las instituciones seculares parasitarias con su prontuario de normas y leyes de obligatorio cumplimiento y porque estamos restringidos por los poderes establecidos con su ejercito de ejecutores y guardianes que obtienen una renta vitalicia por avasallarnos y obligarnos a  cumplir los mandatos vigentes. 

Como adultos, representamos nuestros roles según el entrenamiento que hayamos asimilado, según las enseñanzas y experiencias que hayamos superado y según la posición que hayamos alcanzado -externa e internamente y según la percepción que logremos elaborar sobre nosotros mismos y sobre el entorno donde interactuamos-. Nuestros actos están supeditados a las condiciones de nuestra personalidad y a las opciones de elección disponibles para nuestra mentalidad del momento. 

No es posible que podamos adoptar roles que no se ajusten a nuestras capacidades del ahora, el momento presente. La energía que aplicamos a la acción nos permite plasmar nuestra creatividad o nuestras obras en un momentum que requiere ímpetu y movimiento. Sin embargo, en las relaciones humanas la renuencia o negación a realizar algunas acciones es también una acción que revela el movimiento de nuestras mentes rehusándonos a participar en situaciones o eventos posibles.

Cuando otros seres humanos no tienen la capacidad de actuar, cometemos errores cuando los juzgamos negativamente porque no logran hacer cambios o realizar acciones que promuevan su propio progreso y el de sus relacionados, quizá porque carecen en el momento de una conciencia y un propósito que impulse sus mentes. Podemos entender que la triada conciencia-propósito-acción es requerida para realizar cambios en el panorama de la vida y que cada uno es lo que es según el momento que atraviesa su personalidad en evolución, según su mentalidad y según las realizaciones alcanzadas.

Sólo las mentes que cambian pueden ser creativas. Las mentes estancadas o cerradas ejecutan acciones repetitivas, mecánicas, previsibles. La creatividad conlleva cambios, modificaciones. Es probable que ocurra primero un cambio en la mentalidad y que ese cambio nos impulse hacia acciones diferentes a las habituales. 

Para poder cambiar es adecuado que contemplemos el espacio interior en un estado de calma que nos permita observar las ideas de nuestras mentes: ¿Qué falta por hacer para alcanzar nuestra autonomía y nuestra paz?, ¿Qué cargas, rutinas y creencias podemos liberar para alcanzar nuestra autonomía y nuestra paz? 

Para ejercer nuestra creatividad, emprendemos aprendizajes que nos permitan transformar nuestras mentes en las acciones y relaciones. Aprender es cambiar también. Nuestra mentalidad que cambia proyecta esa realización hacia el conjunto de la vida para que ocurra un progreso, lo que incentiva que otras mentes cambien. 

En una relación equitativa con los demás, nuestras motivaciones fundamentales son: “¿Qué puedo aportar a la vida? ¿Cómo puedo retribuir lo que he recibido? ¿Cómo puedo trascender la monotonía de mi historia particular para alcanzar la triada conciencia-propósito-acción que me permita interactuar creativa y constructivamente en el escenario de la vida?

  

Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 24 de noviembre de 2013

¡HASTA QUE LA VIDA NOS SEPARE!

Foto por Hugo Betancur


¡HASTA QUE LA VIDA NOS SEPARE!

Hugo Betancur

 

Los patrones culturales de nuestros padres y ancestros, y de la sociedad en que hemos crecido, tienen influencia en nuestras mentes desde que estamos en el vientre materno hasta que llegamos a la culminación de nuestras biografías particulares. Somos influidos paulatinamente por los mayores en nuestros aprendizajes o imitaciones de esos comportamientos y nos los vamos apropiando. Llegamos a ser adultos, y al relacionarnos con otros seres humanos, esa programación y esa memoria van guiando nuestros comportamientos en las relaciones que entablamos.

