Juzgar negativamente,
discriminar, sopesar:
¿es necesario, es justo, es
útil?, ¿nos hace mejores que otros?
Hugo Betancur
Nuestros
juicios son complementos triviales ante las acciones de otras personas, son
nuestra interpretación particular. Todas nuestras percepciones son subjetivas y
corresponden al estado transicional de nuestras mentes. Y nuestras mentes
expresan nuestras creencias y nuestro entendimiento de la vida.
Cuando
hablamos de la “realidad objetiva” o de “hechos objetivos” solo nos referimos a
lo que nuestra subjetividad califica como “real” y “objetivo”. Cada observador
describe lo que percibe.
Para juzgar
lo que otros hacen, lo que es una calificación o apreciación particular,
debemos considerar el estado o condición del ser humano que obra y sobre quien
enfocamos nuestra atención.
Si no
sentimos afecto por aquellos a quienes juzgamos, nuestra opinión tendrá
características de censura moralista y de crítica fustigante.
No es
necesario juzgar a aquellas personas a quienes amamos, porque todo aquello que
amamos nos revela sus secretos. Si las amamos, podemos mostrarnos respetuosos y
no egoístas con ellas -esas son las consideraciones óptimas del amor.
Sin los
juicios negativos, que nos impiden ver cómo son esas personas porque
superponemos una imagen de rechazo, podemos comprenderlas y aceptarlas sin
esfuerzo.
¿Cómo
podemos juzgar con justicia a aquellos a quienes no amamos? ¿Cómo podemos
juzgarlos cuando el desamor nos aísla contra ellos? Al juzgar nos ponemos en
una posición de separación y de exclusión –y quizá de prepotencia, de aparente
superioridad-; los otros se convierten en objetivos de ataque de nuestras
mentes cuando elegimos fragmentos negativos o conflictivos de sus vidas para
evaluarlos como si representaran una totalidad mientras desdeñamos sus valores
y los episodios gratos que han compartido.
La balanza
de la justicia tiene dos platillos que debemos utilizar simultáneamente, sin
cargarnos hacia un solo lado, evitando desechar aquello que puede establecer el
equilibrio y permitirnos una amplia perspectiva. Si nos atrevemos a evaluar los
defectos, los errores y las limitaciones de los demás, debemos también acoger
sus cualidades positivas, sus aciertos y sus fortalezas.
Cada uno de
nosotros puede identificar sus propias limitaciones, sus errores, su confusión
y distorsiones: todas estas condiciones producen infelicidad, insatisfacción,
conflictos, sufrimiento, culpas, lo que nos indica que estamos actuando bajo
los requisitos de nuestros egos.
En cambio,
nuestras fortalezas, nuestras cualidades positivas, nuestros aciertos, nos
producen satisfacción, estados de paz y armonía, lo que nos indica que obramos
desde la sabiduría del corazón. Cuando cometemos un error y no logramos
aceptarlo ni descubrirlo, añadimos otro error al primero; si nos damos a la
tarea de justificarnos para defendernos y mantener nuestra posición, agregamos
un error más.
Si tenemos
la prudencia y la sabiduría de reparar nuestros errores y nuestros
comportamientos disociadores, nuestras relaciones se acercan a la normalidad;
mientras no hagamos la corrección que nos corresponde quedamos en deuda con
aquellas personas a quienes afectamos con nuestras acciones. Y lo mismo sucede
cuando otras personas nos afectan negativamente, por ignorancia, egoísmo o
simplemente por menosprecio -tal vez porque no satisfacemos sus intereses o sus
sistemas de creencias-: si no reparan estos comportamientos quedan en deuda con
nosotros en sus mentes.
Probablemente
la mayoría de los seres humanos hemos juzgado negativamente a otros muchas
veces. ¿Eso nos ha hecho mejores? ¿Nos ha traído bienestar? ¿Hicimos nuestros
juicios porque nos habían afectado a nosotros con sus acciones o fue una inútil
y arbitraria intromisión que hicimos en sus procesos de interacción
particulares?
Las
acciones y comportamientos de todo ser humano parecen inevitables en cada
situación: las condiciones de cada personalidad y las condiciones del momento
nos llevan a hacer lo que hacemos impulsivamente, aunque haya otras opciones
ideales -que solo un observador no involucrado logra enumerar, pues “quien
hace” está sometido ya a su elección particular-, (esas opciones ideales quizá
nos evitarían el malestar y las culpas que después nos acosan).
La vida y
los seres vivos estamos esencialmente fusionados. Todo es una relación, una
relativización, y lo que ocurre siempre tiene dos polaridades que debemos
sopesar para que la balanza de la justicia funcione en equilibrio.
La
separación que establecen nuestras mentes no logra deshacer ese nexo profundo
de las relaciones humanas que ya está creado en la dimensión del Espíritu,
donde todos somos uno, y donde siempre afectamos a otros o somos afectados por
sus acciones. Si lo entendemos en el ahora, el fugaz instante presente, podemos
cambiar nuestros enfoques y relacionarnos en esa unidad. Si no logramos hacerlo
porque nuestros sistemas de creencias no lo contemplan así, esa comprensión
queda relegada al paso del tiempo porque no podemos evitarla: no hay atajos en
nuestra evolución para evadir nuestras relaciones y tareas de vida.
El viajero
que recorre la tierra buscando su razón de ser siempre regresa a lo que él es.
La meta de nuestras vidas es siempre el retorno a sí mismo, el autoconocimiento
que nos trae a la paz. Una vez que el actor abandona el escenario puede
recordar su actuación y el papel o los papeles que representó y evaluar sus
vivencias.
Desde esa
paz que asumimos vemos el mundo en equilibrio. Estar en paz significa sanar la
mente y acogernos a los ritmos de la vida.
No es
posible esconderse de sí mismo; no hay lugares, ni métodos, ni opciones para
hacerlo.
Todo
conflicto y enfermedad que progresan nos dicen que hemos perdido el rumbo. A
través de la meditación –en reposo o en movimiento- y de la oración interior
(no de la que repite mecánicamente palabras de rezos rituales memorizados)
podemos de nuevo asumir la autonomía. Otras personas no pueden hacer esa tarea
por nosotros porque no es posible anular nuestro libre albedrío y
responsabilidades ni los de los demás y cada uno debe representar su propia
vida.
Todo juicio
es una ilusión, una trampa que colocamos en el sendero por donde hemos de pasar
de nuevo en la oscuridad.
Todo
rechazo a juzgar negativamente es una protección que nos concedemos a nosotros
mismos: nada que lamentar, ninguna deuda por saldar, ninguna corrección
posterior que hacer.
Hugo Betancur (Colombia)
Otras ideas de vida en:
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