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domingo, 24 de noviembre de 2013

¡HASTA QUE LA VIDA NOS SEPARE!

Foto por Hugo Betancur


¡HASTA QUE LA VIDA NOS SEPARE!

Hugo Betancur

 

Los patrones culturales de nuestros padres y ancestros, y de la sociedad en que hemos crecido, tienen influencia en nuestras mentes desde que estamos en el vientre materno hasta que llegamos a la culminación de nuestras biografías particulares. Somos influidos paulatinamente por los mayores en nuestros aprendizajes o imitaciones de esos comportamientos y nos los vamos apropiando. Llegamos a ser adultos, y al relacionarnos con otros seres humanos, esa programación y esa memoria van guiando nuestros comportamientos en las relaciones que entablamos.

Las tradiciones de nuestros grupos familiares parecen procedimientos de obligatorio cumplimiento para nosotros: repetimos los hábitos de nuestros padres y parientes más cercanos y nos basamos en sus creencias –que provienen de las creencias de sus padres, que provienen de las creencias de los abuelos, que provienen de las creencias antiguas. El pasado muerto revive a través de nosotros cuando ejecutamos nuestros rituales psicológicos cotidianos.

Cuando enfocamos nuestra atención y nuestra disposición de aprender y cambiar en relaciones con seres humanos que provienen de otras culturas y que tienen conocimientos trascendentes y compatibles con el flujo cambiante de la vida, o también en relaciones locales que nos llevan a dudar de la utilidad y validez de nuestras creencias heredadas, podemos modificar esa memoria de conductas reiteradas que muchas veces son disociadoras, estresantes y propiciadoras de rivalidades y contiendas.

Toda esa historia generacional de confrontaciones ha conformado la matriz ideológica de lucha y competencia y los razonamientos de dominio  y de despojo violento que predominan en las crónicas humanas.

Y todo ese caudal de información reverberante repercute en las relaciones tempranas de padres e hijos y en las imposiciones y dogmas con que hemos crecido: “Eso no se hace”, “Eso no se dice”, “Esto es lo que tienes que hacer”.

En las relaciones de pareja, el modelo de comportamiento impuesto por las tradiciones sociales y familiares establece también unos modos de acción que mantienen generacionalmente las divergencias y la separación tras una fachada artificiosa de conformidad mutua.

Nos sermonearon desde la cuna sobre el entendimiento de la vida como una lucha, donde las conquistas son adecuadas y necesarias y donde unos seres humanos deben dominar y otros deben ser dominados. Nos enseñaron las estrategias para destacar sobre otros y para establecer alianzas convenientes que nos permitieran escalar posiciones

Esa pobre filosofía es lo que pretendimos aplicar en nuestros nexos sentimentales o de pareja representados en el significado pleno de los verbos “conquistar”, “dominar”, “poseer”, “vencer”, “obtener” –y si fuera necesario, “engañar”- para lograr nuestros objetivos de éxito y control donde nuestro liderazgo y autoridad fueran incuestionables, aun a costa del bienestar y la independencia de otros seres humanos.

No es raro que muchas de esas relaciones sólo fueran intentos fútiles de materialización de aquellos supuestos que nos trasmitieron. Esas relaciones en su inicio tal vez parecieron motivadoras o inspiradoras y luego se volvieron insostenibles cuando alguno de los participantes, ateniéndose a su culto al pasado, se replegó hacia su “zona de confort” donde el otro no encajaba.

Bajo esa programación ajena, la instauración de nuestros vínculos de pareja no podía ser sólida, y la pretensión de que fueran duraderos por toda nuestra existencia sólo fue una ambición desmesurada: allí solo podíamos manifestar nuestros papeles de amos o de sirvientes en una relación desigual donde tratamos infructuosamente de alcanzar una felicidad basada en ficciones. Nadie puede mostrarse sinceramente tierno siendo esclavo ni tampoco considerándose superior a otro. Y donde alguien se traza el objetivo de constituirse en una autoridad y otros se someten secundándolo, los conflictos cíclicos están asegurados entre los cortos períodos de calma y conciliación y está confirmada como una traba de comunicación permanente la disparidad –condición de desigualdad y de jerarquías implícitas.

Normalmente, los encuentros iniciales no son de seres humanos libres que nos relacionamos en el presente de nuestras vidas sino de personalidades que traemos nuestro archivo mental de situaciones dolorosas o abrumadoras del pasado no resueltas ni entendidas -y, por lo tanto, no aceptadas ni liberadas.

