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domingo, 14 de diciembre de 2014

Nuestras relaciones que van pasando.

                                                                                                                  Fotografía por Diana Valderrama.

NUESTRAS  RELACIONES IMPERATIVAS  E INEVITABLES

Hugo Betancur

 

En nuestras mentes hacemos evaluaciones frecuentes del pasado, de lo que nos sucedió o de lo que supimos de otros; cotejamos las vivencias una y otra vez y las aprobamos o desaprobamos. Siguiendo algún arraigado hábito mental nos culpamos por lo que no estuvo bien según nuestras creencias o culpamos a otros –o nos justificamos para liberarnos de recriminaciones y malestar.

Nos eximimos de responsabilidad.

Sin embargo, “lo pasado ya pasó”. Creímos que escogíamos desde nuestra libertad y no fue así: sólo elegíamos la opción posible para nosotros en cada instante y relaciones desde las limitaciones y peculiaridades de nuestras personalidades y de las circunstancias temporales. Los observadores pueden conjeturar sobre las opciones disponibles -no están involucrados, son sólo espectadores pasivos-; frente a ellos, los actores deben atender los roles que les corresponden a sus personajes y no pueden detenerse en conjeturas. Como metáfora, consideremos un caso banal: un hombre requiere viajar a una ciudad lejana y puede considerar que tiene la libertad de elegir qué medio utilizará para desplazarse; sin embargo, él sólo tiene los recursos monetarios para comprar un tiquete de autobús; aunque sería  más cómodo y rápido el traslado en avión, la opción imperativa según las condiciones del momento es la de transportarse por carretera -con esa restricción insoluble, quizá lo que decida hacer no tenga relación con su libertad-.

Los ideales sobre las personas no se cumplen –o se cumplen mínimamente-. Son solo ilusiones, planes ególatras de adquisición o de realización que requieren de la aquiescencia de los demás y de su sincronismo –coincidencia en el tiempo y el espacio de una idea o un propósito común- para cumplirse eventualmente. Y eso raramente sucede. Como seres humanos que nos rotulamos como “buscadores de la felicidad”, imaginamos un esquema de vida que adquiera la estructura que consideramos conveniente y ventajosa y asignamos a otros la función de prodigárnosla.  ¿Es posible que ocurra así? ¿Domina el ilusionista todos los elementos de la función? ¿O pueden los circunstantes desvirtuar su espectáculo percibiendo otras imágenes distintas a las que él les proyecta y permaneciendo indiferentes y ensimismados?

Probablemente a medida que transcurre el drama humano, podremos encontrar algunos de nuestros relacionados que obedezcan nuestros mandatos y procedan como ejecutores sumisos de nuestros planes; otros no querrán hacerlo. Inventamos frases para calificar a unos y otros: de los que se comportan como gregarios y dóciles acompañantes, decimos que si nos quieren; de los que actúan por sí mismos, decimos que son egoístas –les achacamos nuestras características negativas y  nuestras tendencias utilitaristas-. Reaccionando así, ponemos en movimiento la mentalidad infantil manipuladora y autorreferente que clama por cuidados y privilegios sin ofrecer actos equivalentes.

Muchas veces, los sueños de felicidad se convirtieron en pesadillas que obligaron a los soñadores a despertar abruptamente. Las pesadillas no son agradables y causan disconformidades que persisten en las mentes. Obligan a los afectados a indagar sobre los remedios –lo que es una sensata intención de resolución- o los llevan a la locura –que es un escabroso escape parecido al sueño en que estaban atrapados.

Los santos o los místicos sinceros alcanzarán un estado de paz y de armonía porque sus acciones provienen de una condición de mansedumbre y porque sus ideales de existencia son sólo de comprensión y de asistencia a otros seres humanos. Otros buscadores fanáticos de verdades provechosas  se tropezarán  muchas veces con las piedras del camino mientras gritan su  reclamo excitado a la divinidad de su devoción pidiéndole que les revele la ruta y los instrumentos aplicables a su ambición -y sus almas les dirán a sus personalidades egocéntricas, cuando estén dispuestas a escucharlo- que ese estado de lucha y de pugna  es el obstáculo que mantiene su confusión y su tribulación.

La sed obliga al peregrino a desviarse para buscar la fuente de agua y eso se convierte en una necesidad que lo distrae en su jornada. Sólo quien ha saciado su sed puede enfocar su mente en la pesquisa que le permita descubrir la potencialidad de su ser, el fuego interior, el aliento de su vida, su autonomía. Quien ha saciado su sed deja de estar expuesto a los espejismos que surgen en su mente.

