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miércoles, 27 de febrero de 2013

Víctimas psicológicas: las mentes "heridas".

 

LAS  VÍCTIMAS  PSICOLÓGICAS

 

Hugo Betancur

 

Me refiero en las reflexiones que siguen a las relaciones afectivas y a las relaciones de pareja, no a las relaciones donde seres humanos son afectados particular o colectivamente bajo situaciones violentas y destructivas para despojarlos de algo, o para someterlos a yugos, o para discriminarlos, o para atentar contra sus vidas en nombre de doctrinas, sistemas políticos militaristas o tiránicos, deidades o intereses.

 

Las personas que se comportan como víctimas habituales adoptan un papel o un rol que parece un montaje de actuación dirigido a un fin: mostrarse desvalidas, atropelladas por otros, abandonadas a su cruel destino. A cambio esperan recibir atenciones, compasión y solidaridad en los juicios que han establecido contra aquellos a quienes acusan. Ellas deben ganar en este juego y otros deben perder y ser culpados.

 

Estas víctimas sicológicas tuercen la realidad hacia un extremo de la vida donde tienden a apropiarse de las situaciones experimentadas parcialmente en sus relaciones o adaptadas a su propósito de indefensión aumentándolas exageradamente o interpretándolas como dirigidas contra ellas por otros.

 

Es fenómeno común en la convivencia humana que cometamos equivocaciones o que afectemos negativamente a otros en nuestras interrelaciones –por nuestra ignorancia, nuestras limitaciones y quizá por nuestro egoísmo inconsciente o nuestra irreflexividad frente a los requerimientos del momento o a las expectativas de quienes están cerca de nosotros-. Todos cometemos errores, algunos imperceptibles y otros enormes; a veces aprendemos las lecciones de inmediato y en otras ocasiones tardíamente, lo que nos confronta con opciones de cambio y nos permite enriquecer las existencias de otros una vez los trascendemos.

 

He descubierto como una constante en mi trabajo con mis pacientes en su entorno, que la mayoría de los comportamientos o acciones que ellos perciben como dirigidos a causarles daño no tenían ese propósito de parte de quien acusan como victimario o como culpable.

 

He logrado dialogar con las dos partes involucradas y he encontrado que sus actos correspondieron a manifestaciones inevitables establecidas por las condiciones de sus personalidades y por las condiciones del momento –el ser humano y sus circunstancias temporales. 

 

Llueve y escampa en el tiempo propicio. La vida pocas veces se acomoda estrictamente a nuestros ideales, esperanzas o exigencias respecto las acciones y comportamientos de otros -si acaso, solo nos aproximamos a las expectativas imaginadas.

 

Atribuir a otras culpas por lo que nos pasa en nuestras relaciones afectivas o repetir que somos víctimas de un azar desventurado parece un poco arbitrario y selectivo.

Somos parte de esa interacción que posibilita la asignación de roles distintos –víctima y victimario-, según las interpretaciones eventuales: quien afecta y quien es afectado, quien es el sujeto activo y quien el sujeto pasivo.

 

Probablemente las personas que las víctimas identifican y rotulan como victimarios tienen también extraordinarias cualidades y logros positivos, no solo respecto a ellas sino también como atributos consistentes en su historia; quizá esos seres humanos estigmatizados como victimarios se hayan sentido también víctimas de otros en sus vidas.

 

Las víctimas prefieren enfocarse en los rasgos negativos o en los defectos de sus relacionados, o destacan cómo fueron lastimadas y heridas para conformar ante sus allegados una imagen propia de martirizadas y ultrajadas mientras cargan a los inculpados la imagen de insensibles e injustos.

 

Lo incómodo de este drama es que va adquiriendo dimensiones desproporcionadas.  Las personas que lo ejecutan escogen el lado oscuro de su emotividad y de su personalidad –y también de la de otros-, y se refugian en un sentimentalismo tendencioso y exagerado. Parecen decir a quienes las desaíran "ya que no haces lo que exijo de ti, me vengaré haciéndote quedar mal con todo el que quiera oírme". Ese supuesto sentimentalismo que expresan no es más que sensiblería o sentimentalismo retorcido, una distorsión de los eventos atravesados para utilizarlos a su amaño y sin contemplar los perjuicios que causan, algo tan desatinado como que alguien tire una colilla de cigarrillo prendida en un depósito de algodón, y que para colmo se quede allí esperando a ver qué pasará.

