¡HASTA QUE
LA VIDA NOS SEPARE!
Hugo
Betancur
Los patrones culturales de nuestros padres y ancestros, y de la sociedad
en que hemos crecido, tienen influencia en nuestras mentes desde que estamos en
el vientre materno hasta que llegamos a la culminación de nuestras biografías
particulares. Somos influidos paulatinamente por los mayores en nuestros
aprendizajes o imitaciones de esos comportamientos y nos los vamos apropiando.
Llegamos a ser adultos, y al relacionarnos con otros seres humanos, esa
programación y esa memoria van guiando nuestros comportamientos en las
relaciones que entablamos.
Las tradiciones de nuestros grupos familiares parecen procedimientos de
obligatorio cumplimiento para nosotros: repetimos los hábitos de nuestros
padres y parientes más cercanos y nos basamos en sus creencias –que provienen
de las creencias de sus padres, que provienen de las creencias de los abuelos,
que provienen de las creencias antiguas. El pasado muerto revive a través de
nosotros cuando ejecutamos nuestros rituales psicológicos cotidianos.
Cuando enfocamos nuestra atención y nuestra disposición de aprender y
cambiar en relaciones con seres humanos que provienen de otras culturas y que
tienen conocimientos trascendentes y compatibles con el flujo cambiante de la
vida, o también en relaciones locales que nos llevan a dudar de la utilidad y
validez de nuestras creencias heredadas, podemos modificar esa memoria de
conductas reiteradas que muchas veces son disociadoras, estresantes y
propiciadoras de rivalidades y contiendas.
Toda esa historia generacional de confrontaciones ha conformado la
matriz ideológica de lucha y competencia y los razonamientos de dominio y de despojo violento que predominan en las
crónicas humanas.
Y todo ese caudal de información reverberante repercute en las
relaciones tempranas de padres e hijos y en las imposiciones y dogmas con que
hemos crecido: “Eso no se hace”, “Eso no se dice”, “Esto es lo que tienes que
hacer”.
En las relaciones de pareja, el modelo de comportamiento impuesto por
las tradiciones sociales y familiares establece también unos modos de acción
que mantienen generacionalmente las divergencias y la separación tras una
fachada artificiosa de conformidad mutua.
Nos sermonearon desde la cuna sobre el entendimiento de la vida como una
lucha, donde las conquistas son adecuadas y necesarias y donde unos seres humanos
deben dominar y otros deben ser dominados. Nos enseñaron las estrategias para
destacar sobre otros y para establecer alianzas convenientes que nos
permitieran escalar posiciones
Esa pobre filosofía es lo que pretendimos aplicar en nuestros nexos
sentimentales o de pareja representados en el significado pleno de los verbos
“conquistar”, “dominar”, “poseer”, “vencer”, “obtener” –y si fuera necesario,
“engañar”- para lograr nuestros objetivos de éxito y control donde nuestro
liderazgo y autoridad fueran incuestionables, aun a costa del bienestar y la
independencia de otros seres humanos.
No es raro que muchas de esas relaciones sólo fueran intentos fútiles de
materialización de aquellos supuestos que nos trasmitieron. Esas relaciones en
su inicio tal vez parecieron motivadoras o inspiradoras y luego se volvieron
insostenibles cuando alguno de los participantes, ateniéndose a su culto al
pasado, se replegó hacia su “zona de confort” donde el otro no encajaba.
Bajo esa programación ajena, la instauración de nuestros vínculos de
pareja no podía ser sólida, y la pretensión de que fueran duraderos por toda
nuestra existencia sólo fue una ambición desmesurada: allí solo podíamos
manifestar nuestros papeles de amos o de sirvientes en una relación desigual
donde tratamos infructuosamente de alcanzar una felicidad basada en ficciones.
Nadie puede mostrarse sinceramente tierno siendo esclavo ni tampoco
considerándose superior a otro. Y donde alguien se traza el objetivo de
constituirse en una autoridad y otros se someten secundándolo, los conflictos
cíclicos están asegurados entre los cortos períodos de calma y conciliación y
está confirmada como una traba de comunicación permanente la disparidad
–condición de desigualdad y de jerarquías implícitas.
Normalmente, los encuentros iniciales no son de seres humanos libres que
nos relacionamos en el presente de nuestras vidas sino de personalidades que
traemos nuestro archivo mental de situaciones dolorosas o abrumadoras del
pasado no resueltas ni entendidas -y, por lo tanto, no aceptadas ni liberadas.
Tras la apariencia agradable que nos atrae recíprocamente, están los
atributos negativos que guardamos solapados o temerosos –en ocasiones, encubrimos
nuestra mentalidad de sufrientes y nuestros padecimientos con actuaciones complacientes.
A medida que avanzamos como viajeros que compartimos trechos de la
jornada, todos esos desastres psicológicos van apareciendo con toda su
apabullante desarmonía y divergencia. Inevitablemente, las imágenes de bondad y
simpatía son desplazadas por las de hostilidad y desasosiego porque no es
posible una relación ecuánime entre seres humanos que contemplan la vida con
una visión opuesta –el contraste entre quienes fluyen y quienes se mantienen
represados tras una barrera que impide la asociación amable y los acuerdos
venturosos.
Surgen las preguntas no resueltas: ¿Podemos liberar las devastaciones y
experiencias amargas que atravesamos? ¿Podemos relacionarnos con libertad, afirmando
nuestra confianza en la abundancia y provisionalidad de la vida y no en las
carencias y percepciones tristes del pasado que otros deberán redimir?
¿Cómo queremos ser recordados?
Hugo
Betancur (Colombia)
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