No alcanzamos todo lo que perseguimos –sólo algunos objetivos-ni podemos evitar lo que nuestras almas han asumido como experiencias de aprendizaje para nuestra evolución.

Vemos día a día que lo que consideramos el mundo externo va cambiando a pesar de nuestros ideales de continuidad. Desaparecen algunos personajes conocidos de la escena y los sobrevivientes cavilamos sobre nuestra vulnerabilidad como seres humanos. Nos consideramos a nosotros mismos en riesgo. Somos experimentadores en planos de existencia inestables e impermanentes.

Sólo una visión amorosa que podamos alcanzar nos permite ver el mundo, nuestra proyección, como algo prodigioso y pasajero que podemos apreciar –las frutas maduras de dulce sabor, el sol apagándose majestuosamente  en el crepúsculo y resurgiendo esplendoroso con la aurora, la luna brillando en la noche, la naturaleza expresándose exuberantemente en productos útiles de formas y colores inusitados, los amigos  con sus gestos de hospitalidad y de asistencia, nuestros padres y familiares prodigándose para nuestro bienestar, nuestros solidarios compañeros de trabajo aportando sus contribuciones a la consumación eficiente de las faenas emprendidas.

Nada que lamentar cuando contemplamos la  vida con ojos amables, cuando permitimos que todo suceda sin resistirnos, cuando miramos lo que pasa en el presente con atención y regocijo, cuando dejamos que todas nuestras vivencias nos impregnen de optimismo y bienestar.

Sólo somos almas antiguas deshaciendo nuestros libretos de personajes transitorios en un mundo conocido que recreamos en nuestras relaciones y tareas imprevisibles, sorprendentes y fugaces.


Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 3 de agosto de 2014

El placer y el sufrimiento, nuestras percepciones contrastantes.

                                                                                                            Fotografía por Hugo Betancur

EL PLACER  QUE  NO  PERDURA

Hugo Betancur

 

El placer alcanzado siempre es insuficiente. Cada uno de nosotros valoramos nuestras experiencias según la manera como las hemos percibido,  según el significado que le dimos o según las expectativas que tuvimos. La conformidad o inconformidad que expresemos dependerá de un resultado previsto.

El placer es una sensación y una percepción que nuestras mentes interpretan según nuestra subjetividad. Cada uno de nosotros aplicamos enfoques y archivos de memoria diferentes para evaluar nuestras vivencias. Como observadores vemos lo que podemos ver y lo juzgamos desde nuestras posiciones. No podemos ver más allá de lo que alcanza nuestra visión y nuestra comprensión.

El placer y el sufrimiento son afines. Cuando pretendemos conservar o mantener el placer encontramos la limitación para experimentarlo como lo concebimos inicialmente, con el esplendor con que lo imaginamos, con la emotividad exultante con que nos dispusimos a vivirlo. Es entonces cuando el sufrimiento empieza a manifestarse en nuestras mentes, porque los objetos de placer o los personajes a quienes dimos la función de proveérnoslo aparecen brevemente en el panorama que podemos tener ante nosotros para luego disiparse, como nuestras palabras de cada instante a pesar de nuestra elocuencia, etéreos, insustanciales, escurridizos.

Las vivencias de placer atrapan nuestras mentes mientras experimentamos las sensaciones pertinentes, para quedar solo como un recuerdo después, cada  vez que el movimiento de la vida nos impulsó hacia otras acciones y relaciones. Esas vivencias ocurren súbitamente y se hacen ineludibles para cada uno porque nos sentimos forzados a participar en su realización: estamos inmersos en el juego de la vida y nos toca replicar a nuestros semejantes para que las escenas tengan sentido y los actores hagamos nuestras representaciones según nuestros atributos y nuestra versatilidad.

A veces desempeñamos nuestros papeles con una teatralidad excesiva, tal vez memorable por el énfasis que ponemos; en otras ocasiones somos actores precarios con un discurso plano e insuficiente. Podemos quedar atrapados en la trampa del placer porque lo alcanzamos en alguna medida o porque sólo sigue siendo un objetivo de nuestras mentes. Se nos convierte en una obsesión, evidente o disimulada, que nos llena de avidez o de frustración.