Las tradiciones de nuestros grupos familiares parecen procedimientos de obligatorio cumplimiento para nosotros: repetimos los hábitos de nuestros padres y parientes más cercanos y nos basamos en sus creencias –que provienen de las creencias de sus padres, que provienen de las creencias de los abuelos, que provienen de las creencias antiguas. El pasado muerto revive a través de nosotros cuando ejecutamos nuestros rituales psicológicos cotidianos.

Cuando enfocamos nuestra atención y nuestra disposición de aprender y cambiar en relaciones con seres humanos que provienen de otras culturas y que tienen conocimientos trascendentes y compatibles con el flujo cambiante de la vida, o también en relaciones locales que nos llevan a dudar de la utilidad y validez de nuestras creencias heredadas, podemos modificar esa memoria de conductas reiteradas que muchas veces son disociadoras, estresantes y propiciadoras de rivalidades y contiendas.

Toda esa historia generacional de confrontaciones ha conformado la matriz ideológica de lucha y competencia y los razonamientos de dominio  y de despojo violento que predominan en las crónicas humanas.

Y todo ese caudal de información reverberante repercute en las relaciones tempranas de padres e hijos y en las imposiciones y dogmas con que hemos crecido: “Eso no se hace”, “Eso no se dice”, “Esto es lo que tienes que hacer”.

En las relaciones de pareja, el modelo de comportamiento impuesto por las tradiciones sociales y familiares establece también unos modos de acción que mantienen generacionalmente las divergencias y la separación tras una fachada artificiosa de conformidad mutua.

Nos sermonearon desde la cuna sobre el entendimiento de la vida como una lucha, donde las conquistas son adecuadas y necesarias y donde unos seres humanos deben dominar y otros deben ser dominados. Nos enseñaron las estrategias para destacar sobre otros y para establecer alianzas convenientes que nos permitieran escalar posiciones

Esa pobre filosofía es lo que pretendimos aplicar en nuestros nexos sentimentales o de pareja representados en el significado pleno de los verbos “conquistar”, “dominar”, “poseer”, “vencer”, “obtener” –y si fuera necesario, “engañar”- para lograr nuestros objetivos de éxito y control donde nuestro liderazgo y autoridad fueran incuestionables, aun a costa del bienestar y la independencia de otros seres humanos.

No es raro que muchas de esas relaciones sólo fueran intentos fútiles de materialización de aquellos supuestos que nos trasmitieron. Esas relaciones en su inicio tal vez parecieron motivadoras o inspiradoras y luego se volvieron insostenibles cuando alguno de los participantes, ateniéndose a su culto al pasado, se replegó hacia su “zona de confort” donde el otro no encajaba.

Bajo esa programación ajena, la instauración de nuestros vínculos de pareja no podía ser sólida, y la pretensión de que fueran duraderos por toda nuestra existencia sólo fue una ambición desmesurada: allí solo podíamos manifestar nuestros papeles de amos o de sirvientes en una relación desigual donde tratamos infructuosamente de alcanzar una felicidad basada en ficciones. Nadie puede mostrarse sinceramente tierno siendo esclavo ni tampoco considerándose superior a otro. Y donde alguien se traza el objetivo de constituirse en una autoridad y otros se someten secundándolo, los conflictos cíclicos están asegurados entre los cortos períodos de calma y conciliación y está confirmada como una traba de comunicación permanente la disparidad –condición de desigualdad y de jerarquías implícitas.

Normalmente, los encuentros iniciales no son de seres humanos libres que nos relacionamos en el presente de nuestras vidas sino de personalidades que traemos nuestro archivo mental de situaciones dolorosas o abrumadoras del pasado no resueltas ni entendidas -y, por lo tanto, no aceptadas ni liberadas.

Tras la apariencia agradable que nos atrae recíprocamente, están los atributos negativos que guardamos solapados o temerosos –en ocasiones, encubrimos nuestra mentalidad de sufrientes y nuestros  padecimientos con actuaciones complacientes.

