EL AMOR QUE VIENE DE AFUERA
Hugo Betancur
Lo que
llamamos ilusión es todo aquello que no está presente. Decimos “Tengo la
ilusión de conseguir, o de alcanzar, o de realizar esto…” –y
enunciamos la oración gramatical que contiene nuestra idea o nuestro proyecto
respecto a lo que esperamos lograr.
Cuando
expresamos nuestras ilusiones, nombramos las cosas materiales que pretendemos
adquirir, o las relaciones que nos proponemos establecer, o los planes que
hemos imaginado. Nos referimos al pasado caducado: “Tuve esta ilusión…”
-nombramos el objetivo de nuestra fantasía y relatamos si pudimos obtenerlo o
si nos desilusionamos-; o nos referimos al futuro diciendo en tiempo presente:
“Tengo esta ilusión…” -y destacamos lo que debería suceder para
nuestra complacencia.
Habitualmente
nos comportamos como seres humanos plantados en nuestra subjetividad y
esperanzados en que otros le den sentido a nuestras existencias. Por eso
volcamos nuestra ansiedad hacia afuera y hacia los demás. Les asignamos
funciones y acciones que no correspondemos o no estamos dispuestos a
corresponder equitativamente. Si los demás se ajustan a nuestros requisitos,
manifestamos que los queremos y que nos quieren, lo que es más un
reconocimiento a su entrega y a nuestro provecho que la consolidación de una
relación amorosa fluida y recíprocamente generosa.
Esas
ofrendas que nos hacen otros al someterse a nuestras solicitudes se convierten
en nuestras dosis diarias de adicción: ellos nos proveen y nosotros somos sus
consumidores; sin ellos, y sin lo que nos dan, nuestras existencias parecen
conflictivas y depresivas –vamos a la deriva buscando nuestros complementos y
nuestras quimeras exclusivas, siempre oteando el horizonte lejano y siempre
disociados porque todo aquello que ansiamos obtener deberá sernos dado sin
nuestra aptitud sincera y responsable de reciprocidad.
Como niños
grandes que no hemos madurado ni asumido nuestros dones de autonomía y
responsabilidad, nos planteamos la ilusión de felicidad como algo proveniente
de afuera, del vasto mundo: nos desempeñamos en esos roles de necesitados y
aprovechados en una relación desigual y vulnerable a los desastres emocionales.
Entonces,
en esa obsesiva búsqueda de nuestra felicidad exclusiva, fijamos en quienes
hemos elegido como nuestros proveedores la tarea de darnos atenciones,
cuidados, cosas materiales, sumisión y obediencia a nuestros designios. Bajo
esa programación nos convertimos en acompañantes dispuestos al conflicto, a la
frustración o a la depresión cuando no obtenemos los trofeos que otros debían
prodigarnos según nuestros planes. Cuando avanzamos en la jornada, en algún
momento vamos a reaccionar como víctimas si los otros no halagan
nuestros requerimientos de adultos niños, improductivos, ansiosos y
abruptamente explosivos en nuestras emociones negativas cuando nuestros tutores
nos defraudan.
Eso que
llamamos amor en ese papel de criaturas de existencias deslucidas esperando sus
luminosos redentores es una suplantación.
A pesar de
nuestra dependencia en esas relaciones parasitarias y avasallantes, a pesar de
nuestros minuciosos y complicados libretos que elaboramos para los demás
exclusivamente –como en telenovelas de gran audiencia atiborradas de personajes
autocompadecidos y gimientes o llenos de orgullo y de reclamos, y que incitan
lágrimas y protestas solidarias y vehementes de sus espectadores al trasladarse
a sí mismos al drama que presencian-, esos nexos se van deshaciendo como espuma
de jabón en el agua que corre, porque les falta esa esencia de unión que el
amor sincero expande y fortalece.
La
incertidumbre es otro fenómeno que desdeñamos y que hace parte de los
inevitables ritmos de la vida. Todo lo que fijamos en nuestras relaciones como
estático y previsible según nuestras creencias y deseos es vulnerable
a los cambios mientras el tiempo discurre y las interacciones se van
sucediendo: las apariencias son reemplazadas por las evidencias y lo que
llamamos realidad va tomando forma y se va imponiendo sobre la rutina y sobre
nuestras presunciones utilitaristas.
Cuando
realizamos acciones amorosas –cuando expresamos lo mejor de nosotros-, nos
destacamos como seres humanos ejemplares y poderosos. Cuando dejamos que
nuestro egoísmo se desborde actuamos solo como aventureros ávidos y rapiñeros
pretendiendo conquistar nuestros botines despojando a otros o fingiéndoles una
disposición amorosa inexistente y ambigua.
Nos
perdemos la alegría de las relaciones ecuánimes, constructivas, mutualistas,
generosas, cuando protagonizamos esos papeles de actores ensimismados y
narcisistas: bajo ese yugo, nos perdemos la belleza y la poesía de los
sentimientos que brotan espontáneamente cuando establecemos nuestras relaciones
desde nuestra condición de autonomía y libertad y reconociendo esos valores en
los demás.
Al realizar
el inventario de cada existencia, seguramente la mayor satisfacción y plenitud
serán el resultado de lo sembrado, de lo prodigado a otros, de la ternura y el
servicio que pudimos dar a todos aquellos seres humanos que decíamos amar y
considerar importantes en nuestro accidentado itinerario.
Hugo
Betancur (Colombia)
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