 

Todos podemos ocasionalmente sentirnos víctimas de algo o de alguien, como un hecho aislado, no acumulativo, lo que siempre es una reacción normal en que nos desbordamos emocionalmente. Todos lo hemos experimentado en nuestras relaciones afectivas interrumpidas Lo normal es que superemos esa dolorosa percepción y que sigamos viendo la bondad de la existencia.

 

Las personas que se enrolan como víctimas suelen ser rápidas y poco prudentes en sus juicios contra otros a quienes rechazan. Por lo común, no corrigen sus desaciertos ni reparan las injusticias que cometen con sus comentarios desmedidos; no parecen conscientes del poder esclavizante de sus palabras –ninguna expresión verbal deja de tener consecuencias-, por lo que no fluyen con el movimiento dinámico, creativo y acogedor de sus sentimientos y quedan en deuda.

Algunas personas pueden representar un "montón de imperfecciones y fallas" –así suelen describirlas quienes se proclaman como sus víctimas-, y la relación con ellas puede ser altamente caótica y violenta para quienes las estigmatizan o definen con esos adjetivos, lo que hace imposible que las partes involucradas interactúen en armonía.

 

Si efectivamente predomina la expresión negativa, destructiva, opresora, ejercida por uno de los implicados y no por el otro –lo que nos lleva a considerarlo como antisocial-, las relaciones deben ser modificadas y las personas atropelladas pueden pedir intervención legal para resolver las situaciones con cambios, no evadiéndolas al refugiarse en sus lamentos y en las intrigas que buscan la compasión y la complicidad encubridora de quienes les rodean.

 

Si no logran estos cambios, la relación se tornará cada vez más tormentosa y deberá ser disuelta. 

 

Las víctimas habitualmente rompen sus relaciones afectivas sin establecer las modificaciones necesarias y sin comprender que sus propias acciones fueron también conformadoras del conflicto y de la crisis: ellas hacen un juicio oportunista que las exime de responsabilidad y las hace aparecer como inocentes a los ojos de quienes han atendido ingenuamente sus relatos y sus quejas.

 

Si inician nuevas relaciones, sus rasgos seguirán presentes y volverán a armar la misma trama; se involucrarán en un drama igualmente desolador, y muy fructífero para producir confusión –es algo así como que se convierten en un imán que atrae tanto dificultades como personalidades inmaduras con las que fácilmente recrean sus tragedias.

 

Cómo identificar a las víctimas:

 

De una manera constante, no son felices. Algo delata la acongojada posición que han elegido.

 

Son adictas a las quejas. Son disociadoras y llevan su malestar a los ambientes en que se desenvuelven. Algunas personas se refieren a ellas como "chismosos o chismosas" o "mártires" una vez que identifican sus modelos de manipulación y evasión.

 

Han escogido algunos personajes allegados como representativos y se ensañan contra ellos. Les achacan fracasos de sus historias, y a veces las más destacadas o absurdas contrariedades para encubrir el contenido real de sus frustraciones. Una de mis pacientes le atribuía su preeclampsia y su cesárea muy  temprana a la forma de ser de su marido –como médico he dialogado con mujeres con el mismo diagnóstico que recibían de sus cónyuges un trato excelente y demostraciones amorosas privilegiadas, lo que no impidió una evolución clínica bastante agobiante-; otra paciente aseguraba que gracias a su esposo desconocía lo que era un orgasmo en sus casi veinte años de matrimonio; un hombre de la tercera edad se lamentaba de que por haberse casado con su monótona esposa actual había perdido el rastro de la mujer de sus sueños. Otros seres humanos, hombres o mujeres, acusan  o culpan a sus cónyuges de haberlos obligado -por abandono o insatisfacción- a programar astuta y ocultamente encuentros "románticos" que culminaron en actos de sexo consentidos y decepcionantes, y aseguran que con estos buscaban "definirse a sí mismos /o a sí mismas", con la evasión complaciente a través de la infidelidad o el adulterio (la mayoría sólo se echaron encima una carga más al no lograr, en los espejismos de la pasión, que su  confidente del momento les correspondiera o les ofreciera un compromiso de relación especial -los amantes o las amante que escogieron solo buscaban aventuras y placer, pues no querían  relaciones duraderas y sólidas con personas casadas -habitualmente son temidas por el riesgo de las reacciones violentas de sus consortes-). Cuando las parejas envejecen, acusan a sus cónyuges por la extinción de su virilidad, o de su feminidad, o por su desinterés sexual (para defender su retiro forzado, el acusado o la acusada argumentan que la contraparte “seca un papayo a cantaleta" y que eso ha apagado su sensualidad)…

 

Las víctimas agregan todos los días nuevos aportes a su retrato de una vida llena de pesares y amarguras, que parecen exhibir como su más preciado trofeo. Por contraste, pueden tener actividades que les permiten revestirse de algún aliciente o motivación compensadora, pero tan extremado en notoriedad positiva como el sacrificio amargo que ellas protagonizan ante el mundo: alcanzan éxito en sus profesiones y actividades mientras fingen una derrota tortuosa en sus nexos particulares.