A medida que avanzamos como viajeros que compartimos trechos de la jornada, todos esos desastres psicológicos van apareciendo con toda su apabullante desarmonía y divergencia. Inevitablemente, las imágenes de bondad y simpatía son desplazadas por las de hostilidad y desasosiego porque no es posible una relación ecuánime entre seres humanos que contemplan la vida con una visión opuesta –el contraste entre quienes fluyen y quienes se mantienen represados tras una barrera que impide la asociación amable y los acuerdos venturosos.

Surgen las preguntas no resueltas: ¿Podemos liberar las devastaciones y experiencias amargas que atravesamos? ¿Podemos relacionarnos con libertad, afirmando nuestra confianza en la abundancia y provisionalidad de la vida y no en las carencias y percepciones tristes del pasado que otros deberán redimir?

¿Cómo queremos ser recordados?


Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 27 de octubre de 2013

Permitamos que todo suceda.

                                                                                                                       LA ESPERA. Juan Castillo.

PERMITAMOS  QUE  TODO  SUCEDA

 

Hugo Betancur

 

Cuando alcanzamos el entendimiento sobre las condiciones de lo que percibimos como real, nos damos cuenta que los eventos suceden por una concordancia de causas y efectos -acciones desencadenantes y consecuencias- lo que ha sido definido con el término causalidad.

En tiempo presente podemos abarcar los hechos como “lo que es” con sus condiciones y su conformación eventuales que cada uno de nosotros interpretamos según las posibilidades de racionalización y comprensión de nuestras mentes.

Si nuestra actitud es “permitir que todo suceda”, posiblemente logremos contemplar y percibir lo que ocurre con una mente estoica -aplacada y flexible ante los acontecimientos.    

Las culturas y filosofías orientales nos instruyeron sobre la sensatez de fluir con las situaciones y relaciones de nuestras vidas sin resistirnos, sin entrar en conflicto, sin protagonizar dramas o tragedias personales de apego-posesión, inculpación o victimización, sin aferrarnos a nuestras manifestaciones psicológicas reactivas de ataque o defensa.

Se propusieron enseñarnos sobre la violencia y negatividad que representan para cada ser humano todos esos comportamientos egocéntricos basados en nuestros planes particulares y en resultados que favorecieran nuestras expectativas o que fueran convenientes a nuestros proyectos de éxito.

 

Nos aleccionaron sobre nuestra aceptación de lo sucedido dándonos la imagen de fluir como las aguas de los ríos o como el viento bordeando obstáculos y avanzando hasta agotar su ímpetu. Nos exhortaron a que afrontáramos confiadamente nuestros destinos deshaciendo pacientemente las relaciones y el tiempo de nuestras existencias, sin quedarnos represados ni en situaciones ni en guiones de sufrientes.

 

En la cultura occidental nos advirtieron reiteradamente que “cada día trae su afán” y que era insensato que nos desveláramos por las dificultades de ayer y las conjeturas sobre un mañana inexplorable y evanescente.

 

Es justo y pertinente que realicemos las acciones que nos corresponden para evitar que muchos sucesos en que podemos intervenir se tornen destructivos contra nosotros y los demás. Todo lo que hacemos se proyecta sobre el conjunto de la vida.

 

Nuestro sufrimiento por lo que pasó o por lo que no pudo pasar es una disposición inútil, es un error, es un estancamiento. Esa actitud tristona y patética nos atrae incertidumbre, nos desgasta y consume nuestra energía. Es una carga psicológica para quien asume el sufrimiento como su guion a interpretar y es una carga para sus allegados.

 

Nuestro sufrimiento no revive a los que cumplieron ya sus ciclos de existencias, no deshace nuestras culpas ni nuestros desaciertos, no trae de nuevo a los que se fueron abruptamente, no nos lleva de vuelta a las experiencias de complacencia que ya pasaron. Nuestro sufrimiento es una obsesión demente, un capricho de nuestros egos enganchándonos tercamente a seres humanos que ya no están o que percibimos conflictivamente o a circunstancias consumadas.

 

Solo nuestra aceptación de lo que fue nos puede liberar del sufrimiento y anclarnos en el presente.

