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lunes, 23 de junio de 2014

Lo inesperado, lo imprevisto, lo inevitable.

                                                                                                         Ilustracion por Elízabeth Betancur.

LO   INESPERADO,  LO  IMPREVISTO, LO INEVITABLE.

Hugo Betancur

 

Muchas veces nuestras actitudes contemplativas hacia el pasado parecen de sumisión, o de enganchamiento: nos mostramos como seres humanos subyugados o ligados a los sucesos y personas que fueron parte de las tramas o relaciones en que nos vinculamos transitoriamente –siempre transitoriamente porque la vida es un río que avanza, a veces impetuosamente y a veces calladamente, sin detenerse aunque nuestra confusión y nuestros apegos pretendan estancarla.

La visión que hayamos formado sobre nuestras vivencias y la interpretación que hayamos concebido nos ubican en alguno de los extremos de la dualidad –la aceptación o la negación, la comprensión y la asimilación que nos liberan de lo pasado, o la incomprensión y el empecinamiento que nos mantienen atrapados en los asuntos que ya sucedieron.

Muchas veces nos quedamos pasmados, como actores perplejos que de momento no logran enunciar sus líneas de dialogo, o nos exaltamos incontenidos en la representación del personaje que encarnamos, con nuestros egos alborotados y vehementes y con nuestra importancia personal desbordada; perdemos el impulso para seguir participando fluidamente en las relaciones y tareas de la vida y nos rezagamos mientras los otros asumen la iniciativa y se van acomodando a sus papeles cambiantes.

Tal vez nos comportamos como niños caprichosos que exigen a gritos el juguete predilecto para sus juegos en el momento en que sus padres han decidido que deben irse a dormir; y quizá como niños frustrados, reaccionamos con rabia y con llanto porque la vida y los demás no satisfacen nuestros deseos o nuestras demandas.

Sin embargo, la vida tiene sus propias leyes y procesos: somos demasiados protagonistas interactuando en nuestros papeles en escenarios incontables y todos nuestros actos están acoplados al conjunto humano –es posible que nuestros pares en el juego no logren atrapar la pelota que les lanzamos y que siguiendo la inercia de su movimiento vaya a estrellase contra una ventana quebrando un vidrio y creando un conflicto con el dueño de la casa, lo que no era nuestro propósito.

Nuestras acciones, y las acciones de nuestros predecesores  han propiciado potenciales de acción que se manifiestan en relaciones y acontecimientos inevitables y obligatorios que nos envuelven aunque no los hayamos previsto –la roca que empujamos y soltamos en lo alto de la montaña rueda arrolladoramente hasta que agota su ímpetu o hasta que un obstáculo mayor la detiene, y puede causar destrucción o daños a su paso que nosotros no consideramos cuando la removimos de su sitio de reposo.

En los ritmos de la vida, la expansión y la contracción son fenómenos alternados: todos los seres vivos y  la naturaleza participamos en su ejecución y somos afectados por su ocurrencia.

Consideramos que algunas situaciones suceden en un momento que nos parece oportuno y que otras suceden intempestivamente. Las primeras nos parecen gratas o benévolas y las segundas nos parecen adversas o perjudiciales.

Hay un momentum, un ahora, en que las circunstancias propician lo que puede acontecer -y lo precipitan, a veces.

Todo está preparado y no podemos controlar el conjunto porque somos sólo piezas del engranaje en movimiento, ocupando nuestros sitios y realizando nuestras pantomimas o nuestros dramas según nuestros atributos y condicionados por las limitaciones y realizaciones de los otros.

Nos resistimos a que las situaciones prosigan hacia sus desenlaces y se pierdan en la bruma de nuestras historias particulares  y nos quedamos lelos en la estación dejando que el tren de la vida siga su trayecto mientras nos quedamos paralizados juzgando duramente y reprobando a quienes no nos agradaron o a quienes desde su ego alborotador nos afectaron –y ese y no otro era el guión que ellos y nosotros podíamos representar.

A veces las circunstancias experimentadas nos llevan a reaccionar con ríos de lágrimas, o con quejas que podrían ocupar muchos horas de grabación en medios magnéticos –la recopilación sonora de nuestros lamentos, nuestras protestas y nuestros reproches-, o con largas noches de insomnio, o con años enteros de malestar, culpa y autocompasión, o con resentimiento y odio que nos consumen. Todo eso es sólo nuestro drama personal, o la tragedia que armamos a nuestro modo con nuestras creencias y nuestras percepciones. La vida, incontenible, sigue su curso. Nuestro llanto y nuestros reclamos no deshacen lo sucedido; lo que murió, lo que pasó, va quedando atrás y como viajeros nos corresponde acogernos a los ritmos de la vida y seguir nuestros trayectos sin desfallecer.