 

También el lenguaje las delata

 

Las victimas utilizan un lenguaje demoledor contra sus imaginarios o probados torturadores: él/ella siempre…; él/ella nunca; se lo he reclamado cincuenta mil veces (y fue solo una decena); hace años que le vengo diciendo lo mismo ( y lo que aluden es reciente); yo contigo/con él/con ella no cuento para nada (y le han ocupado una buena parte de su vida)yo para ti soy un cero a la izquierda; en mi casa nadie me tiene en cuenta; esta casa se está cayendo del desorden ( o de la suciedad, o del mal olor, o de…); tú nunca me has querido (y los álbumes familiares muestran con abundancia de detalles los momentos compartidos con sincera satisfacción –al menos sus rostros lo recuerdan en las fotografías-); sólo me buscas el lado cuando quieres… (sexo, o comida, o dinero, o…); te he soportado toda la vida… (posiblemente quieren decir desde que se encontraron por primera vez, ¡qué sufrimiento!); a ti sólo te interesa… (cualquier cosa en particular y no todo lo que la otra persona realiza); el/ella no hace nada o no sirve para nada (comentarios fatales que retratan muy pobremente a quienes los lanzan)…

 

Y necesariamente las víctimas deben recurrir a médicos o a diversos terapeutas para pedir asistencia. Sus consultores preferidos son aquellos que les refuerzan sus condiciones de maltratadas, les advierten que están bajo un gran  estrés, les diagnostican trastornos depresivos (mayores, o menores, o no especificados) y les prescriben tratamientos o píldoras "mágicas" para mantenerlas en actividad, todas dirigidas al cuerpo que presumen que se enfermó solo, sin exigirles cambios en sus conductas y comportamientos –muchas veces estos profesionales ignoran sistemáticamente  el modo de vida de sus pacientes y los rasgos de sus personalidades (en ocasiones parecen no creer  que las relaciones hayan llegado a un grado de deterioro enfermizo que el paciente no logra superar debido a sus propias rutinas devastadoras y a su insistencia en sentirse infeliz).

 

Los cambios son necesarios cuando la depresión nos acosa, lo que vemos en nuestros trastornos de apetito y de sueño, en la fatiga reiterada, en los altibajos de nuestro ánimo, en lo cargados que nos sentimos. A veces asoman la tristeza, el temor y la incertidumbre a nuestros rostros y decimos que no sabemos porque estamos decaídos. Observando nuestras relaciones y comportamientos podemos descubrir las causas. Provienen de nosotros mismos, de cómo asimilamos la interacción con los demás, y también de los patrones familiares recreadores de infelicidad que no hemos superado.

 

Como víctimas, agotamos la energía de la vida en los conflictos, en la distorsión de nuestras relaciones, en la evasión. Y esa energía desperdiciada nos hace falta para afirmar nuestro equilibrio, nuestra satisfacción, nuestro bienestar.

 

Algo que persiste debe ser removido para que decidamos perdonar las culpas que impusimos contra otros porque no pudieron actuar con sabiduría y generosidad en algunos momentos infortunados de su pasado. Libres de todas esas cadenas por voluntad propia, la naturaleza y los seres vivos nos recompensan una vez más con su exuberancia, su espontánea sensualidad y la alegría de su prodigioso, incontenible y sabio movimiento.

 

      Hugo Betancur (Colombia)

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miércoles, 20 de febrero de 2013

Hasta que las des-ilusiones nos des-engañen.


Parejas en conflicto:

¿En qué nos equivocamos?

 

Hugo Betancur

 

 

Si las relaciones afectivas entre dos personas son establecidas sobre los atractivos de belleza de una o de otra, o sobre los rasgos de personalidad, o sobre intereses, es posible que con el transcurso del tiempo se conviertan en nexos frágiles e insostenibles.

 

Me refiero a las ‘relaciones especiales’ que habitualmente llamamos ‘de pareja’, o de ‘enamorados’ o de cónyuges, donde uno de los participantes –o ambos- han establecido su vínculo por  cualidades físicas o materiales, o por condiciones psicológicas que atribuyen al otro. Quizá la persistencia de esas características previstas mantenga el enlace conformado durante un lapso de tiempo, con el requisito de que se cumplan los planes trazados.