 

Cuando nos hacemos uno con otros seres humanos o con las situaciones que vivimos, nos manifestamos en la sabiduría del amor.

 

Nos hacemos uno sin perder nuestra identidad ni nuestra autonomía, no fragmentándonos sino integrándonos, sin apegos, sin apropiaciones, afirmando nuestra libertad y no condicionándola a la vigilancia de quienes se pudieran considerar con una mentalidad distorsionada nuestros amos o nuestros dueños.

 

Aunque sólo sea por un momento, acogemos a esos seres humanos, o los eventos en que participamos, con una disposición indulgente de aceptación y conciliación.

 

En esa acción amorosa somos serios, sinceros, cordiales, respetuosos, protectores, confiables.

 

Nos comunicamos y honramos lo que otros representan para nosotros. Y nos honramos a nosotros mismos. Participamos con una mentalidad desinteresada y ecuánime.

 

Nuestras creencias pierden importancia porque predominan nuestros sentimientos de integración y de comprensión-compasión, intensos, vitales, espontáneos.

 

Nos movemos en un paisaje de lleno de luz y de colores fulgurantes, poblado por plantas fértiles, por árboles vigorosos con sus follajes densos y sus frutos abundantes, por seres vivos expresando su magnificencia recíproca y prodigiosa. Todos los actos de amor son un presente en esa coreografía ejecutada.

 

Cuando no logramos hacernos uno con aquello que percibimos como externo a nosotros, solo establecemos relaciones fundamentadas en intereses, en sensaciones o placeres ocasionales que se repiten previsiblemente, en planes de vida, en intercambios afectivos o de acompañamiento mutuo, muchas veces desganado y competitivo, en carencias propias que esperamos sean suplidas por otros y que toleramos pasivamente con una mentalidad resignada de pobreza y desvalimiento. Otros gobiernan, o dirigen, o condicionan nuestras vidas –o nosotros nos condicionamos a lo que satisface o conforma a otros-, y entramos en la dimensión del control recíproco, lo que es habitual en la dimensión del ego, con sus axiomas predilectos y contradictorios “Busca, pero no halles; acércate, pero permanece lejos; intenta cambiar pero permanece en la rutina; busca la felicidad pero evita alcanzarla…”

 

Algo que distingue esas relaciones no amorosas es la alternatividad en los sentimientos de los implicados -altibajos de la alegría a la tristeza, de la conformidad a la pugna, de la risa a los gestos de desagrado, de la cordialidad a la hostilidad-, y el señalamiento de culpas –“soy infeliz por lo que haces o por lo que no haces; no te preocupas por mí sino por ti; sólo me satisfaces cuando te conviene...” y otra serie profusa de reclamos y quejas verbalizadas o actuadas 

 

Posiblemente el amor permanezca ausente en esos nexos -muy efímeros o extendidos precariamente a lo largo del tiempo-, y quizá algo llamado afecto, o cariño agradecido, o complacencia, o dependencia, o necesidad, mantenga a los relacionados en una cercanía obligada parecida a rutina o compromiso, donde la alegría y la satisfacción aparecen de cuando en cuando para dar la ilusión de integración y trascendencia, mientras la existencia va pasando…

 

Allí nos movemos en un paisaje gris y brumoso, de árboles secos solo avivados por el canto de pájaros solitarios que revolotean o se posan sobre sus ramas desnudas, y poblado por seres vivos lánguidos y taciturnos que ambulan desorientados. En ese espacio podemos inquirir para nuestro autoconocimiento: ¿Cómo son las relaciones que tenemos? ¿Qué sentimientos y emociones constantes nos inspiran? ¿Qué predomina en nuestras interacciones utilitarias -pasajeras o sostenidas a través de un largo tiempo? ¿Qué aportamos a otros en las experiencias compartidas? ¿Son nuestra rutina obligada o nuestra libre asociación esas relaciones en que participamos?

 

Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 20 de octubre de 2013

LOS CONFLICTOS SON REACCIONES DE NUESTROS EGOS...