Nuestros relatos son nuestra elección y nuestro propio retrato. Si escogemos como asunto cotidiano la negatividad, lo triste, lo luctuoso, lo que consideramos nuestras heridas, entonces nos empeñamos en protagonizar nuestros papeles de héroes dudosos o de sobrevivientes  lisiados y tambaleantes. Asumimos rostros dolidos y gestos pesimistas y los demás pueden vernos como actores patéticos queriendo impresionarlos con las adversidades que hemos adoptado.

Si no logramos cambiar ese panorama psicológico lúgubre, alcanzamos la cima en esos roles exagerados y podemos crear enfermedades tan extremas como la película que hemos concebido.

Aquello a lo que más valor le damos es lo que mantenemos presente en nuestras vidas.

El resultado de nuestras representaciones: ¿nos produce satisfacción, alegría, bienestar? ¿o nos produce frustración, tristeza, malestar?

Muchas situaciones de la vida que nos negamos a asimilar son obligatorias e inevitables y nos sorprenden porque no las habíamos previsto; sin embargo, ocurren con toda su trascendencia y su vigor, y son siempre pasajeras, aunque no las entendamos, aunque las rechacemos reiteradamente. Aparecen en nuestras mentes y como observadores podemos comprenderlas y dejarlas ir, o podemos cargarlas como recuerdos pesados y desapacibles. A fin de cuentas, cada actor decide si se acomoda a su papel o si entra en pugna consigo mismo y con el libreto que le toca interpretar.

 

Hugo Betancur (Colombia) 

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domingo, 8 de junio de 2014

Escapes. Nuestros conflictos con la vida y los seres vivos.

                                                                                                             Fotografía por Hugo Betancur

ESCAPES

Hugo Betancur

Todo lo que no resolvemos o que nos negamos a aceptar, posiblemente quede en nuestras mentes como un archivo de informaciones tortuosas y discordantes que pueden retornar: se quedan estancadas y latentes –con vida- aunque las ignoremos o creamos que ya no tienen trascendencia.

Según la dinámica de la vida, la acción y el movimiento ocurren en el ahora –el presente evidente para los sentidos- y es allí donde podemos hacer pesquisas internas a través de la meditación –no buscando afuera sino en la sabiduría de nuestro ser. Si logramos enfocarnos en lo sucedido con una mente y un corazón sinceros, podremos comprender que somos parte del todo y que nuestras experiencias humanas hacen parte de una trama donde interactuamos con otros cumpliendo vivencias de aprendizaje que tienen propósitos y causas anteriores. No somos víctimas del azar y las hojas llevadas por el viento ya cumplieron su ciclo en el árbol que previamente llenaron de verdor. Tras esos procesos relajados y serios de meditación podemos alcanzar la comprensión y la liberación de los yugos, y podremos soltar todo aquello que nos enganchó conflictivamente a personas y situaciones.

No resolvemos muchos conflictos porque nos empeñamos en mantener intactas nuestras creencias y las imágenes que formamos sobre los acontecimientos. Escapamos hacía el espacio restringido de nuestras subjetivas personalidades y nos parece que allí estamos refugiados y protegidos.

Sin embargo, esta obstinación en sustentar un modelo ideal del mundo y de los demás corresponde a las mentes infantiles dependientes, con sus necesidades de provisión y de asistencia y plagadas de ilusiones.

Esas mentes infantiles reaccionan con frustración y malestar si los demás no sacian sus requerimientos: explotan hostiles o depresivas y elaboran sus dramas exclusivos de opresión, marginamiento y pugna con otros.

Con esas actitudes, el paisaje de la vida no parecerá amable y optimista. Cada pintor plasma en sus cuadros lo que percibe de la vida, con su perspectiva y sus colores particulares que lo definen a él más que al paisaje o a los ambientes y personajes que retrata.

Con los escapes eludimos la resolución de las situaciones en que participamos y nos vamos rezagando. Nos desactualizamos porque nuestras mentes quedan apegadas a lo que ya pasó. Nos volvemos anacrónicos y distraídos y descuidamos a los seres vivos con quienes podemos establecer relaciones gratas y constructivas.

Perdonar el pasado es simplemente deshacer la mentalidad de víctimas que conformamos bajo distintas denominaciones metafóricas que pretendemos imponer como reales –sentirnos “heridos”, con el corazón “destrozado” o “despedazado”- lo que sólo son imágenes elaboradas por nosotros cuando hacemos interpretaciones egoístas acomodadas a nuestra subjetividad.

Cada uno es lo que es en este mundo de actores circunstanciales y escenarios pasajeros. Cuando decidimos comprender a los demás, quizás podamos entender su vulnerabilidad -parecida a la nuestra en la común condición humana- y practicar la consideración de Dante Alighieri en su Divina Comedia “Probarás cómo sabe a sal el pan ajeno y que duro trance es subir y bajar por las escaleras del prójimo”.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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