Todo lo que puede proveernos de placer está sujeto a los cambios contundentes de la vida. Todas las filosofías humanistas han destacado la impermanencia como una ley de la existencia: la transformación del observador y de lo observado en todo momento. Y el placer es demasiado volátil, inconsistente, inestable. El placer que derivamos de nuestras relaciones con la vida es algo así como el néctar que toman los colibríes picoteando velozmente cada flor, sin saborearlo y llevándoselo consigo –tal vez puedan repetir una acción parecida miles de veces y quizá sea el néctar lo que los atraiga; sin embargo, el ritual es efímero y corresponde a la energía del momento y a los recursos disponibles que cambian continuamente.

“Sólo nos pertenece o permanece con nosotros aquello que no puede sernos arrebatado”. La experimentación exhaustiva de las situaciones placenteras nos lleva al agotamiento o a la monotonía, al hastío o al desdén, lo que significa sufrimiento para nosotros. También lo que consideramos la pérdida del objeto de placer o de la posibilidad de repetir los eventos placenteros nos produce sufrimiento: nos sentimos despojados de una pertenencia que asumíamos como permanente y nos mostramos desdichados volviendo a la condición de niños necesitados y dependientes.

En ocasiones, empeñados en obtener las experiencias de placer quizá nos comportamos como los animales que persiguen a su presa sin percatarse del cazador que los acecha desde su escondite con su arma preparada (porque a veces las circunstancias de placer parecen algo así como una trampa montada por quien corre tras el placer o por quien lo ofrece esperando una retribución –y a veces me parece que la misma naturaleza de la vida ha posibilitado la trampa del placer para lograr la perpetuación de la especie humana valiéndose de los acercamientos y contactos sexuales que culminan en la procreación.

Cuando entramos en conflicto, el placer –o, más explícitamente, la ilusión del placer- es lo que consideramos haber perdido, lo que se fue. El sufrimiento es lo que queda a cambio, lo que permanece como rezago o consecuencia del placer que ya no está más.

En nuestras mentes, entramos en choque y olvidamos agradecer las circunstancias y relaciones que nos han sido placenteras y amables. Como contraste, nos embelesamos en nuestros lamentos y nuestras crónicas tristonas y con eso le quitamos la calidez y el valor a las vivencias positivas que nos animaron y nos motivaron.

El juego de la vida nos invita a participar resueltamente apropiándonos de las situaciones y sintiéndonos parte de cada secuencia de la trama en ejecución. Cada uno de nosotros puede decidir qué impresión deja de su paso por esos ambientes donde recreamos los personajes que nos son permitidos y las historias que nos permitirán progresar en los aprendizajes de nuestro ser.

Hugo Betancur (Colombia)

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lunes, 23 de junio de 2014

Lo inesperado, lo imprevisto, lo inevitable.

                                                                                                         Ilustracion por Elízabeth Betancur.

LO   INESPERADO,  LO  IMPREVISTO, LO INEVITABLE.

Hugo Betancur

 

Muchas veces nuestras actitudes contemplativas hacia el pasado parecen de sumisión, o de enganchamiento: nos mostramos como seres humanos subyugados o ligados a los sucesos y personas que fueron parte de las tramas o relaciones en que nos vinculamos transitoriamente –siempre transitoriamente porque la vida es un río que avanza, a veces impetuosamente y a veces calladamente, sin detenerse aunque nuestra confusión y nuestros apegos pretendan estancarla.

La visión que hayamos formado sobre nuestras vivencias y la interpretación que hayamos concebido nos ubican en alguno de los extremos de la dualidad –la aceptación o la negación, la comprensión y la asimilación que nos liberan de lo pasado, o la incomprensión y el empecinamiento que nos mantienen atrapados en los asuntos que ya sucedieron.

Muchas veces nos quedamos pasmados, como actores perplejos que de momento no logran enunciar sus líneas de dialogo, o nos exaltamos incontenidos en la representación del personaje que encarnamos, con nuestros egos alborotados y vehementes y con nuestra importancia personal desbordada; perdemos el impulso para seguir participando fluidamente en las relaciones y tareas de la vida y nos rezagamos mientras los otros asumen la iniciativa y se van acomodando a sus papeles cambiantes.

Tal vez nos comportamos como niños caprichosos que exigen a gritos el juguete predilecto para sus juegos en el momento en que sus padres han decidido que deben irse a dormir; y quizá como niños frustrados, reaccionamos con rabia y con llanto porque la vida y los demás no satisfacen nuestros deseos o nuestras demandas.

