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sábado, 3 de octubre de 2015

EL AMOR QUE VIENE DE AFUERA.


                                                                                             Foto por Hugo Betancur

EL AMOR QUE VIENE DE AFUERA

Hugo Betancur

 

Lo que llamamos ilusión es todo aquello que no está presente. Decimos “Tengo la ilusión de conseguir, o de alcanzar, o de realizar esto…”  –y enunciamos la oración gramatical que contiene nuestra idea o nuestro proyecto respecto a lo que esperamos lograr.

Cuando expresamos nuestras ilusiones, nombramos las cosas materiales que pretendemos adquirir, o las relaciones que nos proponemos establecer, o los planes que hemos imaginado. Nos referimos al pasado caducado: “Tuve esta ilusión…” -nombramos el objetivo de nuestra fantasía y relatamos si pudimos obtenerlo o si nos desilusionamos-; o nos referimos al futuro diciendo en tiempo presente: “Tengo esta ilusión…” -y destacamos lo  que debería suceder para nuestra complacencia.

Habitualmente nos comportamos como seres humanos plantados en nuestra subjetividad y esperanzados en que otros le den sentido a nuestras existencias. Por eso volcamos nuestra ansiedad hacia afuera y hacia los demás. Les asignamos funciones y acciones que no correspondemos o no estamos dispuestos a corresponder equitativamente. Si los demás se ajustan a nuestros requisitos, manifestamos que los queremos y que nos quieren, lo que es más un reconocimiento a su entrega y a nuestro provecho que la consolidación de una relación amorosa fluida y recíprocamente generosa.

Esas ofrendas que nos hacen otros al someterse a nuestras solicitudes se convierten en nuestras dosis diarias de adicción: ellos nos proveen y nosotros somos sus consumidores; sin ellos, y sin lo que nos dan, nuestras existencias parecen conflictivas y depresivas –vamos a la deriva buscando nuestros complementos y nuestras quimeras exclusivas, siempre oteando el horizonte lejano y siempre disociados porque todo aquello que ansiamos obtener deberá sernos dado sin nuestra aptitud sincera y responsable de reciprocidad.

Como niños grandes que no hemos madurado ni asumido nuestros dones de autonomía y responsabilidad, nos planteamos la ilusión de felicidad como algo proveniente de afuera, del vasto mundo: nos desempeñamos en esos roles de necesitados y aprovechados en una relación desigual y vulnerable a los desastres emocionales.

Entonces, en esa obsesiva búsqueda de nuestra felicidad exclusiva, fijamos en quienes hemos elegido como nuestros proveedores la tarea de darnos atenciones, cuidados, cosas materiales, sumisión y obediencia a nuestros designios. Bajo esa programación nos convertimos en acompañantes dispuestos al conflicto, a la frustración o a la depresión cuando no obtenemos los trofeos que otros debían prodigarnos según nuestros planes. Cuando avanzamos en la jornada, en algún momento vamos a reaccionar  como víctimas si los otros no halagan nuestros requerimientos de adultos niños, improductivos, ansiosos y abruptamente explosivos en nuestras emociones negativas cuando nuestros tutores nos defraudan.

Eso que llamamos amor en ese papel de criaturas de existencias deslucidas esperando sus luminosos redentores es una suplantación.

A pesar de nuestra dependencia en esas relaciones parasitarias y avasallantes, a pesar de nuestros minuciosos y complicados libretos que elaboramos para los demás exclusivamente –como en telenovelas de gran audiencia atiborradas de personajes autocompadecidos y gimientes o llenos de orgullo y de reclamos, y que incitan lágrimas y protestas solidarias y vehementes de sus espectadores al trasladarse a sí mismos al drama que presencian-, esos nexos se van deshaciendo como espuma de jabón en el agua que corre, porque les falta esa esencia de unión que el amor sincero expande y fortalece.

La incertidumbre es otro fenómeno que desdeñamos y que hace parte de los inevitables ritmos de la vida. Todo lo que fijamos en nuestras relaciones como estático y previsible según nuestras creencias y deseos es vulnerable a  los cambios mientras el tiempo discurre y las interacciones se van sucediendo: las apariencias son reemplazadas por las evidencias y lo que llamamos realidad va tomando forma y se va imponiendo sobre la rutina y sobre nuestras presunciones utilitaristas.

Cuando realizamos acciones amorosas –cuando expresamos lo mejor de nosotros-, nos destacamos como seres humanos ejemplares y poderosos. Cuando dejamos que nuestro egoísmo se desborde actuamos solo como aventureros ávidos y rapiñeros pretendiendo conquistar nuestros botines despojando a otros o fingiéndoles una disposición amorosa inexistente y ambigua.

Nos perdemos la alegría de las relaciones ecuánimes, constructivas, mutualistas, generosas, cuando protagonizamos esos papeles de actores ensimismados y narcisistas: bajo ese yugo, nos perdemos la belleza y la poesía de los sentimientos que brotan espontáneamente cuando establecemos nuestras relaciones desde nuestra condición de autonomía y libertad y reconociendo esos valores en los demás.

Al realizar el inventario de cada existencia, seguramente la mayor satisfacción y plenitud serán el resultado de lo sembrado, de lo prodigado a otros, de la ternura y el servicio que pudimos dar a todos aquellos seres humanos que decíamos amar y considerar importantes en nuestro accidentado itinerario.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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