 

Llega un momento en que esas relaciones están agotadas, han sido consumidas, ya no pueden seguir como antes.

 

Como todos los eventos de la vida, son sólo relaciones pasajeras. Las diferencias que antes pasaron desapercibidas aparecen ahora como demasiado notorias y perturbadoras. Los miembros de la pareja han llegado a la tormentosa circunstancia de la crisis. Esas relaciones dispares tienen un exaltado  período de inicio, un intervalo de esplendor aparente y un momento en que ya han cumplido su propósito -y cada uno de los participantes debe seguir su propio camino.

 

Ese momento de transición lo hemos llamado momento de ruptura. Quizá asumimos que algo que estaba entero se rompe, o que algo que parecía unido se desune.

 

Tendemos a sentirnos culpables o a culpar; aparecen los reproches, las quejas, las dolidas expresiones de impotencia y desdicha, o las justificaciones para respaldar nuestra decisión de separarnos.  

 

Sin embargo, esas relaciones han atravesado el período de tiempo que les corresponde. Ya no son vigentes.

 

Podemos enfocar nuestra atención en lamentarnos y sentirnos víctimas de las circunstancias. O podemos abrirnos a un entendimiento de las vivencias que compartimos: valorar lo que hayamos  recibido, agradecer el acompañamiento en ese trayecto recorrido y quitar los amarres o levantar las anclas para poder seguir el viaje.

 

Porque ocurre frecuentemente que nos atamos a otros seres humanos en algunas relaciones o los atamos a ellos a nuestras vidas. Nuestras acciones representan de alguna manera una pérdida de autonomía y de libertad: recordemos que tanto el carcelero como el prisionero tienen que permanecer en el mismo lugar de encierro.

 

A veces, cercamos a las personas que se relacionan con nosotros, les marcamos horarios o pautas a las que deben someterse, les establecemos comportamientos ideales a los que deben acogerse. Parece que les diéramos un decreto de obligatorio cumplimiento: “Quiero que seas y actues así como he decidido que te comportes”.

 

Lo que no es posible. ¿Cómo podemos ser lo que no somos? ¿Fingiéndolo, sacrificándonos, anulando nuestras personalidades para agradar a otros? Al cabo del tiempo nos sentimos violentos representando esa farsa y de alguna manera nos rebelamos contra quien pretende cambiar nuestras manifestaciones acomodándolas a los moldes particulares de sus preferencias.

 

Bajo esas condiciones, no nos es posible manifestar un sentimiento que parezca amoroso sino todo lo contrario: reacciones conflictivas y hostiles. Muchas personas interpretan el control sobre su pareja como algo que les asegura su fidelidad y aseguramiento. ¿Podemos tener seguridad de que alguien no cambie en un mundo siempre cambiante? ¿Podemos tener la certeza de su perpetua compañía “hasta que la muerte nos separe”?

 

Otras personas seguirán a nuestro lado durante un largo trecho del camino solo si se sienten a gusto junto a nosotros. Cuando los sentimientos de unidad son sólidos y no hacen falta las palabras ni las exigencias de compromisos férreos; cuando fluimos como iguales o pares en una relación mutua de confianza, valoración e integración.

 

Quienes nos aman sinceramente están cerca de nosotros aunque se encuentren a un continente de distancia. No hacen falta las promesas, ni los reclamos, ni los reportes regulares de nuestra ubicación o nuestras actividades. No hacen falta tampoco los celos –vigilancia estricta basada en temores de que nuestra pareja elija otra u otras personas con el propósito de establecer una relación afectiva que podría desplazarnos.

 

El amor, como una expresión de acercamiento y de armonía tiene varias cualidades básicas que lo definen plenamente: respeto a otro ser humano –o a otros-  y a su autonomía y libertad, valoración positiva, comprensión y entendimiento, disposición de servicio desinteresado y apoyo incondicional.

 

En la elección de cónyuge, muchas personas se guían por las características negativas del padre o de la madre y escogen a alguien similar creyendo erróneamente que ellas si podrán cambiar y dominar a su pareja como sus padres no pudieron hacerlo. Claro, ellas son distintas y también es distinta la relación que emprenden; sin embargo, se han trazado el objetivo de demostrar que aquella forma de convivir de sus progenitores sí podía ser modificada. Obviamente, fracasan en esta transferencia o superposición del pasado hacia el momento que viven. Ninguno puede ser cambiado en su personalidad si él mismo no ha decidido hacerlo y si no ha encontrado como necesarias e imperativas otras actitudes y acciones. Cada uno cambia por sí mismo cuando despierta a la consciencia de su vida y puede aprender, cuando logra desprenderse de algo que ya no quiere y  se apropia de algo que considera adecuado.