Sin embargo, la vida tiene sus propias leyes y procesos: somos demasiados protagonistas interactuando en nuestros papeles en escenarios incontables y todos nuestros actos están acoplados al conjunto humano –es posible que nuestros pares en el juego no logren atrapar la pelota que les lanzamos y que siguiendo la inercia de su movimiento vaya a estrellase contra una ventana quebrando un vidrio y creando un conflicto con el dueño de la casa, lo que no era nuestro propósito.

Nuestras acciones, y las acciones de nuestros predecesores  han propiciado potenciales de acción que se manifiestan en relaciones y acontecimientos inevitables y obligatorios que nos envuelven aunque no los hayamos previsto –la roca que empujamos y soltamos en lo alto de la montaña rueda arrolladoramente hasta que agota su ímpetu o hasta que un obstáculo mayor la detiene, y puede causar destrucción o daños a su paso que nosotros no consideramos cuando la removimos de su sitio de reposo.

En los ritmos de la vida, la expansión y la contracción son fenómenos alternados: todos los seres vivos y  la naturaleza participamos en su ejecución y somos afectados por su ocurrencia.

Consideramos que algunas situaciones suceden en un momento que nos parece oportuno y que otras suceden intempestivamente. Las primeras nos parecen gratas o benévolas y las segundas nos parecen adversas o perjudiciales.

Hay un momentum, un ahora, en que las circunstancias propician lo que puede acontecer -y lo precipitan, a veces.

Todo está preparado y no podemos controlar el conjunto porque somos sólo piezas del engranaje en movimiento, ocupando nuestros sitios y realizando nuestras pantomimas o nuestros dramas según nuestros atributos y condicionados por las limitaciones y realizaciones de los otros.

Nos resistimos a que las situaciones prosigan hacia sus desenlaces y se pierdan en la bruma de nuestras historias particulares  y nos quedamos lelos en la estación dejando que el tren de la vida siga su trayecto mientras nos quedamos paralizados juzgando duramente y reprobando a quienes no nos agradaron o a quienes desde su ego alborotador nos afectaron –y ese y no otro era el guión que ellos y nosotros podíamos representar.

A veces las circunstancias experimentadas nos llevan a reaccionar con ríos de lágrimas, o con quejas que podrían ocupar muchos horas de grabación en medios magnéticos –la recopilación sonora de nuestros lamentos, nuestras protestas y nuestros reproches-, o con largas noches de insomnio, o con años enteros de malestar, culpa y autocompasión, o con resentimiento y odio que nos consumen. Todo eso es sólo nuestro drama personal, o la tragedia que armamos a nuestro modo con nuestras creencias y nuestras percepciones. La vida, incontenible, sigue su curso. Nuestro llanto y nuestros reclamos no deshacen lo sucedido; lo que murió, lo que pasó, va quedando atrás y como viajeros nos corresponde acogernos a los ritmos de la vida y seguir nuestros trayectos sin desfallecer.

Nuestros relatos son nuestra elección y nuestro propio retrato. Si escogemos como asunto cotidiano la negatividad, lo triste, lo luctuoso, lo que consideramos nuestras heridas, entonces nos empeñamos en protagonizar nuestros papeles de héroes dudosos o de sobrevivientes  lisiados y tambaleantes. Asumimos rostros dolidos y gestos pesimistas y los demás pueden vernos como actores patéticos queriendo impresionarlos con las adversidades que hemos adoptado.

Si no logramos cambiar ese panorama psicológico lúgubre, alcanzamos la cima en esos roles exagerados y podemos crear enfermedades tan extremas como la película que hemos concebido.

Aquello a lo que más valor le damos es lo que mantenemos presente en nuestras vidas.

El resultado de nuestras representaciones: ¿nos produce satisfacción, alegría, bienestar? ¿o nos produce frustración, tristeza, malestar?

Muchas situaciones de la vida que nos negamos a asimilar son obligatorias e inevitables y nos sorprenden porque no las habíamos previsto; sin embargo, ocurren con toda su trascendencia y su vigor, y son siempre pasajeras, aunque no las entendamos, aunque las rechacemos reiteradamente. Aparecen en nuestras mentes y como observadores podemos comprenderlas y dejarlas ir, o podemos cargarlas como recuerdos pesados y desapacibles. A fin de cuentas, cada actor decide si se acomoda a su papel o si entra en pugna consigo mismo y con el libreto que le toca interpretar.

 

Hugo Betancur (Colombia) 

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