                                                      Foto por Elízabeth Betancur

Sin embargo,

los conflictos son reacciones de nuestros egos:

somos parte del problema creado.

 

Hugo Betancur

 

Cada vez que reaccionamos conflictivamente, percibimos que algo o alguien nos afectó. Nuestra reacción es subjetiva y corresponde a esta interpretación: “Algo que viene de afuera me está causando esto que siento”.

¿Quién o qué siente o experimenta esa emoción de afectación? ¿Quién o qué afecta? ¿Cómo somos afectados?

Cuando nuestras expectativas o planes son satisfechos, nos mostramos complacidos, exitosos y conformes –no aparece ninguna manifestación de conflictividad. Nuestras personalidades fluyen aparentemente armoniosas con los eventos o relaciones que nos han posibilitado la experiencia placentera.

Cuando nuestras expectativas o planes no son satisfechos, nos mostramos molestos, frustrados, inconformes –aparecen las manifestaciones de conflictividad: hostilidad, mal humor, tristeza o rabia, malestar. Nuestras personalidades entran en pugna con los eventos o relaciones que han propiciado la experiencia que consideramos negativa. Otros no han cumplido la función de agradarnos o de representar los papeles que les hemos asignado. En nuestras mentes, volvemos a ser niños que dependen de las acciones de otros para ser agradados y servidos y reaccionamos agresiva o rabiosamente contra quienes no nos proporcionan ese trato que ansiamos.

Obviamente, nos relacionamos como seres humanos con personas o situaciones que nos afectan en nuestras mentes o en nuestros cuerpos. Vivimos en  un mundo inequitativo donde participamos de los problemas no resueltos y de las cargas culturales heredadas de nuestros ancestros. Somos conmocionados por los fanatismos provenientes de las religiones, las culturas y los sistemas políticos. Recibimos un legado de creencias represadas, atiborrado de sentimientos de venganza, de odios, de discriminación racial y de nacionalismos divisionistas. La violencia de otros puede causarnos daños físicos o psicológicos; otros pueden afectar nuestras existencias y podemos considerar legítimas nuestras reacciones o protestas –nuestra economía, nuestros recursos materiales, nuestra supervivencia pueden ser afectados por las acciones de otros (personajes aislados o colectivos humanos, autoridades o instituciones).

En nuestras relaciones afectivas particulares se refleja todo ese cúmulo de influencias del entorno y del pasado. Muchas veces seguimos comportamientos de nuestros grupos sociales y familiares que son habituales y considerados como correctos aunque nos atraigan disociación y pugnas cuando interactuamos con nuestros allegados y nuestras parejas.

Al actuar guiados por nuestros egos ventajosos, o ambiciosos, o con una mentalidad infantil de ganancia y dependencia o condicionamiento respecto a otros, entramos fácilmente en terrenos de conflicto y agresividad. Nos declaramos conquistadores y amos de las mentes y cuerpos de otros o en adversarios porque no logramos conciliar con ellos y porque esperamos su sujeción y obediencia a nuestros proyectos y a la programación que les hemos asignado.

La libertad de otros que aceptamos es la libertad que establecemos en nuestras vidas, considerando que ellos sólo se ajustarán a nuestros planes si lo sienten como adecuado o como espontáneamente factible y que todos tenemos la opción de ejercer la autonomía como una responsabilidad y como un pilar del libre albedrío.