 

Dos aspectos nos revelan que tan acertadas son nuestras relaciones y acciones: la satisfacción o percepción de bienestar que sentimos al vivirlas y la apreciación posterior de que no nos han causado daño a nosotros ni a los demás.

 

En otras ocasiones, nuestra elección de pareja está condicionada por la forma como nuestros padres interactuaron. Nos sentimos marcados por nuestro pasado si alguno de ellos fue déspota, opresivo, desconsiderado; o si alguno asumió papeles dramáticos de super protector, o de guía dominador o de controlador aferrado a las normas y a las tradiciones; o si alguno se sintió opacado por el otro y dedicó su vida a perfeccionar y representar el papel de víctima llenándose de autocompasión y amargura.   Por el contrario, podemos sentirnos confiados y optimistas si nuestros padres nos mostraban con el ejemplo una sociedad conyugal de respeto e igualdad que proyectaba   actitudes semejantes hacia su familia.

 

Podemos disponernos a la comprensión de las limitaciones y errores de nuestros padres, parientes y allegados para lograr liberar las cargas que nos echamos encima a partir de situaciones conflictivas y violentas.

 

Todos elegimos según la opción que consideramos más conveniente. Y podemos cometer errores.  O podemos acertar –lo que significa realizar la acción correcta, la que no nos cause daño a nosotros mismos ni a otros.

 

Si cometemos errores, si afectamos negativamente o destructivamente a otros, nos exponemos a su resentimiento, a su malestar y rechazo, a sus intenciones o sentimientos de venganza y de odio en el peor de los casos.

 

Si alcanzamos alguna consciencia sobre esto, podemos reparar nuestros errores y los perjuicios causados a otros. Todo lo que reparamos puede ser útil de nuevo, o al menos puede recuperar un estado de normalidad gracias a nuestra intervención.

 

Si no alcanzamos esa conciencia, aquellas personas afectadas deberán solucionar por si mismas las impresiones que dejaron en sus mentes: de maltrato sintiéndose impotentes; de percibir engaño habiendo confiado; de menosprecio y discriminación habiendo esperado reconocimiento y valoración.

 

Para dejar de juzgar y condenar a otros podemos entender que cada uno es lo que es y no lo que debería ser. Así como ellos, en cada situación que enfrentamos tenemos unas condiciones particulares de nuestra personalidad y unas condiciones externas. En cada vivencia, en cada momento actuamos siguiendo un impulso propio, a veces buscando satisfacer alguna expectativa o a veces siguiendo nuestros sistemas de creencias. Ocurre igual con todos los seres humanos.

 

Un aforismo antiguo enseña: "Debes haber recorrido los senderos de aquellos a quienes pretendes juzgar para que puedas comprender las acciones de sus vidas".

 

Crecemos considerando a nuestros padres bondadosos o considerándolos crueles; sintiéndonos estimulados y apoyados por ellos o sintiéndonos atropellados. Según los recuerdos y la apreciación que conservemos tendremos un lazo de amor con ellos o un lazo de adversidad –también viéndolos como adversarios más que como aliados o amigos.

 

Como resultado,  las impresiones que hayamos grabado en nuestras mentes determinarán si esa presencia de nuestros padres –aunque ya se hayan ido- y sus actos, son una bendición para nosotros o si son una carga.

 

Nos es imposible modificar los actos del pasado. Ya transcurrieron. Y el propósito de aprendizaje que traían asociado ya se cumplió. Lo asumimos y resolvemos las contradicciones o nos resistimos a ello; lo aceptamos o nos evadimos.

 

Si alcanzamos el privilegio y la lucidez de comprender seguimos nuestro trayecto livianos, esperanzados, confiados. Si nos sentimos víctimas, nos cargamos de dolor y frustración, nos confundimos con nuestros propios juicios, ponemos raíces de infelicidad en nuestros corazones.

 

En todo momento tenemos la posibilidad de cambiar, de aceptar que otros tienen grandes limitaciones como las tenemos nosotros, de absolverlos de culpas y perdonar sus errores como esperamos que los demás lo hagan con nosotros.

 

Podemos obrar así ahora, o dentro de unos días, o dentro de unos años. Mientras mayor sea la demora en hacerlo mayor será la carga de sufrimiento que tengamos que soportar. Tenemos la solución. Según nuestro propósito y voluntad podremos aplicarla, si no, la tarea no realizada queda pendiente.

 

Hugo Betancur* (Colombia)

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