Tras la apariencia agradable que nos atrae recíprocamente, están los atributos negativos que guardamos solapados o temerosos –en ocasiones, encubrimos nuestra mentalidad de sufrientes y nuestros  padecimientos con actuaciones complacientes.

A medida que avanzamos como viajeros que compartimos trechos de la jornada, todos esos desastres psicológicos van apareciendo con toda su apabullante desarmonía y divergencia. Inevitablemente, las imágenes de bondad y simpatía son desplazadas por las de hostilidad y desasosiego porque no es posible una relación ecuánime entre seres humanos que contemplan la vida con una visión opuesta –el contraste entre quienes fluyen y quienes se mantienen represados tras una barrera que impide la asociación amable y los acuerdos venturosos.

Surgen las preguntas no resueltas: ¿Podemos liberar las devastaciones y experiencias amargas que atravesamos? ¿Podemos relacionarnos con libertad, afirmando nuestra confianza en la abundancia y provisionalidad de la vida y no en las carencias y percepciones tristes del pasado que otros deberán redimir?

¿Cómo queremos ser recordados?


Hugo Betancur (Colombia)

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domingo, 10 de noviembre de 2013

LAS CARGAS Y LOS LASTRES MENTALES

Lavandera. ANTONI GAUDI. Fotografía por Diana Valderrama B.

LAS  CARGAS  Y  LOS  LASTRES  MENTALES

 

Hugo Betancur

 

En nuestras vidas, vamos paulatinamente amontonando datos de todo lo que experimentamos: son nuestras memorias del pasado, una asociación de episodios históricos particulares emparentados con los sentimientos, emociones, recuerdos, anhelos y deseos con que los hemos revestido… Todas esas memorias o archivos imaginarios crean un lastre mental que con los años se va tornando muy pesado y que nos estanca morbosamente mientras observamos, paradójicamente, que otros progresan.

Soltar esos lastres o cargas significa liberarnos de todas esas memorias, para poder manifestarnos sanos y fortalecidos en el “ahora”. Esta es la única opción que tenemos para alcanzar la madurez fluidamente, avanzando a través de los años con nuestras mentes y nuestras emociones renovadas y no fosilizadas, no empeñados terca y erróneamente en actuar como los eternos adolescentes que no evolucionan hacia etapas de crecimiento emocional y que sacan mil disculpas ante sus parientes y allegados para no adoptar sus roles de adultos y los cambios requeridos.

Muchos seres humanos que han ido envejeciendo más allá de los 21 –la edad aceptada como límite de la adolescencia- se empecinan en comportarse como niños que apenas empiezan a experimentar sus cambios hormonales de los 10 a los 15 años, manifestándose con sus mentes conflictivas y reacias  a los aprendizajes y al comportamiento serio y negándose a asumir la responsabilidad sobre sus acciones. 

Estos adultos no hacen caso a las señales de alerta que sus familiares y relacionados les dan repetidamente “deja de actuar como un niño y asume la autonomía sobre tu vida”. Ellos –y ellas- se justifican astutamente para omitir sus acciones de cambio –como recurso de manipulación, simplemente argumentan que los demás son muy intolerantes y que no los apoyan. 

Todo adulto que se niega a crecer es una carga para sí mismo y una carga para quienes le rodean. Sus emociones trastornadas y problemáticas se desbordan continuamente para dramatizar choques psicológicos en que se auto-rotulan como víctimas o como incomprendidos. En sus mentes y en sus emociones  se empeñan en contradecir o polemizar cuando otros les requieren temperancia –moderación, temperamento calmado y prudente.  Han estado respondiendo con rabietas o con enojo y engañan o ahuyentan a quienes los aleccionan refugiándose en los pretextos de la mentalidad infantil irreflexiva y explosiva, con las mismas evasivas y argumentos propios de esa temprana edad. Para ellos y para quienes los sustentan, sus patrones mentales se vuelven un lastre, cada día más pesado.  

En la actualidad podemos reciclar la mayoría de las cosas que ya no nos sirven o los residuos orgánicos; sin embargo, no hemos inventado los recursos psicológicos ni los instrumentos externos que nos permitan reciclar la basura recogida por nuestras mentes –comprobamos, además, que las numerosas drogas que nos prescriben y que tomamos a diarios no producen cambios significativos en nuestra comprensión de la vida ni en nuestras relaciones insatisfactorias subordinadas a necesidades.