Y es lógico que entendamos que la paz y el equilibrio de nuestras mentes proviene de relaciones cordiales y constructivas, y que nuestro bienestar y nuestra tranquilidad reflejan lo que obtenemos en esa interacción. Y por contraste, igualmente podemos deducir que si experimentamos estados de malestar y desasosiego, eso evidencia que nuestra relación con eventos y seres humanos no es gratificante y que los nexos transitorios parecen desiguales y ambiguos.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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Unas reflexiones sobre la historia de Buddha*

Podemos imaginar la existencia de Buda. Primero como el príncipe Siddharta Gautama, habitando en un palacio, bajo la protección de su padre. En la tercera década de su vida mostró una notable tendencia a apartarse de los mandatos tradicionales y a emprender su propio aprendizaje. Las historias relatan que salía furtivamente hacia las afueras de la ciudad acompañado por un cochero con el propósito de  enterarse cómo era la vida de los demás. En esas incursiones tuvo cuatro encuentros que lo conmovieron como espectador: al salir por la puerta oriental del palacio pudo observar a un anciano, decrepito y frágil; al salir por la puerta meridional vio a un enfermo grave; al salir por la puerta occidental vio un cadáver; al salir por la puerta septentrional vio a un religioso mendicante. 

El príncipe Siddharta Gautama se dio cuenta que la vejez, la enfermedad y la muerte eran los símbolos más evidentes del sufrimiento humano, y que la inclinación religiosa representaba un emprendimiento particular de pesquisa sobre la vida y sobre sí mismo que cada uno podía asumir o dejar de lado según el estado de su consciencia.

Siddharta abandonó el palacio de su padre y se desligó de toda la parafernalia inherente a su condición de príncipe. Incursionó en lo que llamamos “la búsqueda de la verdad”, su inquisición esencial sobre cómo establecer la armonía y la paz como un ser humano autónomo.

Una vez alcanzado el estado de consciencia plena sobre sí y sobre la vida, el principe Siddharta fue llamado Buddha -"el Iluminado".

Desde esa condición de su mente, descubrió las “Cuatro Nobles Verdades”:

1.    La noble verdad de la manifestación  deduhkha** (el sufrimiento): la desilusión o sufrimiento representados en el nacimiento, la  vejez, la tristeza, los lamentos, el dolor, la pena y el desespero, la desesperanza, la asociación con lo que no amamos o la separación de lo que lo que amamos o decimos amar, no conseguir lo que deseamos.

2.    El origen deduhkha(el sufrimiento): el apego hacia aquello con lo que nos relacionamos y las pasiones que nos sacuden pretendiendo obtener placer a través  de  los sentidos: la obsesión   porque algo suceda o la obsesión porque algo no suceda.

3.    La noble verdad del cese deduhkha(el sufrimiento): atenuar y des-hacer el apego, la renuncia, el abandono y la liberación de su yugo, liberar ese apego y esas expectativas porque algo aparezca o porque algo no aparezca.

4.    La noble verdad de las acciones o comportamientos que nos permiten el cese deduhkha(el sufrimiento) por medio de la práctica del “Óctuple noble sendero”:


El Óctuple Sendero contemplaba realizar estos atributos:

    -Comprensión correcta

    -Pensamiento correcto

    -Palabra correcta

    -Acción correcta

    -Ocupación correcta

    -Esfuerzo correcto

    -Atención correcta

    -Concentración correcta

*En idioma sánscrito, el término buddha (बुद्धsignifica ‘despierto, iluminado, inteligente’.


**Duhkha. En lengua pāi, Dukkha, significa: Descontento. Desilusión. Insatisfacción. Sufrimiento. Incomodidad. Dolor. Intranquilidad. Imperfección. Malestar. Fricción. Pesar. Frustración. Irritación, Presión. Ir contra corriente. Agonía. Vacío. Tensión. Angustia existencial, "la carga o peso existencial inherente a la condición samsárica (humana)".

Duḥkha es un término de difícil traducción. No existe un término equivalente exacto en las lenguas europeas ya que Duḥkha tiene un significado muy amplio y abierto en el idioma original, que engloba diversos significados. Un ejemplo de Duḥkha dado por Buda es el estar con alguien que no te gusta y el no-estar con alguien que te gusta. Históricamente, la traducción más común en occidente ha sido sufrimiento, lo que ha generado una visión pesimista del Budismo. Sin embargo, descontento o insatisfactorio están más cerca al sentido de esta palabra en los textos originales.

 
https://es.wikipedia.org/wiki/Buda_Gautama




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