Nos corresponde desechar lo acumulado, lo que ya no nos es útil, lo inservible, lo perturbador, para poder seguir avanzando con nuestras mentes despejadas, livianas y renovadas.

Muchas de las enfermedades que padecemos, mentales, emocionales y físicas –anímicas, en general-, tienen que ver con la acumulación de basura psíquica (interacciones conflictivas, situaciones que fueron o son dolorosas para nosotros, celos, envidia, resentimientos, odios o frustraciones, temores, incertidumbre, adicciones, manías).  Lo considerado culturalmente como normal es que las mentes humanas apilan toda esa información sin resolverla, lo que interpretamos como la naturaleza de lo colectivo, de lo masivo. Lo que podemos instaurar como excepcional es la liberación de todas esas cargas. Sólo requerimos inconformidad con nuestros hábitos de vida, y luego consciencia sobre el malestar y las dificultades que aquellos nos atraen, y finalmente acciones de cambio y de aprendizaje que nos lleven a la autonomía y a la tranquilidad. 

Muchas personas aseguran tajante y desafiantemente que son felices y que sus vidas son muy armoniosas. Nos enteramos que no son reales sus afirmaciones porque dependen habitualmente de sustancias farmacológicas para aliviar o suprimir los síntomas de sus enfermedades y porque se ven obligadas a acudir regularmente a la consulta médica para reforzar sus diagnósticos y tratamientos.

Lo esencial para que podamos soltar nuestros lastres es “darnos cuenta” de lo que nos ocurre, observar cómo experimentamos nuestras relaciones y nuestros procesos de vida. Si no nos “damos cuenta”, no podemos ejecutar las acciones de “soltar lastres”, porque nos falta la consciencia, porque no logramos razonar sobre nuestro desequilibrio y nuestra falta de paz.

Para “darnos cuenta” debemos enfocarnos en la auto observación de nuestros estados de ánimo y de nuestras vivencias.  Podemos aplicar el axioma antiguo socrático de “Conocernos a nosotros mismos”, pues lo que vemos es un espejo de lo que somos –recuerdo el dicho popular “Cuando Juan habla de Pedro, sabemos más sobre Juan que sobre Pedro”. 

Nos corresponde hacer una pesquisa sobre nuestra personalidad y nuestros archivos mentales: qué vemos, qué sentimientos suscitan en nosotros los eventos en que participamos, qué recuerdos guardamos de lo vivido, qué fantasías hemos armado que nos limitan, qué culpas atribuimos a otras personas o qué resentimientos esgrimimos contra ellas. 

Creemos que la lectura de los libros del momento o la recitación de ciertas frases con que nos describimos o la pertenencia a ciertos grupos nos permitirá conquistar posiciones respetables o de aceptación social –lo externo: el prestigio, la funcionalidad, el reconocimiento como exitosos o superados-. 

La auto-indagación como un proceso mental constante nos permite descubrirnos y descubrir nuestros resguardos, las barreras que ponemos para no afrontar nuestros cambios. 

La meditación es un instrumento de reflexión, de superación, de transformación. En esa quietud voluntaria de nuestras mentes, podemos conformar  o desconformar imágenes, podemos definir la realidad transitoria que estamos percibiendo o experimentando.

En la meditación “nos damos cuenta” y podemos suspender nuestros juicios, nuestras resistencias, nuestras ataduras. Podemos elaborar ideas que nos permitan modificar los hábitos y programaciones de nuestras mentes.

 Recordemos la llamada “Oración de la Gestalt” de Fritz Perls :

“Yo soy Yo. Tú eres Tú.

“Yo no estoy en este mundo para cumplir tus expectativas.

“Tú no estás en este mundo para cumplir las mías.

“Tú eres Tú. Yo soy Yo.

“Si en algún momento o en algún punto nos encontramos, será maravilloso, si no, no puede remediarse.

“Falto de amor a Mí mismo cuando en el intento de complacerte me traiciono.

“Falto de amor a Ti, Cuando intento que seas como yo quiero, en vez de aceptarte como realmente eres.

“Tú eres Tú y Yo soy Yo.”

Las enfermedades son señales de nuestros cuerpos que nos informan sobre los desajustes y distorsiones de nuestras mentes. Cuando persisten o muestran indicios de agravamiento en nuestro estado físico nos advierten que nuestras acciones cotidianas no son adecuadas y que no hemos logrado afianzar nuestra autonomía.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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